barrio judio ingles. Vago un rato entre aquel animado desorden, entro, llevado por la costumbre, en la tienda de un chamarilero que parecia un poco menos mugrienta que las demas —habia encontrado algunas veces objetos sorprendentes en establecimientos de ese tipo—, regateo por seguir la tradicion el precio de un frasco de cristal de Bohemia, de un bonito rojo intenso, declarado del siglo XVIII cuando en realidad era del XIX pero que merecia ser comprado. Como buen veneciano, le gustaban los objetos de cristal y no tenia inconveniente en admitir que en Francia o en Bohemia podian encontrarse piezas tan bonitas como en Murano.
Cuando el reloj del campanario dio las doce del mediodia, Morosini se pregunto si debia ir a comer al hotel. La respuesta fue que no: regresar al hotel era exponerse a caer en las garras del americano. Se decidio por la cerveceria Mozart, la mas bonita de la Ciudad Vieja. Los planes que hizo para la tarde, mientras degustaba un
Y desde el bar era perfectamente posible vigilar la salida del hotel.
De pronto, la mirada de Aldo se detuvo en un pequeno cartel colocado dentro de un marco de madera barnizada. Anunciaba una representacion de
Y como era la sala donde la obra habia sido estrenada en 1787, sin duda seria una velada memorable.
—?Cree que sera posible aun encontrar localidades? —Depende de cuantas.
—Solo una.
—Si, me extranaria mucho que el senor viera frustrado su deseo. Si se hospeda en un gran hotel, el recepcionista podria encargarse de hacer la reserva.
—Buena idea. Llame por telefono al Europa.
Al cabo de un momento, Morosini tenia su entrada, remataba la comida con un cafe honorable y despues pedia un coche. Empezo por hacerse llevar al Teatro de los Estados para localizar el emplazamiento y luego, desde alli, directamente a la entrada del castillo real. Como poseia un sentido muy fino de la orientacion, estaba seguro de recordar el camino solo con recorrerlo una vez. Y esa noche, la unica solucion para no despertar la curiosidad de nadie seria ir en su propio coche.
La tarde paso deprisa. Para un amante del arte, la visita de la colina real poseia ingredientes de sobra para contentar hasta a los mas exigentes, sin contar la admirable vista sobre la «ciudad de las cien torres», cuyos tejados de cobre, que el tiempo habia cubierto de cardenillo, conservaban en algunos puntos algo del brillo que habia dado a Praga el sobrenombre de la Ciudad Dorada. Los pocos edificios modernos se fundian con el esplendor de las antiguas construcciones y la larga curva del Moldava, con sus viejos puentes de piedra y sus islas verdeantes, formaba alrededor de los barrios antiguos una cinta azulada a la que el sol hacia lanzar destellos. La capital bohemia parecia un inocente ramo de flores. Sin embargo, Morosini sabia que esa ciudad siempre habia atraido las manifestaciones de lo sobrenatural. Las tradiciones paganas se habian mezclado alli con las de la Cabala judia y con las creencias mas oscuras del cristianismo. Habia sido el refugio de los brujos, los demonios, los magos y los alquimistas que las riquezas minerales de la tierra hacian proliferar. En cuanto a ese palacio rodeado de jardines en lo alto de la colina, era el lugar idoneo para seducir a un emperador enamorado de la belleza, la fantasia y los suenos, pero temeroso tanto de los hombres como de los dioses y cuya primera juventud, pasada en la lugubre corte de su tio, Felipe II de Espana, e iluminada por las llamas de las hogueras de la Inquisicion, habia predispuesto a la melancolia y a la soledad y que detestaba mas que cualquier otra cosa el ejercicio del poder. No obstante, ese soberano casi ajeno a su funcion inspiraba un prodigioso respeto a sus subditos. Ello se debia especialmente a su majestad natural, a la nobleza de sus actitudes, a su silencio, pues hablaba poco, y sobre todo a su mirada enigmatica, cuya verdad nadie era capaz de descifrar. Una cosa era segura: ese hombre jamas habia conocido la felicidad, y la presencia del rubi malefico entre sus fabulosos tesoros quiza no fuera ajena a ello.
Morosini iba pensando en el de regreso al Europa. Y estaba tan cautivado por la magia que emanaba de lo que habia visto y volveria a ver en el corazon de la noche que habia olvidado al americano. Sin embargo, alli estaba, instalado en el bar. Cuando Aldo lo vio era demasiado tarde, pero, gracias a Dios, Aloysius parecia haber encontrado otra victima: estaba hablando con un hombre delgado y moreno, de tipo mediterraneo.
Mientras se precipitaba hacia el ascensor, Aldo tuvo la fugaz impresion de que lo habia visto en alguna parte, pero habia conocido a tantas personas diferentes en sus numerosos viajes que no intento ahondar en la cuestion.
Cuando bajo al vestibulo, Butterfield, con el que se encontro de cara, miro estupefacto sus seis pies de aristocratico esplendor antes de exclamar:
—
—Como ve, voy a salir. Y permitame no hacer publicas mis citas.
—Si, si, por supuesto. Paselo bien —gruno el americano, decepcionado.
El automovil, pedido por telefono, esperaba delante del hotel. Aldo se sento al volante, encendio un cigarrillo y arranco con suavidad. Unos instantes despues, aparcaba delante del teatro, donde entro al mismo tiempo que un publico elegante que no tenia nada que envidiar al que frecuentaba la Opera de Paris, de Viena y de Londres o su querido teatro de la Fenice de Venecia. La sala era deliciosa con sus tonos verde y oro, un poco pasados, aunque eso hacia el encanto todavia mas presente. En cambio, cuando consulto el programa Morosini reprimio un juramento: la cantante que interpretaba el papel de Zerlina era el ruisenor hungaro que durante unas semanas lo habia ayudado a sobrellevar el tedio a finales del invierno del ano anterior. De repente lamento que el recepcionista del hotel le hubiera conseguido, gracias a su celo, un sitio tan bueno: si Ida se percataba de su presencia, llegaria a Dios sabe que conclusion en su propio beneficio y el tendria todas las dificultades del mundo para librarse de ella.
Estuvo a punto de levantarse para buscar otro asiento, pero la sala ya estaba llena. En cuanto a marcharse, no podia andar recorriendo cervecerias o tabernas vestido de etiqueta. Pero no tardo en tranquilizarse: la dama que se sento a su lado, acompanada de un caballero menudo e incoloro, era una persona imponente, desbordante a la vez de exuberantes carnes y de plumas negras que debian de haber pertenecido a una manada entera de avestruces. Pese a su altura, Morosini desaparecio parcialmente detras de esa pantalla providencial, se sintio a gusto y pudo disfrutar apaciblemente de la divina musica del divino Mozart. Al menos hasta el final del entreacto.
Cuando se encendieron las luces de la sala, se apresuro a salir para tomar en el bar una copa acompanada de unas pastas saladas —no habia tenido tiempo de cenar—, pero, desgraciadamente, cuando volvio a su sitio encontro a una acomodadora que le entrego una nota dirigiendole una mirada de complicidad: lo habian pillado.
?Menudo desastre! Si
No obstante, se obligo a mantener la calma, espero a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que dona Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria
—Por favor, ?podria llevarle esto a Fraulein De Nagy cuando la funcion haya terminado?
En el reverso de la nota que habia recibido, escribio rapidamente unas palabras: