– Cierto -dijo Croce.

La pieza era la mejor del hotel porque daba a la esquina y estaba aislada al fondo del pasillo. El cuerpo de Duran, vestido con un pantalon negro y camiseta blanca, estaba tendido en el piso sobre un charco de sangre. Parecia a punto de sonreir y tenia los ojos abiertos con una mirada a la vez helada y aterradora.

Croce y Saldias se pararon frente al cadaver con esa extrana complicidad que se establece entre dos hombres que miran juntos a un muerto.

– No hay que tocarlo -dijo Croce-. Pobre Cristo…

Le dio la espalda al cadaver y se puso a observar con cuidado el piso y los muebles. En la pieza, todo estaba en orden, a primera vista. El comisario se acerco a la ventana que daba a la plaza para ver que se veia desde la calle y tambien que se veia desde ahi si uno miraba hacia afuera. El asesino seguramente se habia detenido al menos un instante para mirar por la ventana y ver si alguien podia observar lo que pasaba en el cuarto. O quiza habia un complice abajo que le hizo una sena.

– Lo mataron cuando abrio la puerta.

– Lo empujaron -dijo Croce-, y ahi nomas lo madrugaron. Primero reconocio al que entraba y luego se sorprendio. -Se acerco al cadaver-. La punalada fue muy profunda, muy exacta, como quien mata un ternero. Cuchillada criolla. De abajo hacia arriba, con el filo hacia adentro, entre las dos costillas. Cayo seco -dijo como si estuviera contando una pelicula que hubiera visto esa tarde-. No hubo ruido. Solo un quejido. Estoy seguro de que el asesino lo sostuvo para que no cayera de golpe. Poca sangre. Lo levantas al otro, como un saco de huesos, y cuando lo dejas en el suelo ya esta muerto. Retacon el asesino -concluyo Croce. Por la herida, se veia que era un facon cualquiera, de los que usan los paisanos para comer asado. Un cuchillo arbolito como habia miles en la provincia.

– Seguro tiraron el arma en la laguna. -El comisario hablaba, medio extraviado-. Hay muchos cuchillos en el fondo del rio. De chico me zambullia y siempre encontraba alguno…

– ?Cuchillos?

– Cuchillos y muertos. Un cementerio. Suicidas, borrachos, indios, mujeres. Cadaveres y cadaveres bajo la laguna. Vi un viejo, un dia, el pelo largo y blanco, le habia seguido creciendo y parecia un tul en el agua transparente. -Se detuvo-. En el agua el cuerpo no se corrompe, la ropa si, por eso los muertos flotan desnudos entre los yuyos. He visto muertos palidos, de pie, con los ojos abiertos, como grandes peces blancos en un acuario.

?Lo habia visto o lo habia sonado? Tenia de golpe esas visiones, Croce, y Saldias se daba cuenta de que el comisario ya estaba en otro lugar, durante un instante nomas, hablando con alguien que no estaba ahi, escuchando voces, masticando con furia el toscanito apagado.

– No muy lejos, alla, en la pesadilla del futuro, salen del agua -dijo enigmatico, y sonrio, como si despertara.

Se miraron. Saldias lo estimaba y entendia que de pronto se perdiera en sus pensamientos. Era un momento, pero siempre volvia, como si tuviera narcolepsia psiquica. El cadaver de Duran, cada vez mas blanco y mas rigido, era como una estatua de yeso.

– Tape al finado -dijo Croce.

Saldias lo tapo con una sabana.

– Podian haberlo tirado en el campo para que se lo coman los caranchos, pero querian que yo lo viera. Lo dejaron a proposito. ?Y por que? -Miro otra vez el cuarto, como si lo viera por primera vez.

No habia ningun otro signo de violencia salvo un cajon mal cerrado, del que sobresalia una corbata. Tal vez lo habian cerrado de golpe y al darse vuelta el asesino no vio la corbata. El comisario hizo el gesto de cerrar el cajon abierto con el cuerpo. Despues se sento en la cama y se dejo ir con la mirada perdida en la claraboya que daba al cielo.

