rostro palido y solemne reflejaba a traves de sus ojos verdes el fin de una tarea bien hecha.

– Se acabo, amo. Boso se ha ido al infierno. El padre Luke esta contento y tambien los ciudadanos. -Ranulfo se enderezo en su montura y escudrino entre las ramas que sobresalian de los arboles-. Al anochecer las noticias volaran por todo Epping. Los otros forajidos aprenderan a dejar Leighton en paz. Pero, vos, ?mantendreis vuestra promesa, amo?

Corbett cogio los guanteletes de su cinturon y se los puso.

– Si, mantendre mi promesa, Ranulfo. Dentro de una semana enviare a una comision de Array. Podras atrapar a todo hombre que viva oculto en los bosques y dar caza a los seguidores de Boso.

Ranulfo sonrio.

– ?Estas aburrido? -le pregunto Corbett.

La sonrisa desaparecio del rostro de Ranulfo.

– Amo, ya han pasado tres meses desde que dejasteis el servicio real. El rey os ha escrito cinco veces -Ranulfo vio el parpadeo de preocupacion en el rostro de su amo-. Pero si, me aburro -anadio sin dilacion-. Me gusta ser escribano real, amo, y estar ocupado en los asuntos de su majestad.

– ?Como en Escocia? -pregunto Corbett con severidad.

– Se trataba de una guerra, de luchar contra los enemigos del rey por tierra y mar. Hicimos un juramento.

Corbett estudio a Ranulfo, su fiel secuaz habia dejado de ser un joven imberbe para convertirse en un escribano muy ambicioso. Sacado de los barrios bajos de Londres, Ranulfo se habia reformado y ahora sabia frances, latin y conocia el arte de redactar y sellar correspondencia. En realidad, Ranulfo odiaba el campo, aborrecia la vida rural y se encontraba cada vez mas descontento. Corbett acabo de ponerse los guantes con cuidado.

– Podria escribir algunas cartas -se ofrecio-. El Rey volvera a admitir tus servicios. Podrias ostentar el alto oficio, Ranulfo.

– ?No digais estupideces!

Corbett sonrio. Se inclino y agarro a Ranulfo por la muneca.

– Cuando las tropas del rey saquearon Dundee -anadio-, vi el cadaver de una mujer con un nino entre sus brazos que no tendria mas de tres anos. ?Por el amor de Dios, Ranulfo!, ?como iban a ser enemigos del rey?

– Entonces, ?pensais que el rey deberia retirarse y abandonar su lucha por Escocia? -Ranulfo se echo hacia atras la capucha y se rasco la cabeza-. Algunos de los justicieros del rey podrian considerar vuestras palabras traicion.

– Solo creo que existe un camino mejor -replico Corbett-. La guerra ha dejado secas las arcas. Wallace todavia esta al frente de la rebelion: el rey deberia sentarse a negociar.

– ?Y por que no se lo decis al rey? -propuso Ranulfo-. ?Por que no volveis a su servicio? Dejadle claro que hariais lo que fuera menos librar una guerra contra Escocia.

– Ahora el que dice estupideces eres tu -Corbett agarro las riendas de su caballo-. Ya sabes, Ranulfo, que donde va el rey, va su escribano de confianza y no hay mas que hablar.

Corbett animo a su caballo a continuar. Ranulfo maldijo por lo bajo, se volvio a colocar la capucha y le siguio.

Apenas estaban llegando a las puertas de entrada del feudo cuando Corbett presintio que algo no andaba bien. Un techador, con un punado de paja en la espalda, aparecio en un lado del camino dando gritos y senalando el sendero que llevaba a la casa. Corbett acelero el trote. De repente aparecio de la nada una figura dando brincos y haciendo senas con la mano. Corbett tiro en seco de las riendas y se quedo mirando al senor de los caballos, Ralph Maltote, que lo sabia todo acerca de esos animales pero muy poco sobre la naturaleza humana. El rostro redondo y aninado de Maltote se veia acalorado y sudoroso. Respiro hondo y agarro las riendas del caballo de Corbett.

– Oh, no me digas que esta pariendo otra yegua -refunfuno Ranulfo-. Es lo unico que consigue emocionarte, Maltote.

– Es el rey. -Maltote se limpio la boca con la palma de la mano-. Sir Hugo, es el rey. Esta aqui con los condes de Surrey y Lincoln y otros. Lady Maeve los esta entreteniendo. Ella me envio a buscaros.

Corbett se inclino y le dio unas palmaditas en el hombro.

– Bueno, por lo menos no se trata de una yegua pariendo, Maltote. Eso seria demasiada emocion para un solo dia.

