Al abrir los ojos creyo por un momento que estaba de vuelta en su habitacion de paredes de piedra. Pero seguia siendo la tienda, y aunque las cortinas estaban cerradas no evitaban que se filtrara la luz del dia. Quien la llamaba era Antea, que como jefa del Teburash ejercia tambien funciones de chambelan y ayuda de camara.

Ziyam se dio cuenta de que, por debajo de la manta, tenia ambas manos entre los muslos, impregnadas de la calidez de sus ingles y de algo mas. ?Habria llegado a gemir en suenos imaginandose a Derguin?

Maldito seas mil veces, se dijo al recordar al causante de sus tormentos.

– Perdona, majestad. Ya ha pasado el mediodia.

Ziyam aparto la manta y se incorporo. Antea la ayudo a vestirse. En las cuevas de Acruria habria llevado una suave tunica, pero aqui, en campana, se puso un pantalon de montar y una camisa de lino, y sobre esta un jubon acolchado con el escudo de la dragona. Ropa demasiado calida para un dia de postrimerias de verano en aquel sequedal azotado por el sol, pero era una reina en guerra, y como tal debia ataviarse.

– Ya han empezado a traer el botin y lo estan clasificando, majestad. ?Quieres verlo?

– ?Por que no? Comprobemos que les gustaba robar a esos barbaros Aifolu.

– Por lo que parece, lo saqueaban todo, majestad. Odiaban las ciudades, pero no los refinamientos que encontraban en ellas.

Los despojos se hallaban en el compartimento mas amplio de la tienda, donde, segun les habian contado los prisioneros, Ulisha y el Enviado reunian a los generales y capitanes del Martal para hacerles beber una extrana pocima que aumentaba su valor y su agresividad antes del combate. Alli estaban tambien la tesorera y oficiales de las trece marcas del reino, anotandolo todo en rollos de papiro.

– Despidelas, Antea. Quiero ver esto a solas. Que se quede nada mas Yidharil.

– Majestad, tu madre siempre…

– Yo no soy mi madre. Acostumbrate a ello cuanto antes -replico Ziyam, que no queria rendir cuentas a nadie de lo que repartia o se quedaba para ella.

Era como un gran bazar, solo que sin vendedores pregonando sus mercancias. Ziyam se fijo en un vestido azul largo y entallado que sin duda realzaria el color de sus ojos y en una diadema de rubies que le vendria que ni pintada a su cabellera. Pero enseguida perdio la cuenta de las cosas que le llamaban la atencion. Paseo, se agacho, metio las manos en los cofres y dejo que las preseas y las monedas de oro resbalaran entre sus dedos.

Al pasar junto a un monton de cadenas y ajorcas de oro y plata, sintio algo extrano, un pequeno vuelco en el corazon, como si le hubiera dejado de palpitar un instante para luego acelerarse. Sin saber muy bien por que, se detuvo alli y abrio un hueco en la pila con la punta de la bota.

Debajo habia un escudo de madera, de forma vagamente triangular, con el lado superior recto y los otros dos redondeados. Tenia tres enormes rubies rojos encastrados, y en cada rubi habia tres diminutas perlas negras.

El escudo desprendia un intenso hedor. Ziyam lo levanto del suelo y examino su interior. Dentro habia restos de piel y de carne pegados. Tardo unos segundos en comprender que era una cara humana adherida a la madera.

– No se como puede haber llegado esta porqueria aqui, majestad -dijo Yidharil-. Ordene que le arrancaran los rubies y la tiraran, pero…

– ?Que clase de objeto es este? -Pese al olor, Ziyam era incapaz de apartar la mirada de aquella cara vista del reves, como un molde de cera.

– Segun los prisioneros, es la mascara que llevaba Yibul Vanash, el profeta al que llamaban el Enviado. Nadie llego a contemplar nunca su verdadero rostro.

– Pues yo lo tengo delante ahora mismo. Aunque, visto asi, es dificil imaginar como eran sus rasgos. -Le entrego la mascara a Yidharil-. Que le arranquen la carne y la limpien bien, y que me la traigan.

– Esta misma noche hare que…

– Media hora.

En el tiempo exigido, la tesorera le trajo de vuelta la mascara. Ziyam no habria sabido decir por que la queria, pero lo cierto era que al verla se habia olvidado de todos los tesoros, incluso de los vestidos que habia pensado en probarse.

