sanear el territorio predilecto de las ratas y los parasitos. Solo se habian salvado las sinagogas y el pequeno ayuntamiento donde se trataban los asuntos internos de la ciudad judia. No obstante, en menos de treinta anos el nuevo barrio habia conseguido recuperar su pintoresquismo de antano gracias a sus casas estrechas, pegadas unas a otras, sus grandes adoquines mal unidos, sus locales de ropavejeros, de zapateros remendones, de chamarileros y de vendedores de comestibles, sus pasajes abovedados y sus escaleras exteriores con ropa tendida. Olores de col, de cebollas cocidas y de sopa de nabo se mezclaban con tufaradas menos nobles, aunque ante los lugares de oracion el que predominaba era el de incienso.

Todavia presa de sus dudas, Morosini se disponia a cruzar el muro del viejo cementerio, cuyas lapidas grises, que parecian apoyarse unas en otras o empujarse entre macizos de jazmin o de sauco, le daban el aspecto de un mar cuyas olas hubieran sido inmovilizadas por un genio, cuando de pronto vio a un hombre vestido de negro, con el pelo trenzado bajo un sombrero redondo, que salia de la sinagoga y cerraba cuidadosamente la puerta con una enorme llave. Morosini se acerco.

—Perdone que lo aborde asi, pero ?es usted el rabino Liwa?

Por debajo del reborde del sombrero negro, el hombre escruto aquel rostro desconocido antes de responder:

—No. Solo soy su indigno servidor. ?Que quiere de el?

El tono hostil no tenia nada de alentador. Aldo, sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.

—Tengo que entregarle una carta.

—Demela.

—Debo entregarsela en mano, y puesto que usted no es el rabino…

—?De quien es esa carta?

Aquello era mas de lo que Morosini estaba dispuesto a soportar.

—Empiezo a creer que efectivamente es usted un servidor «indigno». ?Como se permite inmiscuirse en el correo de su senor?

Entre los tirabuzones de cabello negro, el hombre se puso muy colorado.

—?Que quiere, entonces?

—Que me lleve a su casa…, esa —dijo el principe, senalando la construccion que ya sabia que era la del rabino—. Y, por supuesto —anadio—, que rae conduzca a su presencia si el rabino accede.

—Venga.

Mirandola mas de cerca, la casa parecia mucho mas vieja que las vecinas. Sus paredes tenian ese gris profundo que aportan los siglos y sus ventanas, con cristales de color emplomados, eran ojivales, mientras que una estrella de cinco puntas, deteriorada por el paso del tiempo, marcaba la puerta baja que el hombre abrio con una llave casi tan grande como la de la sinagoga. Morosini penso que aquella vivienda debia de haberse salvado de la demolicion.

Siguiendo a su guia, subio una estrecha escalera de piedra que se elevaba en torno a un pilar central, pero cuando llegaron ante una puerta pintada de un rojo apagado y provista de pernios de hierro, el hombre rogo al visitante que le diera la carta y esperase alli.

—Detras de esa puerta solo estan sus manos. Le aseguro por mi salvacion que nadie mas la tocara.

Sin contestar, Aldo le dio lo que pedia y se apoyo en la escalera de piedra para aguardar. La espera fue breve. La puerta no tardo en abrirse y su guia, con un respeto inesperado, se inclino ante el y lo invito a entrar.

La sala que Morosini descubrio ocupaba toda la planta, como en la Edad Media, pero la similitud no acababa ahi. Pese a que en el exterior hacia sol, altas y gruesas velas colocadas en candelabros de hierro de siete brazos iluminaban una estancia que, a causa de sus bovedas negras y sus estrechas ventanas con cristales amarillos y rojos emplomados, realmente lo necesitaba. Habia alli un hombre, anacronico tambien, que debia de resultar imposible olvidar una vez que lo habias visto: muy alto —sobre todo tratandose de un judio—, muy delgado, de hombros huesudos desde los que caia hasta el suelo una larga tunica negra, cabellos blancos y tambien largos, brillantes como la plata, y tocado con un casquete de terciopelo; pero lo mas impresionante era sin duda su rostro barbudo, arrugado, y sobre todo sus ojos oscuros, profundamente hundidos en las orbitas, de mirada ardiente.

