Terminaron de cenar y, cuando el paso de los grandes caballos de la marquesa anuncio que el coche habia llegado —fiel al arte de vivir de su juventud, la senora de Sommieres solo utilizaba el «coche de petroleo» cuando no le quedaba mas remedio y unicamente concebia sus desplazamientos por la ciudad con un tiro de alta calidad —, Aldo fue a su habitacion a fin de cambiarse el esmoquin por unas prendas mas practicas para viajar en el suelo de un cupe. Cogio un maletin con sus utiles de aseo, bajo la escalera y, tras asegurarse de que no habia ni un alma en la calle, se metio en el coche, que Cyprien habia tenido la precaucion de no detener junto a una farola. Unos minutos mas tarde, las dos damas, escoltadas por Adalbert, se reunieron con el. No tardaron en llegar a la calle Alfred-de-Vigny, donde el pasajero clandestino se apeo tranquilamente en el patio de la mansion Sommieres, una vez cerrado el portalon.
Como era demasiado temprano para ir a acostarse, despues de instalar a tia Amelie en el pequeno ascensor que le ahorraba subir la escalera se dirigio al invernadero, situado a continuacion del gran salon, para tomarse una copa mientras reflexionaba.
Tenia una sensacion extrana. Dos anos antes, mas o menos por esas fechas, se encontraba en el mismo lugar ardiendo en deseos de invadir la mansion vecina para llevarse a la dama que ocupaba sus pensamientos, la encantadora y fragil Anielka Solmanska, a quien un padre avido y autoritario habia entregado al Minotauro del trafico de armas, el rico y poderoso Eric Ferrais, mucho mayor que ella. [7] Ahora, el decorado quiza no habia cambiado, pero los personajes, en cambio, habian sufrido una singular transformacion. Eric Ferrais habia pagado con su vida un amor que, sin ser senil, era excesivamente tardio. En cuanto a la mujer tan ardientemente codiciada entonces, habia sido necesario un innoble chantaje para que el, Morosini, acabara aceptandola cuando ya no quedaba nada, absolutamente nada, de una de esas pasiones violentas y efimeras que se consumen por si solas.
Esa noche, sin embargo, ella estaba de nuevo alli, detras de las paredes de doble grosor, haciendo Dios sabe que, durmiendo quizas, aunque era poco probable, pues tenia mas bien habitos nocturnos. En Venecia, cuando no salia —casi siempre sola, ya que Aldo no mostraba ningun interes en consagrar mediante su presencia una union que no deseaba—, la luz permanecia encendida hasta muy tarde en su habitacion, donde charlaba con Wanda, su doncella, fumando, jugando a las cartas e incluso bebiendo champan, lo que provocaba en Celina una colera contenida.
—?No solo es una zorra sino que encima bebe! —refunfunaba la fiel cocinera—. ?Una princesa Morosini borracha, lo nunca visto!
En realidad, Anielka debia de beber moderadamente, pues su comportamiento diurno nunca se resentia de sus libaciones nocturnas.
Hablando de alcohol, Aldo se sirvio otra copa, pero no volvio a sentarse. Dominado por un subito deseo de comprobar que pasaba en la mansion vecina, abrio despacio la cristalera, bajo los peldanos y camino hasta el final del jardin a fin de observar la fachada. Tal como imaginaba, habia luz en dos de las ventanas de la planta baja, las que, por lo que recordaba, iluminaban un saloncito. La decision de Aldo fue inmediata: ?habia ido a ver y veria! Entro para dejar la copa y luego se dirigio sin hacer ruido hacia los setos de rododendros, hortensias y alhenas que trazaban, junto con una corta verja contra la pared, la frontera entre las dos mansiones contiguas.
No era la primera vez que cruzaba esa muralla vegetal. Ya lo habia hecho la noche en que Eric Ferrais celebraba su compromiso con la bella polaca, y fue precisamente en aquella ocasion cuando estuvo a punto de caerle encima de la cabeza Adalbert Vidal-Pellicorne, invitado de la fiesta pero ocupado en los balcones del primer piso en unas actividades que no tenian mucho que ver con el comportamiento normal de un hombre de la buena sociedad. [8]
Nada de tal indole habia que temer esta vez: Adalbert debia de estar preparandose para emprender el viaje a Londres.
