La senora de Sommieres no compartia el buen humor de Adalbert. Queria mucho a Aldo, cuya difunta madre era sobrina y ahijada suya. La noticia de su matrimonio con la viuda de su ex vecino y enemigo, sir Eric Ferrais, la habia consternado. Reconocia que Aldo, ante el abominable trato que le habian impuesto, [5] no habia tenido eleccion, pero, pese a la bendicion nupcial dada a la pareja, se negaba a considerar a la joven su sobrina.
«Los tribunales eclesiasticos no se han inventado para los perros —escribio a su sobrino cuando se entero de la noticia— y espero que no tardes en recurrir a ellos…»
Y eso fue lo primero que le pregunto a Morosini tras darle un beso, cuando llego a la calle Jouffroy:
—?Has presentado la solicitud de anulacion ante el tribunal de Roma?
—Todavia no.
—?Y por que, si puede saberse? ?Has cambiado de opinion?
—En absoluto, pero no he querido abrumar a esa desdichada en el momento en que su padre tiene que responder de sus crimenes ante la justicia inglesa. Confieso que me da un poco de pena.
—Con esas ideas nunca te libraras de ella. Y si lo ahorcan, ?tendras que consolarla?
—Espero que encuentre todo el consuelo necesario en su hermano. Dejare que se celebre el juicio y despues enviare la solicitud. A partir de ese momento podremos vivir cada uno por nuestro lado.
—Entonces ya puedes ir a redactarla y mandarla. No habra juicio.
El tono de la marquesa se tornaba dramatico y Aldo, divertido, penso que en algunos momentos su querida y anciana tia parecia mas que nunca una Sarah Bernhardt entrada en anos. No faltaba ningun detalle: voz profunda y vibrante, abundantes cabellos cuya blancura todavia mostraba algunos mechones rojos, sobre una mirada que conservaba toda su juventud. Hasta el vestido de corte «princesa», de moare violeta con una pequena cola, completaba la ilusion. La marquesa de Sommieres permanecia fiel a esa moda introducida hacia muchos anos por la reina Alejandra de Inglaterra y que la favorecia. Siempre llevaba una coleccion de collares de oro combinado con perlas, esmaltes o pequenas piedras preciosas, uno de los cuales sujetaba sus impertinentes y cuyos colores variaban segun el de la ropa. En aquellos momentos, sentada muy erguida en un sillon tapizado de terciopelo verde oscuro, recordaba a la vez un cuadro de La Gandara y el retrato de una emperatriz china que Aldo habia admirado un dia en la tienda de Gilies Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendome y un querido amigo.
Junto a esta soberana, su lectora —esclava y sin embargo pariente— tenia el aspecto de un dibujo al pastel en proceso de borrado de tan descolorida que estaba.
Era una solterona alta y delgada, provista de una cabellera rizada rubio claro, de parpados caidos bajo los que se resguardaban unos ojos que no acababan de decidirse entre el gris y el dorado, pero singularmente vivos en determinados momentos, y de una larga nariz puntiaguda que Marie-Angeline du Plan-Crepin se las ingeniaba como nadie para meterla en los asuntos de los demas. Liberada por su aspecto fisico de toda preocupacion sobre su vida sentimental, esta sorprendente persona gustaba de inmiscuirse con discrecion en lo que no le incumbia y desarrollaba unas cualidades dignas del mejor servicio secreto. En este papel de detective, ya habia hecho mas de un favor a Morosini, que sabia apreciarlo. Hacia ella tendio con majestuosidad la senora de Sommieres una mano:
—?Plan-Crepin! ?El periodico!
Marie-Angeline saco de la nada —aunque seguramente fue de un bolsillo invisible de su amplia falda— lo que se le pedia: un ejemplar del
—?Sus antepasados? —exclamo Aldo—. ?Ese viejo farsante no tiene ni uno alli! Era ruso.
—Si consiguio apropiarse del apellido y del titulo, tal vez tambien adquirio el panteon familiar —sugirio Adalbert mientras ofrecia a la senora de Sommieres una copa de champan, su bebida favorita y diaria cuando anochecia.
Aldo miro la fecha del periodico.
—Es de anteayer —dijo.
—Pero lo compre ayer —senalo Marie-Angeline—, Las publicaciones inglesas tardan un dia en llegar a Paris.
—Si, ya lo se. Pero no es eso lo que me intriga. ?Cuando me has dicho que Anielka llego aqui? —pregunto Aldo, volviendose hacia su amigo.
—Hace cinco dias, creo.
—Cinco dias, en efecto —confirmo Plan-Crepin.
Y acto seguido preciso que su atencion se habia visto atraida, hacia principios de la semana anterior, por cierta animacion que se habia producido en la casa vecina, deshabitada desde la muerte de sir Eric Ferrais salvo por la presencia de un guardes y su mujer. No una gran agitacion, desde luego, sino los ruidos caracteristicos que se hacen al abrir ventanas, levantar persianas y hacer limpieza.
—Pensamos —dijo la senora de Sommieres— que estaban preparando la casa con vistas a la visita de un posible comprador, pero Plan-Crepin se entero de una cosa en su centro de informacion preferido.
El centro en cuestion no era otro que la misa de las seis de la manana en la iglesia de Saint-Augustin, donde se encontraban las almas mas piadosas de la parroquia, entre las que habia numerosas senoritas de compania, ayas, cocineras y doncellas de un barrio rico y burgues. A fuerza de asiduidad, Marie-Angeline habia acabado por hacer amistades de las que obtenia informacion, la cual habia resultado utilisima varias veces en el pasado. En esta ocasion, el chismorreo procedia de una prima de la guardesa de la mansion Ferrais que servia en la avenida Van-Dyck, en casa de una vieja baronesa que la empleaba unicamente para que alimentara a sus numerosos gatos y jugara con ella al tric-trac.