El gran rabino permanecia en pie junto a una larga mesa que sostenia libros de magia y un viejo incunable con cubiertas de madera, el Indraraba, el Libro de los Secretos. Se decia que ese hombre no pertenecia a este mundo, que conocia el lenguaje de los muertos y sabia interpretar las senales de Dios. No lejos de el, sobre un atril de bronce, el doble rollo de la Tora descansaba dentro de un estuche de piel y de terciopelo bordado en oro.

Morosini avanzo hasta el centro de la sala y se inclino con tanto respeto como si estuviera ante un rey, se incorporo y permanecio inmovil, consciente del examen al que estaban sometiendolo aquellos ojos relucientes.

Jehuda Liwa dejo sobre la mesa la tarjeta del baron Louis y, con su larga y blanca mano, indico un asiento a su visitante.

—Asi que eres tu el enviado —dijo en un italiano tan perfecto que Morosini se quedo maravillado—. Eres tu el que ha sido elegido para buscar las cuatro piedras del pectoral.

—Eso parece, en efecto.

—?Como llevas la busqueda?

—Tres piedras han sido puestas ya en manos de Simon Aronov. La cuarta, el rubi, es la que estoy buscando aqui y para la que necesito ayuda. Tambien la necesitaria para localizar a Simon, al que no se que le ha pasado, y no le oculto que estoy muy preocupado por el.

Una leve sonrisa relajo un poco las facciones severas del gran rabino.

—Tranquilizate. Si el dueno del pectoral hubiera dejado de ser de este mundo, yo estaria informado de ello. De todas formas, el sabe desde hace tiempo, como tambien tu debes de saberlo, que su vida pende de un hilo. Hay que rezar a Dios para que ese hilo no se rompa antes de que haya realizado su tarea. Es un hombre de un inmenso valor.

—?Sabe donde esta? —pregunto Morosini casi timidamente.

—No, y no intentare averiguarlo. Creo que se esconde y que su voluntad debe ser respetada. Volvamos al asunto del rubi. ?Que te hace pensar que esta aqui?

—En realidad, nada… O todo…, todo o que he podido averiguar hasta el dia de hoy.

—Cuentame. Dime lo que sabes.

Morosini hizo entonces un relato lo mas completo y detallado posible de su aventura espanola, sin omitir nada, ni siquiera el hecho de que habia permitido a un ladron conservar el fruto de su robo.

—Quiza repruebe mi comportamiento, pero…

Liwa resto importancia al hecho haciendo un rapido ademan.

—Los asuntos policiales no me incumben. Y a ti tampoco. Ahora dejame pensar.

Transcurrieron largos minutos. El gran rabino se habia sentado en su alto sillon de madera negra y, con una mano en la barbilla, parecia perdido en una ensonacion.

Salio de ella para ir a consultar un rollo de grueso papel amarillento, que cogio de una estanteria situada detras de el y desenrollo con ambas manos. Al cabo de un momento, lo dejo en su sitio y dijo a su visitante:

—Esta noche, a las doce, haz que te lleven al castillo real. A la derecha de la verja monumental encontraras, en un hueco, la entrada de los jardines. Alli me reunire contigo.

—?El castillo real? Pero… ?no es ahora la residencia del presidente Masaryk?

—Te cito ahi precisamente para evitar la entrada principal y a los centinelas. De todas formas, el edificio al que iremos esta muy apartado de la sede de la Republica. Voy a llevarte al pasado y no tendremos nada que temer del presente… Ahora vete, y se puntual. A las doce.

—Alli estare.

Morosini se encontro en el exterior con la impresion de regresar de esa inmersion en el pasado que le habian anunciado para la noche. La animacion de la calle lo ayudo a recuperarse. Se encontro con un mercado, una sorprendente mezcla de ropavejeros, verduleros, musicos ambulantes, zapateros remendones, vendedores de pollos y una infinidad de pequenos oficios mas, como en Whitechapel, pero el esplendido sol, los arboles cargados de hojas y los saucos en flor del viejo cementerio ponian una nota alegre y aportaban una gracia que no poseia el

Вы читаете El Rubi­ De Juana La Loca
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату