Se oyo un clic, la comunicacion se corto.

El vello en la nuca de Victor se habia erizado como si el auricular le hubiese soltado una descarga electrica.

Se habia sentido pocas veces asi en su vida.

Las manos sudorosas le resbalaban por el volante, el pulso se le aceleraba cada vez mas, tenia un dolor en el pecho y le parecia que, por mucho esfuerzo que hiciera, no iba a poder llenar por completo los pulmones de aire. En Victor, tales sensaciones habian significado casi siempre una cita sexual.

Las raras ocasiones en las que habia salido con chicas con las que sabia, o sospechaba, que podia acabar en la misma cama habia experimentado una angustia similar. Por desgracia, o por fortuna, ninguna habia llegado a insinuarle nada, y las noches habian finalizado con un beso y un «te llamare».

?Y ahora? ?En que clase de cama podia acabar aquella noche? Su cita esa vez era nada menos que con Elisa Robledo.

Guau.

El ya habia estado en su casa, por supuesto (en realidad, eran amigos, o se consideraban asi), pero nunca a esas horas y casi siempre acompanado de otro colega, con el fin de celebrar algo (navidades, final de curso) o preparar algun seminario en comun. Llevaba sonando con un momento semejante desde que se habian conocido, hacia diez anos, en una inolvidable fiesta en el campus de Alighieri, pero jamas se lo habia imaginado de aquella forma.

Y habria jurado que no era sexo precisamente lo que le esperaba en casa de Elisa.

Se rio al pensarlo. La risa le sento bien, atenuo sus nervios. Imagino a Elisa en ropa interior abrazandolo al llegar, besandolo y diciendole sensualmente: «Hola, Victor. Captaste el mensaje. Pasa». La risa crecio en su interior como un globo que alguien inflara en su estomago, hasta que, a modo de estallido, retorno a su seriedad de siempre. Recordo todas las cosas que habia hecho, pensado o fantaseado desde que habia recibido la extrana llamada casi una hora antes: las dudas, titubeos, tentaciones de telefonearla y pedir una aclaracion (pero ella le habia dicho que no lo hiciera), el jeroglifico. Este ultimo era, paradojicamente, lo mas diafano de todo. Se acordaba muy bien de la solucion, pese a lo cual no habia dudado en buscarlo en el album de recortes correspondiente. Se habia publicado hacia poco, y mostraba una pierna humana con un trayecto venoso, un mono con ostensibles tetas y la silaba «SA». La pregunta era: «?Que quieres que haga?» En su dia no habia tardado ni cinco minutos en resolverlo. Las palabras «Vena», «Mica» (por hembra del mico, un nombre que habia hecho mucha gracia a Elisa) y «Sa» constituian la frase: «VEN A MI CASA».

Eso era facil. El problema, el temor que sentia, tenia otro origen. Se preguntaba, por ejemplo, por que Elisa no habia podido decirle a las claras que necesitaba que acudiera a su domicilio esa noche. ?Que le sucedia? ?Acaso habia alguien con ella (no, por Dios) que la estaba amenazando…?

Existia otra posibilidad. La que mas panico le daba. Elisa esta enferma.

Y aun habia una ultima, sin duda la mejor, pero tampoco le dejaba indiferente. Se la imaginaba asi: el llegaria a su casa, ella le abriria la puerta y tendria lugar una ridicula conversacion. «Victor, ?que haces aqui?» «Me dijiste que viniera.» «?Yo?» «Si: que hiciera lo que dice el jeroglifico.» «?No, por favor!», ella se partiria de risa. «?Te dije que hicieras el jeroglifico, o sea, que lo resolvieras esta noche!» «Pero me dijiste que no te llamase…» «Te lo dije para que no tuvieras que molestarte: yo pensaba llamarte despues…» El, quieto en el umbral, se sentiria estupido mientras ella seguiria riendose…

No.

Se equivocaba. Esa posibilidad era absurda.

A Elisa le pasaba algo. Algo terrible. De hecho, el sabia que llevaba pasandole algo terrible desde hacia anos.

Siempre lo habia sospechado. Como todos los seres reservados, Victor era un termometro infalible de las cosas que le interesaban, y pocas cosas le habian interesado mas en este mundo que Elisa Robledo Morande. La veia caminar, hablar, moverse, y pensaba: Le sucede algo. Sus ojos giraban como imanes tras el paso de su atletico cuerpo y su largo pelo negro, y no lo dudaba ni un segundo: Esconde un secreto.