– Han tenido que arrancar la carne con cuchillos, y luego la han limpiado a conciencia con un cepillo de crin - explico la tesorera.

Ziyam acerco la nariz. Solo olia a jabon. Era extrano, porque la madera suele retener los olores. Pero luego se percato de que en la parte interior del cambuj habia una superficie negra donde debia encajar el rostro. Su tacto era liso, como de metal, pero no tan frio, y estaba sembrada de minusculas puas doradas que dibujaban una extrana trama simetrica.

Al acercarse para examinar mejor aquellas puas, Ziyam sintio la extrana tentacion de ponerse la mascara. Acababan de arrancar de ella unos pingajos de carne y piel que una vez fueron el rostro de un hombre, lo que demostraba que no era precisamente inofensiva, y sin embargo el impulso de taparse la cara con ella resultaba tan intenso como una llamada.

De hecho, creyo oir una vocecilla, susurrante como el viento entre la nieve. Ziyam. Ziyam. No provenia de la mascara; sonaba dentro de sus oidos, como si aun hubieran quedado en ellos los restos del sueno.

– Acompaname -ordeno a Antea, y a Yidharil le dijo-: Sigue con el recuento del tesoro. Pero borra esta mascara de la lista.

– No estaba en ella, majestad.

– En tal caso, no la incluyas.

Ziyam se retiro a la alcoba y se sento en la cama. La tentacion era cada vez mayor. Si le hubieran puesto delante a Derguin, el objeto de su obsesion, no le habria hecho ningun caso. Solo tenia ojos para los tres rubies y las nueve perlas.

Ojos. Eso era. Comprendio que se trataba de tres ojos, cada uno con otras tantas pupilas. Los ojos del dios que exigia a los Aifolu sacrificar decenas de miles de vidas.

– Me la voy a poner, Antea.

– Majestad, es peligroso. Ya has visto lo que le hizo a la cara de ese hombre.

– ?Que sabes tu del Enviado, Antea?

– He oido que llevo esta mascara puesta durante anos. No se sabe como podia ver con ella, pero lo cierto era que se las arreglaba. Pese a que era cojo, dicen que nunca daba un traspie.

– Quiero saber que veia el Enviado.

– Esa mascara es un objeto demoniaco, majestad -dijo Antea, haciendo una higa contra los maleficios.

– No pienso dejarmela puesta durante anos, Antea. -Al lado de la cama habia una mesilla con un pequeno reloj de arena-. Dale la vuelta. Cuando la ampolleta de abajo marque la primera raya, quitamela.

Conteniendo el aliento, Ziyam se acerco la mascara al rostro. Entre las puas quedaban unos huecos. Comprendio que eran para los ojos. Al menos, no se clavaria en ellos aquellos pinchos. Estas cometiendo la mayor insensatez de tu vida, se dijo, pero sus manos habian cobrado voluntad propia y siguieron acercando la mascara a su rostro.

Cuando su piel entro en contacto con las puas estuvo a punto de gritar, pero descubrio que la voz no le brotaba de la garganta. Los pinchos, que no median mas de medio centimetro, se alargaron de repente y se clavaron en su rostro como finisimos punales, cientos de ellos, taladrando y hurgando sus mejillas, su frente y su nariz. Sintio un dolor tan intenso como cuando, a los quince anos, entro en la cueva sagrada y los tentaculos de Iluanka se clavaron en su cuerpo.

Pero el dolor desaparecio tan rapido como habia venido. Ziyam notaba las puas dentro de su carne, pero ahora en lugar de hacerle dano irradiaban un extrano cosquilleo. Los musculos de su rostro empezaron a moverse por si solos respondiendo a esas corrientes, como si los manejaran los hilos de un titiritero, y Ziyam escucho una voz que susurraba en tonos casi inaudibles. Se dio cuenta de que esa voz brotaba de su propia garganta y se modulaba en su boca, pero no era la suya. Pues la mascara se habia apoderado de su rostro.

?Quieres a ese hombre? Yo te lo dare. Te lo entregare para lo que tu quieras hacer con el. Amarlo, humillarlo, encadenarlo a tu lecho, torturarlo, convertirlo en tu rey, quemarlo en una pira.

?Que debo hacer?, quiso decir Ziyam, pero no era duena ni de su garganta ni de sus cuerdas vocales, y la pregunta quedo silenciada en su mente.

No importaba. La mascara sabia leer sus pensamientos.

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