Saldias hizo el inventario de lo que encontraron. Cinco mil dolares en una cartera, varios miles de pesos argentinos amontonados sobre la comoda, junto a un reloj y un llavero, un atado de cigarrillos Kent, un encendedor Ronson, un paquete de Velo Rosado, un pasaporte norteamericano a nombre de Anthony Duran, nacido el 5 de febrero de 1940, en San Juan. Habia un recorte de un periodico de Nueva York con los resultados de las grandes ligas, una carta en espanol escrita por una mujer, [9] una foto con la imagen del lider nacionalista Albizu Campos hablando en un acto, con la bandera de Puerto Rico flameando atras; la foto de un soldado con gafas redondas vestido con el uniforme de los Marines; habia un libro de versos de Pales Matos, un long-play de salsa de Ismael Rivera dedicado a Mi amigo Tony D., habia muchas camisas, muchos pares de zapatos, varios trajes, ninguna agenda, le iba diciendo Saldias al comisario.

– Lo que deja un muerto no es nada -dijo Croce.

Ese es el misterio de los crimenes, la sorpresa del que muere sin estar preparado. ?Que ha dejado sin hacer? ?A quien ha visto por ultima vez? Siempre habia que empezar la investigacion por la victima, era el primer rastro, la luz oscura.

En el bano no habia nada especial, un frasco de Actemin, un frasco de Valium, una caja de Tylenol. En el canasto de mimbre de la ropa sucia encontraron una novela de Ben Benson, The Ninth Hour, un mapa del Automovil Club con las rutas de la provincia de Buenos Aires, un corpino de mujer, una bolsita de nylon con monedas norteamericanas.

Volvieron a la pieza; antes de que el cadaver fuera fotografiado y llevado a la morgue para la autopsia tenian que preparar un informe escrito. Tarea bastante ingrata que el comisario delegaba en su asistente.

Croce se paseaba de un lado a otro, observando a saltos, sin detenerse en ningun lugar, murmurando, como si pensara en voz alta, en una especie de susurro continuo. Esta raro el aire, dijo. Coloreado, una especie de arco iris contra la luz del sol, un aire azul. ?Que era?

– ?Ves eso? -dijo con los ojos quietos en la claridad de la pieza.

Le mostro los rastros de un polvillo casi invisible que parecia flotar en el aire. Saldias tenia la impresion de que Croce veia las cosas a una velocidad inusual, como si estuviera medio segundo (media milesima de segundo) adelantado a los demas. Siguio la pista del polvito celeste -una bruma tenue movida por el sol, que Croce observaba como si fuera un rastro en la tierra- hasta llegar al fondo del cuarto. En la pared habia un cuadrado de tela negra con arabescos amarillos, una especie de batik o tapiz pampa, todo muy pobre, no era un adorno, claro, tapaba algo. El viento de la ventana movia los bordes del tapiz.

Croce despego el tejido con un cortapluma que tenia en el llavero y vio que ocultaba una ventana guillotina. La abrio facilmente. Daba a una especie de pozo. Habia una soga. Una roldana.

– El montacargas de servicio.

Saldias lo miro sin entender.

– Antes te servian de comer en la pieza, si querias. Llamabas y te la hacian subir por aqui.

Se asomaron por el hueco; entre las sogas, llegaba el rumor de las voces y el ruido del viento.

– ?Adonde da?

– A la cocina, y al sotano.

Movieron la soga por la roldana y levantaron la caja del pequeno montacargas hasta el borde.

– Muy chico -dijo Saldias-. Nadie va a entrar.

– No creas -dijo Croce-. A ver. -Y se volvio a asomar. Abajo se veia una luz tenue entre las telaranas y un piso de baldosas ajedrezadas al fondo.

– Vamos -dijo Croce-. Veni.

Bajaron por el ascensor hasta el subsuelo y luego por una escalera hasta un pasillo azul que llevaba a los sotanos. Ahi estaban las viejas cocinas ya clausuradas y la caldera. En un costado se abria una puerta que daba a una especie de desvan con paredes de azulejos y una vieja heladera vacia. Al final del pasillo, en un recodo, atras de una reja, estaba la centralita del telefono. Del otro lado, una puerta de hierro medio abierta conectaba con el deposito de objetos perdidos y muebles viejos. El cuarto era amplio y alto, con un piso de baldosas negras y blancas; en la pared de atras, una ventana, cerrada con una persiana de dos hojas, daba al montacargas que subia entre cables a los pisos superiores.

En el deposito, amontonados sin orden, estaban los restos del pasado de la vida en el hotel. Baules, canastas de mimbre, valijas, recados, lienzos enrollados, marcos vacios, relojes de pared, un almanaque de 1962 de la fabrica de los Belladona, un pizarron, un jaulon para pajaros, mascaras de esgrima, una bicicleta sin la rueda delantera, lamparas, faroles, urnas electorales, una estatua de la Virgen Maria sin cabeza, un Cristo que seguia

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