nos vengara.

Aldo se encogio de hombros y le volvio la espalda.

—?Ah, si? ?Eso ya lo veremos! No cuentes demasiado con esa idea consoladora para hacer mas llevadera la muerte. Pero has hecho bien en prevenirme. —Luego, dirigiendose a Simon, anadio—: Por cierto, ?me permite que le haga una pregunta sobre el gran rabino de Praga?

—No puedo negarle nada…, pero hagala deprisa. Estoy deseando acabar con este amasijo de carne y huesos.

—?Como es que Jehuda Liwa y usted nunca han estado en contacto, a pesar de que el le conoce y esta al corriente de su mision?

—Nunca he querido recurrir a el para no ponerlo en peligro. Es demasiado importante para Israel, porque es el sumo sacerdote, el dueno natural del pectoral. A partir de este momento tendran que obedecer sus ordenes… Ahora deben buscar la puerta oculta…

Trato de incorporarse, pero los huesos rotos le arrancaron un grito de dolor. Aldo lo tomo entre sus brazos con una infinita dulzura por la que recibio una mirada de agradecimiento.

—La cortina de terciopelo negro… entre las dos bibliotecas… Descorrala, Adalbert.

—Detras solo esta la pared —dijo este, obedeciendo—. Y una estrecha vidriera.

—Cuente cinco piedras debajo de la esquina izquierda… de la vidriera y busque un saliente en la sexta… Cuando lo haya encontrado, presione.

Todos miraban ahora a Adalbert, que seguia punto por punto las instrucciones del Cojo. Oyeron un ligero chasquido y a continuacion una abertura en la pared dejo pasar el aire frio de la noche.

—Muy bien —susurro Simon—. Ahora… la bomba. Retire el hachero que esta mas cerca del arcon de hierro… y la alfombra que esta debajo.

—Hay una trampilla.

—El artefacto esta ahi… Traigalo.

Al cabo de un momento, el egiptologo saco un paquete compuesto de varios cartuchos de dinamita y un detonador provisto de un mecanismo de relojeria y lo dejo sobre la mesa de marmol.

—?Que hora es? —pregunto Simon.

—Las ocho y media —dijo Aldo.

—Bien…, pongan el reloj… a las nueve menos cuarto…, pulsen el boton rojo… y vayanse lo mas deprisa que puedan.

Un espasmo de dolor le hizo retorcerse entre los brazos de Aldo.

—?Un cuarto de hora? —protesto este—. ?Quiere seguir sufriendo todo ese tiempo?

—Si…, si…, porque el… va a sufrir una agonia todavia peor… ?Vayanse!… Adios…, amigos, y gracias. Si les gusta algo de aqui…, cojanlo, y recen por mi…, sobre todo cuando Israel recupere su tierra… ?Oh, Dios mio!… Suelteme, Aldo.

Morosini obedecio. Simon, con la frente impregnada de sudor, jadeaba y no podia contener los gemidos.

—No iran a dejarme aqui —dijo Solmanski—. Soy rico, ya lo saben, y ustedes van a tener que poner dinero de su bolsillo para llevar adelante este asunto. Yo les dare…

—?Usted no va a darnos nada! —lo interrumpio Aldo—. ?Le prohibo que me insulte!

—Pero yo no quiero morir… ?Comprendanlo! No quiero…

Por toda respuesta, Adalbert amordazo al prisionero con una bufanda que habia en el suelo. Despues empezo a apagar las velas.

—Pulsa el boton —le dijo a Aldo, que miraba sufrir al Cojo con lagrimas en los ojos—. Y haz ya lo que estas pensando, si no te tiembla la mano.

Morosini volvio la cabeza hacia el. Solo cruzaron una breve mirada. Despues, el principe activo el mecanismo mortal y por ultimo, empunando el revolver, en el que quedaba una bala, lo acerco a la cabeza del hombre que mas respetaba en el mundo y disparo. El cuerpo torturado se distendio. El alma, liberada, ya podia elevarse.

—Vamos —lo apremio Adalbert—. Y no olvides el rubi.

Aldo se guardo el collar en el bolsillo y salio mientras su amigo apagaba las ultimas velas. La puerta se cerro sobre aquel panteon donde aun quedaba un hombre vivo.

