Mientras doblaba el papel para meterlo en el sobre, anadio:
—Al llegar he visto a una florista junto al teatro. ?Le importaria ir a comprar dos docenas de rosas para unirlas al mensaje? Yo tengo que irme.
La importancia del nuevo billete aparecido entre los dedos de aquel hombre tan seductor amplio mas la sonrisa de la mujer. Esta lo cogio todo e hizo una pequena reverencia.
—Lo hare, senor, no se preocupe. Aunque es una lastima que no pueda quedarse hasta el final. Promete ser triunfal.
—Me lo imagino, pero no siempre puede uno hacer lo que desea. Gracias por su amabilidad.
Al entrar en el coche, Aldo dejo escapar un suspiro de alivio. La reaccion de Ida le importaba un comino; no tenia ninguna intencion de volver a verla. Lo que contaba era estar a medianoche junto a la entrada del castillo real. En ese momento oyo sonar las once en el historico reloj y penso que llegaria muy pronto, pero era preferible eso que hacer esperar a Jehuda Liwa. Asi tendria tiempo para buscar un lugar tranquilo donde aparcar el coche.
Se puso en marcha despacio para seguir escuchando el debil eco de la musica. En Praga, ademas, igual que en Viena, siempre habia una melodia, el eco de un violin, de una flauta de Pan o de una citara flotando en el aire, y ese no era uno de sus menores encantos. Con todas las ventanillas bajadas, Aldo aspiro los olores de la noche, pero penso que el tiempo podria muy bien estropearse. En el cielo, todavia claro cuando habia llegado al teatro, estaban acumulandose pesadas nubes. Ese dia habia hecho calor y el sol, al ponerse, no habia abierto la puerta al fresco. El lejano rugido de un trueno anunciaba que se preparaba una tormenta, pero Morosini no le concedio ninguna importancia. Intuia que una aventura fuera de lo comun lo esperaba y sentia una excitacion secreta nada desagradable. Ignoraba por que el rabino lo llevaba alli, pero el hombre era en si mismo tan fabuloso que el no habria cedido su lugar ni por todo un imperio.
Mientras el pequeno Fiat subia las cuestas del Hradcany, Aldo tenia ya la impresion de estar sumergiendose en un mundo desconocido y enigmatico. Las calles oscuras, tan silenciosas que el ruido del motor producia una sensacion de incongruencia, apenas estaban iluminadas por antiguas farolas muy separadas unas de otras. Arriba de todo, el inmenso castillo de los reyes de Bohemia dibujaba una masa negra. De vez en cuando, los faros iluminaban el doble fulgor de los ojos de un gato. Hasta que no llego a la plaza Hradcanske, donde se encontraban las verjas monumentales del castillo, Morosini no tuvo la impresion de regresar al siglo XX: unas farolas iluminaban los ocho grupos escultoricos situados sobre las columnas repartidas a lo largo de la verja con el monograma de Maria Teresa, asi como las garitas de rayas grises y blancas que albergaban a los centinelas encargados de la proteccion del presidente.
Poco deseoso de atraer la atencion de los soldados, Morosini aparco el coche junto al palacio de los principes Schwarzenberg, lo cerro y subio hacia el hueco donde se abria la doble arcada que conducia a los jardines, cerrados tambien por verjas. Por extrano que pareciera, ese era el lugar de la cita, y Aldo se dispuso a esperar fumando un cigarrillo tras otro. Al principio, el silencio le parecio total; luego, poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, empezaron a llegarle ligeros ruidos: los lejanos de la ciudad al borde del sueno, el vuelo de un pajaro, el maullido de un gato. Y despues empezaron a caer gotas de lluvia en el mismo momento en que, en alguna parte situada hacia el norte, un relampago iluminaba el cielo como un punado de magnesio ardiendo. En ese preciso instante, la catedral de San Vito dio las doce, la verja giro sobre sus goznes de hierro sin hacer ruido y la larga silueta negra de Jehuda Liwa aparecio. El gran rabino indico por senas a Morosini que se acercara. Este tiro el cigarrillo y obedecio. Detras de el, la verja se cerro sola.
—Ven —murmuro el gran rabino—. Dame la mano.
La oscuridad era profunda y hacian falta los ojos de la fe para orientarse a traves de esos jardines poblados de estatuas y de pabellones.
