muy consciente de la alta y silenciosa figura cuyo brazo rozaba el suyo. Mantuvo la mirada fija en la rejilla del ascensor, pero su olfato percibia el perfume de la senorita Etienne, sutil y un tanto exotico, aunque tan leve que quiza ni siquiera se tratase de un perfume, sino tan solo de un jabon caro. Todo lo que envolvia a la senorita Etienne le parecia caro a Mandy: el lustre apagado de la blusa, que solo podia ser de seda; la doble cadena y los pendientes de oro; y la chaqueta de punto colgada informalmente de los hombros, que poseia la fina suavidad del cachemir. Pero la proximidad fisica de su companera y el mero despertar de sus sentidos, estimulados por la novedad y la excitacion que le provocaba Innocent House, le dijeron algo mas: que la senorita Etienne no se encontraba comoda. Era ella, Mandy, la que hubiera debido estar nerviosa. En cambio notaba que la atmosfera de la claustrofobica cabina, que ascendia dando sacudidas con exasperante lentitud, retemblaba de tension.

Se detuvieron con un estremecimiento brusco y la senorita Etienne descorrio las puertas de rejilla doble. Mandy se encontro en una estrecha antecamara con una puerta delante y otra a la izquierda. La puerta de enfrente estaba abierta y la joven pudo ver una gran sala completamente llena de estanterias metalicas, repletas de carpetas y legajos, que iban del suelo al techo y se extendian en hileras desde las ventanas hasta la puerta, dejando apenas el sitio justo para pasar entre ellas. El aire olia a papel viejo, rancio y mohoso. Mandy siguio a la senorita Etienne por entre los extremos de las estanterias y la pared hasta llegar a una puerta mas pequena, esta vez cerrada.

La senorita Etienne hizo una pausa y anuncio:

– Aqui es donde el senor Dauntsey trabaja en los expedientes. Lo llamamos el despachito de los archivos. Dijo que dejaria la cinta sobre la mesa.

A Mandy le parecio que la explicacion era innecesaria y estaba mas bien fuera de lugar, y que la senorita Etienne vacilaba un instante con la mano sobre el pomo antes de hacerlo girar. Luego, con un gesto brusco, casi como si esperara encontrar resistencia, abrio la puerta de par en par.

El hedor salio a su encuentro como un espectro maligno: el familiar olor humano del vomito, no muy intenso, pero tan inesperado que Mandy retrocedio instintivamente. Mirando por encima del hombro de la senorita Etienne, abarco con un primer golpe de vista un cuarto pequeno con el suelo de madera sin alfombrar, una mesa cuadrada a la derecha de la puerta y una sola ventana alta. Bajo la ventana habia un estrecho sofa cama, y sobre la cama una mujer tendida.

No habria hecho falta ningun olor para que Mandy supiera que estaba contemplando la muerte. No grito - nunca habia gritado por miedo ni a causa de un sobresalto-, pero un puno gigante enfundado en un guante de hielo le aferro y retorcio el corazon y el estomago de tal modo que empezo a temblar con violencia, como una nina rescatada de un mar helado. Ninguna de las dos hablo, pero ambas se acercaron a la cama -Mandy pegada a la espalda de la senorita Etienne- con pasos sigilosos, casi imperceptibles.

La mujer yacia sobre una manta a cuadros y habia cogido la almohada de debajo para recostar en ella la cabeza, como si aun en los instantes postreros de conciencia hubiera necesitado esta ultima comodidad. Junto a la cama habia una silla sobre la que descansaban una botella de vino vacia, un vaso sucio y un frasco grande con tapon de rosca. Bajo ella habian colocado un par de zapatos de cordones de color marron, el uno junto al otro. Mandy penso que quiza se los habia quitado porque no queria ensuciar la manta. Pero la manta estaba sucia, al igual que la almohada. Un rastro de vomito, como la baba de un caracol gigante, se adheria a la mejilla izquierda y volvia rigida la almohada. La mujer tenia los ojos entreabiertos y en blanco, y su cabellera gris, peinada con flequillo, apenas estaba desordenada. Llevaba un jersey marron de cuello alto y una falda de tweed de la que sobresalian, como un par de palos, dos piernas flacas extranamente torcidas. El brazo izquierdo estaba extendido hacia fuera, casi tocando la silla, y el derecho reposaba sobre el pecho. Antes de morir, la mano derecha habia estrujado la fina lana del jersey y habia tirado de el hacia arriba, dejando al descubierto unos centimetros de camiseta. Junto al frasco de pildoras vacio habia un sobre cuadrado con unas palabras escritas en vigorosa caligrafia negra.

– ?Quien es? -susurro Mandy con tanta reverencia como si estuviera en la iglesia.