Se encontraron entre montones de piedras desprendidas y, tras haber corrido unas decenas de metros, se volvieron para contemplar lo que pensaban que era una capilla. Para su gran sorpresa, no vieron mas que un tumulo de tierra, piedras y malas hierbas, y ni rastro de ninguna abertura.

—?Increible! —susurro Vidal-Pellicorne—. ?Como consiguio hacer una instalacion asi?

—De el no me extrana nada. Era un hombre prodigioso y jamas agradecere bastante al Cielo el haberme permitido conocerlo.

Aldo tenia unas ganas terribles de llorar, y seguro que no era el unico, pues Adalbert acababa de sorber varias veces por la nariz. Busco la mano de su amigo y la estrecho brevemente.

—Vamonos, Adal. No tenemos mucho tiempo, eso va a estallar de un momento a otro.

Echaron a correr hacia donde se veian algunas luces, quiza las ultimas casas de Varsovia. No tardaron en llegar a una carretera bordeada de arboles ya pelados, tras los cuales brillaban las aguas oscuras de un curso de agua que Aldo reconocio de inmediato.

—Es el Vistula, y esta carretera es la de Wilanow, que debe de estar a nuestra espalda. Llegaremos enseguida a la ciudad y…

El ruido de la explosion lo dejo sin habla. Detras de ellos, el cielo se ilumino. Luego, un surtidor de llamas y de chispas broto del corazon del tumulo. Aldo y Adalbert se santiguaron al unisono. No porque creyeran que el hombre que acababa de pagar por sus crimenes y sus fechorias tuviera alguna posibilidad de redimirse, sino por simple respeto por la muerte, fuese de quien fuese.

—Me pregunto —dijo Vidal-Pellicorne— que pensaran de este extrano tumulo los arqueologos que trabajen en el proximamente o dentro de muchos anos.

—Digamos que se encontraran con algunas sorpresas.

Los dos hombres prosiguieron su camino en silencio.

A la manana siguiente, impacientes por desembarazarse de la piedra asesina, partieron para Praga.

Esa misma noche, a la misma hora en que Morosini y Vidal-Pellicorne llamaban a la puerta del gran rabino en la calle Siroka, en Venecia, Anielka y Adriana Orseolo se sentaban para cenar en el salon de las Lacas. Las dos solas.

Se habian separado en Stresa, donde Adriana habia pasado un dia antes de regresar a Venecia, mientras que su «prima» habia tomado el tren para reunirse con su hermano en Zurich. A su regreso a orillas del Gran Canal, Anielka se habia apresurado a invitar a cenar «en su casa» a la mujer que se habia convertido en su mejor amiga. Sus relaciones, entabladas para complacer a Solmanski padre, en otros tiempos amante de Adriana, asi como para contrariar a Morosini, se habian transformado poco a poco en una complicidad afectuosa.

Esa cena, que la «princesa» habia anunciado a Celina en el tono altivo habitual en ella, marcaria un profundo cambio en sus costumbres: convencida de que Aldo tardaria en liberarse de las garras de la policia helvetica y habiendo, por otra parte, arrojado al rostro de un esposo al que detestaba la mascara de paciencia que siempre habia llevado ante el, Anielka pensaba comportarse en lo sucesivo como duena y senora del palacio. Si Aldo conseguia volver antes del nacimiento del bebe, no podria sino inclinarse ante el hecho consumado: su reputacion estaria destrozada —Anielka y su «querida amiga» iban a encargarse de eso—, seria padre y no tendria mas remedio que resignarse. Esa nueva situacion era lo que iban a celebrar en la intimidad, en espera de la gran cena que la «princesa Morosini» pensaba ofrecer pronto a su camarilla de amigos internacionales y a algunos venecianos bien escogidos, es decir, suficientemente arruinados para estar dispuestos a convertirse en los cantores laudatorios de una mujer a la vez rica, generosa y guapa.

—Dare esa gran cena dentro de quince dias —dijo a «su cocinera»—. Despues tendre que pensar en el nino que va a nacer y cuidarme. Pero, para esta cena con la condesa Orseolo, quiero cocina francesa y champan… Ni se le ocurra servirme sus guisotes italianos, los detesto, y haria bien en olvidarse de ellos.

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