En la calle, Brunetti, que llevaba traje de lana y un abrigo ligero para protegerse del frio de primera hora de la manana, se sorprendio al notar como habia subido la temperatura. Echo a andar por el muelle y cuando iba a torcer a la izquierda por la sucesion de calles que lo llevarian hasta Campo Santa Maria Formosa y Rialto, se paro bruscamente, se quito el abrigo y volvio a la questura. Cuando llego al edificio, los guardias de la puerta lo reconocieron y oprimieron el pulsador que abria las grandes puertas de cristal. Brunetti entro en el pequeno despacho de la derecha y vio a Pucetti sentado detras del escritorio, hablando por telefono. Al ver a su superior, Pucetti dijo rapidamente unas palabras, colgo y se puso en pie.

– Pucetti -dijo Brunetti, agitando una mano para indicar al joven que se sentara-, le dejare esto aqui un par de horas. Cuando vuelva lo recogere.

Pucetti, en lugar de sentarse, se adelanto y tomo el abrigo.

– Si me permite, dottore, lo subire a su despacho.

– No se moleste. Dejelo aqui.

– Preferiria no tenerlo aqui. Durante las ultimas semanas, han desaparecido varias cosas.

– ?Que? -pregunto Brunetti, sorprendido-. ?Del cuarto de guardia de la questura?

– Son ellos, comisario -dijo Pucetti senalando con un movimiento de la cabeza la interminable cola que partia del Ufficio Stranieri, en la que cientos de personas esperaban para rellenar los formularios que legalizarian su residencia en la ciudad-. Tenemos a muchos albaneses y eslavos, y ya sabe lo ladrones que son.

Si Pucetti hubiera dicho semejante cosa a Paola, ella le hubiera echado un buen rapapolvo, tachandolo de extremista y racista y senalando que todos los albaneses y todos los eslavos no eran ni esto ni aquello. Pero, como Paola no estaba y Brunetti, en general, mas bien compartia los sentimientos de Pucetti, se limito a dar las gracias al joven, y salio del edificio.

7

Cuando dejaba atras Campo Santa Maria Formosa, Brunetti recordo de pronto algo que el otono ultimo habia visto en Campo Santa Marina, por lo que corto hacia alli torciendo hacia la derecha nada mas entrar en el campo, algo mas pequeno que el anterior. Las jaulas metalicas ya estaban colgadas en la parte exterior de los escaparates de la tienda de animales. Brunetti se acerco, para ver si el merlo indiano seguia alli. Desde luego, alli estaba, en la jaula de arriba con sus plumas negras y lustrosas, y un ojo azabache vuelto hacia el.

Brunetti se acerco a la jaula, se inclino y dijo:

– Ciao.

Nada. Sin desanimarse, repitio:

– Ciao -alargando las dos silabas de la palabra. El pajaro salto nerviosamente de una barra paralela a la otra, se volvio y miro a Brunetti con su otro ojo. Brunetti miro en derredor y observo que una mujer de pelo blanco se habia parado delante de la edicola del centro del campo y lo miraba con extraneza. El, sin inmutarse, concentro la atencion en el pajaro-. Ciao -repitio.

De pronto, se le ocurrio que aquel podia ser otro pajaro; al fin y al cabo, un mirlo de la India de tamano mediano en poco debia de distinguirse de sus congeneres. Probo otra vez.

– Ciao.

Silencio. Decepcionado, dio media vuelta y sonrio ligeramente a la desconocida, que se habia quedado mirandolo desde el otro lado del campo.

Brunetti habia dado solo dos pasos cuando, a su espalda, oyo su propia voz que gritaba:

– Ciao -arrastrando la ultima letra, a la manera de los pajaros.

Giro sobre sus talones y volvio a ponerse delante de la jaula.

– Come ti stai? -pregunto esta vez, espero un momento y repitio la pregunta. Sintio, mas que vio, una presencia a su lado, volvio la cara y descubrio a la mujer del pelo blanco. El sonrio y ella sonrio a su vez-. Come ti stai? -volvio a preguntar al pajaro y, con fidelidad tonica absoluta, el pajaro le pregunto:

– Come ti stai? -en una voz identica a la suya.