La senorita Etienne hablo con voz serena.

– Sonia Clements. Una editora de la casa.

– ?Iba a trabajar para ella?

Mandy se dio cuenta de que la pregunta era irrelevante nada mas hacerla, pero la senorita Etienne respondio:

– Por algun tiempo, si, pero no mucho. Se marchaba a final de mes.

Recogio la carta como si quisiera sopesarla entre las manos. Mandy penso: «Querria abrirla, pero no delante de mi.» Al cabo de unos segundos, la senorita Etienne observo:

– Dirigida al juez. Resulta evidente lo que ha ocurrido, aun sin esto. Lamento que haya sufrido este sobresalto, senorita Price. Ha sido una falta de consideracion por su parte. Si alguien quiere matarse, deberia hacerlo en su casa.

Mandy penso en la callejuela de Stratford East, la cocina compartida, el unico cuarto de bano y su reducida habitacion en la parte de atras de una casa en la que seria tener mucha suerte encontrar suficiente intimidad para tragarse las pildoras, por no hablar de morir a causa de ello. Se obligo a mirar de nuevo la cara de la mujer. Sintio el impulso repentino de cerrarle los ojos y la boca, que habia quedado ligeramente abierta. De modo que eso era la muerte; o, mejor dicho, eso era la muerte antes de que los de la funeraria te pusieran las manos encima. Mandy solo habia visto a otra persona muerta: su abuela, pulcramente amortajada con un volante en torno al cuello, empaquetada en el ataud como una muneca en una caja para regalo, curiosamente disminuida y con una apariencia mas sosegada de lo que jamas habia tenido en vida, cerrados los brillantes e inquietos ojos, las manos siempre afanosas recogidas por fin en quietud. De subito el pesar cayo sobre ella en un torrente de compasion, liberada tal vez por la conmocion tardia o por la repentina y viva memoria de una abuela a la que habia querido. Al sentir el primer hormigueo calido de las lagrimas, no supo bien si eran por la abuela o por aquella desconocida que yacia en tan indefensa y desgarbada postura. Mandy lloraba pocas veces, pero cuando lo hacia sus lagrimas eran incontenibles. Temiendo desacreditarse, se esforzo por recobrar la compostura y, al mirar en derredor, sus ojos se posaron en algo familiar, nada amenazador, algo que podia manejar, una garantia de que existia un mundo ordinario que seguia su curso fuera de aquella celda de la muerte. Encima de la mesa habia una pequena grabadora.

Mandy se acerco y cerro la mano sobre ella como si de un icono se tratara.

– ?Es esta la cinta? -pregunto-. ?Es una lista? ?La quiere tabulada?

La senorita Etienne la contemplo en silencio durante unos instantes y al fin contesto:

– Si, tabulada. Y por duplicado. Puede utilizar el ordenador que hay en el despacho de la senorita Blackett.

En aquel momento Mandy tuvo la certeza de que habia conseguido el empleo.

2

Quince minutos antes, Gerard Etienne, presidente y director gerente de Peverell Press, salia de la sala de juntas para regresar a su despacho de la planta baja. De pronto se detuvo, retrocedio hacia la sombra, con movimientos graciles como los de un gato, y se quedo mirando desde detras de la balaustrada. Bajo el, en el vestibulo, una muchacha giraba lentamente con los ojos vueltos hacia el techo. Llevaba unas botas negras y acampanadas por arriba que le llegaban hasta el muslo, una falda corta y cenida de color pardo y una chaqueta de terciopelo de un rojo apagado. Un brazo flaco y delicado se mantenia alzado para sostener en su lugar un insolito sombrero que parecia confeccionado en fieltro rojo. Era de ala ancha, arrufaldado por delante, y estaba decorado con una extraordinaria coleccion de objetos: flores, plumas, cintas de saten y encaje e incluso pequenos fragmentos de vidrio que, al girar, chispeaban, rutilaban y resplandecian. Hubiera debido presentar un aspecto ridiculo, con esa cara afilada e infantil semioculta bajo desordenados mechones de pelo oscuro y coronada por tan estrafalaria prenda. Sin embargo, resultaba encantadora. Se encontro sonriendo, casi riendo, y de repente se apodero de el una locura que no habia experimentado desde que tenia veintiun anos: el impulso de echarse a correr escaleras abajo, cogerla entre los brazos y llevarsela danzando sobre el suelo de marmol hasta cruzar la puerta principal y llegar a la orilla del centelleante rio. La muchacha termino de dar la vuelta y siguio a la senorita Blackett por el vestibulo. El aun permanecio inmovil irnos instantes, saboreando este arrebato de locura que, asi

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