Corbett se adelanto al galope, con Maltote corriendo detras de el. Doblaron la curva del camino y se detuvieron: el amplio sendero de guijarros que llevaba a la puerta principal del feudo estaba abarrotado de soldados, criados, caballeros con banderas, todos vestidos con los trajes llamativos del rey Eduardo de Inglaterra. Los caballos no hacian mas que moverse bajo las ondulantes banderas y pendones con la insignia de los feroces leopardos dorados de los Plantagenet, cuartelados para exhibir las armas de Inglaterra, Francia, Escocia e Irlanda. Chambelanes y oficiales de la casa real daban voces intentando imponer orden. Los caballos de carga estaban sin trabar; las carretas y carros cubiertos, arrinconados en cualquier parte.

– Alli donde va el rey Eduardo -suspiro Corbett- se implanta el caos. -Desmonto, pasandole las riendas de su caballo a Maltote-. Ranulfo, sera mejor que te unas a nosotros.

Se dirigio hacia la casa, abriendose paso entre la bulliciosa multitud. De vez en cuando alguno de los caballeros le miraba y le saludaba, y Corbett le respondia. Subio las escaleras y atraveso la puerta medio abierta. Su hija pequena Eleanor estaba alli, dando brincos como un saltamontes. Era la viva imagen de Maeve, con sus cabellos dorados recogidos en trenzas sobre los hombros. El rostro de la pequena resplandecia de alegria mientras agarraba una muneca con fuerza entre los brazos, un regalo del rey.

– ?Mira, mira! -Se acerco bailando al lado de Corbett-. ?Mira, una muneca!

Corbett se arrodillo.

– Eleanor, estate quieta.

Pero la nina no dejaba de saltar de alegria entre sus brazos apretujando la carita pegajosa y acalorada contra la suya.

– ?Es una muneca, es una muneca!

Corbett contemplo el costoso juguete ataviado con suave tafetan.

– Si, tienes razon -suspiro cogiendo la mano de su hija-. Es una muneca y me recuerda a las damas de la corte del rey Eduardo. -Alzo la vista hacia la ninera, que permanecia inmovil cerca de ellos-. Llevadla a un sitio seguro -le susurro-. Y tened cuidado con los soldados. -Sonrio ante la perplejidad del rostro bronceado de la joven-. Mas de uno podria ofrecerse a besaros, Beatriz -le murmuro-, pero si habeis sobrevivido a Ranulfo…

Corbett reconocio esta vez la expresion de los ojos de la joven, que lanzo una mirada furibunda a Ranulfo.

– Si, ahora si creo que me habeis entendido -afirmo Corbett-. ?Y lady Maeve?

Beatriz senalo la puerta, ahora resguardada por dos soldados con las espadas desenvainadas. Corbett se dirigio al encuentro de su esposa; los soldados abrieron la puerta y entro en el salon principal. Justo al otro lado de la puerta se apinaba un grupo de caballeros y oficiales reales. Corbett se detuvo a saludarlos.

– Sir Hugo.

Un escribano de cabellos despeinados y con manchas de tinta se abrio paso hasta llegar a el. Corbett estrecho la mano de Simon, uno de los escribanos de confianza del rey. Simon movio la cabeza hacia el estrado donde estaban sentados el rey y dos condes que, sin percatarse de su llegada, seguian haciendo la corte a lady Maeve.

– Me alegro de veros, sir Hugo. -Simon se humedecio los labios-. El rey esta de buen humor: le han llegado buenas noticias de Escocia. Pero la pierna le duele y todavia se resiente del golpe que se dio al romperse una costilla. Su humor es tan variable como el tiempo.

– Entonces, por lo que veo, no ha cambiado mucho.

Corbett se abrio paso hasta llegar al otro lado del salon. En la mesa que habia sobre el estrado, tres hombres de cabellos grises vestidos con ropas sucias tras el viaje, con sus capas colgando de forma arrogante a su alrededor, solo tenian ojos para Maeve. Ella permanecia sentada como una reina en la silla de Corbett. Llevaba el cabello recogido con elegancia bajo un grinon de incrustaciones; su rostro, palido como el marfil, se habia ruborizado ligeramente mientras escuchaba algunas de las historias de Henry de Lacey, conde de Lincoln. A su otro lado, el rey Eduardo animaba a de Lacey a continuar.

– ?Vamos, Henry! -insto el rey aporreando la mesa-. ?Contadle lo que le dijo el fraile a la abadesa!

– ?Senor! -grito Corbett-. Supongo que no estareis corrompiendo a mi esposa con una de vuestras batallitas.

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