Incluso creia saber de donde procedia ese secreto. La temporada de Zurich.

Atraveso una rotonda y penetro en la calle Silvano. Aminoro la velocidad y fue buscando un lugar libre para aparcar. No habia ninguno. En uno de los coches estacionados descubrio a un hombre tras el volante, pero este le hizo senas de que no pensaba marcharse.

Cruzo frente al portal de la casa de Elisa y siguio avanzando. De repente advirtio un sitio flamante, espacioso. Freno y puso la marcha atras.

En ese instante sucedio todo.

Poco despues se pregunto por que el cerebro tenia aquella forma especial de comportarse en los momentos extremos. Porque lo primero que penso cuando ella aparecio de improviso y golpeo la ventanilla del asiento contiguo no fue en la expresion despavorida de su rostro, tan blanco como un trozo de queso a la luz de la luna; tampoco en la manera que tuvo de entrar, casi saltando, cuando el le abrio la portezuela; ni en el gesto que hizo al mirar atras mientras le gritaba: «?Arranca! ?Rapido, por favor!».

No penso, igualmente, en el bullicio de bocinas que desato su violenta maniobra, ni en los faros que cegaron su retrovisor, ni en aquel chirrido de neumaticos que escucho detras y que le trajo a su memoria -extranamente- el coche aparcado con las luces apagadas y el hombre sentado al volante. Todo eso lo vivio, pero nada logro superar la barrera de su medula espinal.

Alli, en el cerebro, en el centro de su vida intelectual, solo alcanzaba a concentrarse en una cosa.

Sus pechos.

Elisa llevaba una camiseta escotada bajo la cazadora, una prenda rapida, descuidada, demasiado veraniega para el relente nocturno de marzo. Tras ella, sus redondos y magnificos pechos sobresalian de forma tan visible como si no llevara sujetador. Cuando se inclino en la ventanilla antes de entrar, el se los miro. Incluso ahora, con ella sentada a su lado, olfateando el olor a cuero de su cazadora y a gel perfumado de su cuerpo y sumido en un vertigo angustioso, no podia dejar de mirarlos de refilon, aquellos dulces y firmes senos.

No le parecio, sin embargo, un mal pensamiento. Sabia que era la unica forma que tenia su cerebro de volver a encajar el mundo en sus goznes tras haber sufrido la brutal experiencia de ver a su amiga y colega saltar al coche, agacharse en el asiento y gritarle instrucciones desesperadas. En ciertas ocasiones, un hombre necesita agarrarse a cualquier cosa para conservar la cordura: el se habia agarrado a los pechos de Elisa. Corrijo: me baso en ellos para calmarme.

– ?Nos… nos sigue alguien? -balbucio al llegar a Campo de las Naciones.

Ella torcia la cabeza para mirar atras, y al hacerlo proyectaba aquellos pechos hacia el.

– No lo se.

– ?Por donde voy ahora?

– Carretera de Burgos.

Y de repente ella se encorvo, y sus hombros se agitaron entre espasmos.

Fue un llanto terrorifico. Al verla, hasta la imagen de sus pechos se esfumo de la mente de Victor. Nunca habia visto llorar asi a un adulto. Se olvido de todo, tambien de su propio miedo, y hablo con una firmeza de la que el mismo se asombraba:

– Elisa, por favor, tranquilizate… Escuchame: me tienes a mi, siempre me has tenido… Voy a ayudarte… Sea lo que sea lo que te pase, te ayudare. Te lo juro.

Ella se recobro de repente, pero a el no le parecio que fuera efecto de sus palabras.

– Lamento haberte metido en esto, Victor, pero no he podido remediarlo. Tengo un miedo espantoso, y el miedo me vuelve rastrera. Me vuelve hija de puta.

– No, Elisa, yo…

– De todas formas -corto ella y echo su largo pelo hacia atras- no voy a perder el tiempo disculpandome.

Fue entonces cuando el se percato del objeto plano, alargado y envuelto en plastico que ella llevaba. Podia tratarse de cualquier cosa, pero la forma en que lo aferraba era intrigante: con la mano derecha cerrada en un extremo, la izquierda apenas rozandolo.

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