– ?Que otras cosas dice? -pregunto la mujer.

– No lo se, signora. Esto es lo unico que yo le he oido.

– Es fantastico, ?verdad? -comento ella, y cuando el vio su sonrisa de puro deleite, le parecio que le habian quitado anos.

– Si, fantastico -dijo, y la dejo delante de la tienda diciendo al pajaro:

– Ciao, ciao, ciao.

Brunetti corto hacia Santi Apostoli y subio por Strada Nuova hasta San Marcuola, donde tomo el traghetto para cruzar el Gran Canal. Era tan brillante el reverbero del sol en el agua que Brunetti echo de menos las gafas ahumadas, pero ?quien iba a pensar, una humeda manana de principios de primavera, con aquella niebla, que se le reservaba a la ciudad este esplendor?

Una vez en el otro lado, torcio a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, siguiendo maquinalmente las instrucciones programadas en su cerebro durante decadas de caminar por las calles de la ciudad, para visitar a los amigos, acompanar a casa a las chicas, ir a tomar un cafe y los miles de cosas que hace un muchacho sin pensar en el punto de destino ni en el itinerario. No tardo en salir a Campo San Zan Degola. Brunetti no sabia si lo que se veneraba en la iglesia era el cuerpo decapitado de san Juan o era la cabeza. Le parecia que lo mismo daba.

El Salviati con el que se habia casado la muchacha era hijo de Fulvio, el notario, por lo que Brunetti sabia que la casa tenia que estar en la segunda calle de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. Y asi era: el numero era el que indicaba la guia telefonica, aunque alli vivian tres Salviati distintos. El timbre de mas abajo tenia la inicial E, y fue el que Brunetti pulso, mientras pensaba si la familia iba mudandose a los pisos altos a medida que los viejos se morian y los dejaban libres.

La puerta se abrio con un chasquido y el entro. Delante suyo se extendia un sendero que cruzaba un patio interior hasta una escalera. Alegres tulipanes lo bordeaban y un atrevido magnolio habia empezado a florecer en el centro del cesped situado a la izquierda del sendero.

Brunetti subio la escalera y, al llegar a la puerta que habia en lo alto, oyo abrirse la cerradura. Al otro lado, mas escaleras conducian a un descansillo en el que habia dos puertas.

La puerta de la izquierda se abrio y una muchacha salio al descansillo.

– ?Es el policia? He olvidado el nombre.

– Brunetti -dijo el, acabando de subir la escalera. Ella estaba delante de la puerta, sin expresion alguna en una cara que, de otro modo, hubiera podido ser muy bonita. Si el nino era suyo, y si era tan pequeno como indicaba su llanto, ella se habia dado buena prisa en devolver la esbeltez a su cuerpo joven, vestido con ajustada falda roja y jersey negro mas ajustado todavia. Su cara insulsa estaba rodeada de una nube de pelo negro y rizado que le caia hasta los hombros. La muchacha lo miraba con una falta de interes sorprendente.

Al llegar arriba, el dijo:

– Gracias por acceder a recibirme, signora.

Ella no abrio la boca ni se digno darse por enterada de sus palabras, y dio media vuelta para conducirlo por el apartamento, haciendo caso omiso de su «Permesso».

– Podemos hablar aqui -dijo por encima del hombro yendo hacia una gran sala de estar que se abria a su izquierda. En las paredes, Brunetti vio unos grabados que representaban escenas tan violentas que a la fuerza tenian que ser de Goya. Tres ventanas daban a un espacio interior que supuso seria el patio de la entrada. El muro que lo rodeaba quedaba excesivamente cerca. Ella se sento en el centro de un sofa bajo, exhibiendo mas muslo del que Brunetti estaba habituado a ver en una madre joven. Senalando el sillon que tenia delante, la muchacha pregunto:

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