Sujeto por la mano firme y fria de Liwa, Aldo llego a una escalera monumental que atravesaba los edificios del palacio. Mas alla habia un gran patio dominado por las agujas de la catedral, cuyo portico principal quedaba justo frente a la boveda, pero Morosini apenas tuvo tiempo de situarse, pues enseguida cruzaron una puerta baja en lo que reconocio como la parte medieval del castillo. Como habia estado por la tarde, tenia aun los recuerdos muy frescos y sabia que se dirigian hacia la inmensa sala Vladislav, que ocupaba todo el segundo piso del edificio. El guia habia dicho que era la sala profana mas grande de Europa, y ciertamente recordaba bastante el interior de una catedral, con su alta boveda de caprichosas nervaduras, autenticos entrelazados vegetales, complicados y sin embargo armoniosos. Era una joya del gotico flamigero, aunque sus altas ventanas exhibian ya los colores del Renacimiento.
—Los reyes de Bohemia y mas tarde los emperadores recibian aqui a sus vasallos —dijo el gran rabino sin tomarse la molestia de bajar la voz—. El trono estaba colocado contra esa pared —anadio, senalando la pared del fondo.
—?Que hacemos aqui? —pregunto Morosini con voz queda.
—Hemos venido a buscar la respuesta a la pregunta que me has hecho esta manana: ?que hizo el emperador Rodolfo con el rubi de su abuela?
—?En esta sala?
—A mi entender, es el lugar mas apropiado. Ahora, calla, y veas lo que veas, oigas lo que oigas, permanece en silencio y tan inmovil como si fueras de piedra. Ponte junto a esa ventana y mira, pero piensa solo en esto: un sonido, un gesto, y eres hombre muerto.
La tormenta ya se habia desencadenado e iluminaba intermitentemente la sala, pero los ojos de Morosini se habian acostumbrado a la oscuridad.
Pegado al profundo vano de una de las ventanas, Aldo vio a su companero situarse en medio de la sala, a unos diez metros de la pared desnuda ante la que en otros tiempos se hallaba el trono de un imperio. De su larga tunica, saco varios objetos: primero una daga, con ayuda de la cual trazo en el aire un circulo imaginario cuyo centro era el; despues, cuatro velas que se encendieron solas y que el coloco sobre las baldosas, al norte, al sur, al este y al oeste de su posicion. Las inmensas lianas de la boveda parecieron cobrar vida propia, como si una cuna de ramas acabara de nacer sobre ese sacerdote de otra epoca.
El rabino habia dejado de moverse. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, se hallaba inmerso en una profunda meditacion que se prolongo varios minutos. Por fin, tras erguir el cuerpo por completo, echo la cabeza hacia atras, levanto los dos brazos en vertical y pronuncio con voz potente lo que al observador mudo le parecio una suplica en hebreo. Luego bajo los brazos, irguio la cabeza e inmediatamente tendio hacia la pared la mano derecha con los dedos separados, en un gesto imperioso, y pronuncio lo que tanto podia ser un llamamiento como una orden. Entonces sucedio algo increible. Sobre esa pared desnuda se dibujo una forma, borrosa e imprecisa al principio, como si las piedras emitieran una luz oscura. Un cuerpo inmaterial dentro de unos ropajes rojos y, sobre el, un rostro doliente: el de un hombre de facciones grandes, medio ocultas por una barba y un largo bigote de un rubio rojizo que enmarcaban unos labios duros. Los rasgos llenos de nobleza expresaban sufrimiento y la mirada sombria parecia anegada de lagrimas, pero sobre la frente de la aparicion se distinguia la forma vaga de una corona.
Entre el gran rabino y el espectro se entablo un extrano dialogo casi liturgico en una lengua eslava de la que Morosini, fascinado y aterrado a la vez, no entendio una sola palabra. Los responsorios se sucedian, algunos largos pero la mayoria cortos. La voz de ultratumba era debil, la de un hombre en el limite de sus fuerzas. El brazo tendido del rabino parecia arrancarle las palabras. Las ultimas fueron pronunciadas por este y, por su dulzura, por la compasion que expresaban, Aldo comprendio que, ademas de ser una oracion, estaban destinadas a proporcionar sosiego. Por fin, lentamente, muy lentamente, Jehuda Liwa bajo el brazo. Al mismo tiempo, el fantasma parecio disolverse en la pared.
Solo se oia el rugido de los truenos alejandose. El gran rabino estaba inmovil. Con las manos cruzadas sobre el pecho, seguia rezando, y Morosini, en su rincon, susurro mentalmente las palabras del