Una vez que hubo saltado por encima de los arbustos sin hacer ruido, Morosini se acerco a las ventanas con paso sigiloso. El espectaculo que descubrio tenia algo de apacible, casi familiar: Anielka, con un cigarrillo entre los dedos, estaba sentada en un sofa con las piernas recogidas bajo el cuerpo, en una postura habitual en ella. Hablaba con alguien a quien Aldo no vio enseguida. Penso que se trataba de Wanda, pero, para asegurarse, se desplazo hasta la ventana de al lado y alli contuvo a duras penas una exclamacion: sentado en un sillon y fumando tambien, habia un hombre, y ese hombre no era otro que John Sutton, el hijo bastardo, el enemigo jurado de Anielka, el hombre que afirmaba tener la prueba de su culpabilidad en el asesinato de su marido. ?Que hacia alli, instalado como en su casa, sonriendo incluso a esa joven, a la que parecia mirar con placer? Es cierto que, fiel a su imagen, Anielka estaba preciosa con un vestido de crespon de China rosa pastel bordado con perlitas brillantes, apenas mas largo que una camisa y que no evocaba el luto ni por asomo. Camisa, por cierto, no llevaba: unos finisimos tirantes sostenian la seda del vestido sobre unos pechos libres de toda traba.
Las ventanas estaban cerradas, de modo que era imposible oir lo que se decian aquellos dos, tanto mas cuanto que no debian de hablar muy alto. Tan solo la risa de Anielka logro atravesar el cristal. De pronto, la escena cambio: Sutton apago el cigarrillo medio consumido en un cenicero, se levanto, se acerco al sofa y asio las dos manos de la joven para hacerla levantarse, tras lo cual la abrazo con una fogosidad que expresaba elocuentemente el deseo que sentia.
Mientras Sutton hundia la cara en el delgado cuello, ella se abandono a su abrazo, pero cuando el intento apartar la fragil barrera del vestido, ella lo rechazo, atenuando su gesto con una sonrisa y un suave beso en los labios. Luego, cogiendolo de la mano, se dirigio con el hacia la puerta y la abrio antes de apagar la luz. Al cabo de un momento, la ventana del balcon central, en el primer piso, se iluminaba: la que Aldo sabia que correspondia al dormitorio de lady Ferrais.
Morosini se quedo inmovil, sorprendido el mismo de su falta de reaccion. Esa mujer, «su» mujer segun la ley, estaba acostandose con otro hombre y lo unico que eso le inspiraba era una vaga colera neutralizada por la repugnancia. En una situacion normal, deberia haber roto los cristales de la ventana, haberse abalanzado sobre la pareja para separarla y haber grabado a punetazos su resentimiento en la cara de su rival. Pero en las circunstancias actuales Sutton no era su rival, puesto que el ya no estaba enamorado, no era sino un pobre imbecil mas que habia caido, como el mismo, en la trampa de una sirena poco corriente que utilizaba su cuerpo como quien toca la guitarra.
Por el momento, mas valia no manifestarse y observar de cerca los tejemanejes de aquel par.
Una idea cruzo de pronto la mente de Aldo mientras este se abria de nuevo paso entre los arbustos floridos: Adalbert salia unas horas mas tarde para ver a Gordon Warren. Era preciso que supiera que John Sutton se habia pasado al bando enemigo. Eso podia evitar muchos tropiezos y quiza ser de alguna utilidad al superintendente.
De vuelta en territorio Sommieres, encontro a Marie-Angeline sentada en la escalera, sujetandose las rodillas con los brazos. Deberia haberse figurado que no iria a acostarse antes de que el regresara.
—?Ha descubierto algo?
—Si…, y se trata de algo que he de hacer saber a Vidal-Pellicorne. ?El telefono sigue en casa del guardes?