fondo que ponia de relieve la sencillez y fragilidad de la figura. Su palido rostro formaba un ovalo perfecto; la nariz era estrecha y la boca, delicada; y bajo las finas cejas arqueadas los ojos de pesados parpados contemplaban al nino con una expresion de resignado asombro. Una ondulada melena rojiza caia desde la ancha y tersa frente hasta la mantilla azul y las delicadas manos, con los dedos rozandose apenas en un gesto de oracion. El Nino la miraba con los brazos en alto, como prefigurando su crucifixion. San Jose, vestido de rojo, estaba sentado en la parte derecha del retablo: un sonoliento guardian, prematuramente envejecido y encorvado sobre un baston.

Dalgliesh y el sacerdote guardaron silencio por unos instantes. El padre Martin no volvio a hablar hasta que hubo apagado la luz y Dalgliesh se pregunto si el sacerdote se sentia incapaz de mantener una conversacion mundana mientras el retablo obraba su magia.

– Los expertos parecen coincidir en que es un autentico Rogier Van der Weyden, pintado entre 1440 y 1445. En los dos paneles que faltan seguramente habia santos con las caras del donante y su familia.

– ?Cual es su procedencia? -pregunto Dalgliesh.

– La senorita Arbuthnot lo dono al seminario un ano despues de su fundacion. Queria que estuviera en el altar, y nosotros nunca consideramos la posibilidad de cambiarlo de sitio. Fue mi predecesor, el padre Nicholas Warburg, quien llamo a los expertos. Le interesaba mucho la pintura, en particular el Renacimiento holandes, y sentia una natural curiosidad por saber si era autentico. En el documento con el que acompanaba el regalo, la senorita Arbuthnot se limitaba a describirlo como parte de un triptico que mostraba a santa Maria y san Jose, quizas atribuible a Rogier Van der Weyden. No puedo por menos de pensar que habria sido mejor dejar las cosas asi. Ahora disfrutariamos de la obra sin estar obsesionados por su seguridad.

– ?Como llego a manos de la senorita Arbuthnot?

– Se lo compro a una familia de terratenientes que se deshizo de algunas obras de arte para mantener sus fincas, o algo por el estilo. No creo que pagase mucho por el. Se ignoraba su autoria, pero de no haber sido asi, en 1860 este pintor no gozaba de su fama actual. Para nosotros es una gran responsabilidad, desde luego. Se que el archidiacono opina que deberian llevarselo de aqui.

– ?Adonde?

– A una catedral, quiza, donde seria posible adoptar mejores medidas de seguridad. O incluso a una galeria o un museo. Creo que hasta le ha insinuado al padre Sebastian que deberiamos venderlo.

– ?Y donar el dinero a los pobres? -pregunto Dalgliesh.

– Bueno, a la Iglesia. Su otro argumento es que deberia estar al alcance de mas gente. ?Por que anadir este privilegio a los muchos que tenemos en este pequeno y remoto seminario?

No habia resentimiento en la voz del padre Martin. Dalgliesh permanecio en silencio y hubo una larga pausa antes de que su acompanante agregara, como si temiese haber ido demasiado lejos:

– Son razones validas. Quizas habria que tenerlas en cuenta, pero es dificil imaginar la iglesia sin esta pieza en el altar. La senorita Arbuthnot la dono para que la pusiesemos aqui, y creo que deberiamos negarnos en redondo a que se la lleven. Yo me libraria de buena gana de El juicio final, pero no de este retablo.

En cuanto dieron media vuelta, Dalgliesh comenzo a reflexionar sobre cuestiones mas mundanas. No le habria hecho falta escuchar a sir Alred para saber que el seminario se encontraba en una dificil posicion. ?Que futuro habia a largo plazo para Saint Anselm cuando sus valores chocaban con las ideas eclesiasticas dominantes, educaba a solo veinte alumnos y se hallaba en un sitio apartado e inaccesible? Si su porvenir estaba en juego, sin duda la muerte de Ronald Treeves inclinaria la balanza en su contra. Y si el seminario cerraba, ?que sucederia con el Van der Weyden, los demas objetos valiosos donados por la senorita Arbuthnot y el propio edificio? Al recordar la fotografia de la mujer, costaba creer que no hubiese previsto esta contingencia, aunque de mala gana y tomando precauciones para evitarla. Uno volvia, como de costumbre, a la cuestion primordial: ?quien se beneficiaria del cierre? A Dalgliesh le habria gustado formularsela al padre Martin, pero decidio que seria una falta de tacto y que no estaban en el lugar apropiado. Sin embargo, en algun momento habria que plantearla.

10

La senorita Arbuthnot les habia puesto a los cuatro apartamentos para invitados los nombres de los cuatro doctores de la Iglesia occidental: Gregorio, Agustin, Jeronimo y Ambrosio. Tras esta muestra de erudicion teologica y la decision de que las casas para el personal se llamarian San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, por lo visto se habian quedado sin inspiracion, de manera que las habitaciones de los alumnos en los claustros norte y sur se identificaban por numeros, un sistema menos imaginativo pero mas practico.

– Tu solias alojarte en Jeronimo -senalo el padre Martin-. Supongo que lo recordaras. Ahora alberga una cama de matrimonio, asi que estaras comodo. Es el segundo apartamento despues de la iglesia. Me temo que no podre darte una llave, pues no incluimos en nuestras costumbres cerrar las habitaciones de los huespedes. Este es un lugar seguro. Si tienes documentos que preferirias poner a buen recaudo, los guardaremos en la caja fuerte. Espero que te sientas como en tu casa, Adam. Observaras que hemos cambiado los muebles desde tu ultima visita.

Asi era, en efecto. La salita, otrora un acogedor aunque abarrotado deposito de muebles dispares y viejos que parecian los restos de los mercadillos beneficos de la iglesia, era ahora tan funcional como el estudio de un universitario. No habia un solo detalle superfluo; un estilo sencillo y moderno habia reemplazado a la originalidad. El mobiliario se componia de una mesa con cajones -que bien cumplia las funciones de escritorio- ante la ventana con vista al oeste; dos sillones, uno a cada lado de la estufa de gas; una mesa auxiliar, y una estanteria. A la derecha de la chimenea, sobre la encimera de formica de un armario, reposaba una bandeja con un hervidor electrico, una tetera y dos tazas con sus respectivos platos.

– En ese armario hay un refrigerador pequeno donde la senora Pilbeam te dejara una botella de leche al dia - indico el padre Martin-. Como veras cuando subamos, hemos instalado una ducha en el dormitorio. Antes, como recordaras, habia que cruzar los claustros para acceder a uno de los cuartos de bano de la casa principal.

Dalgliesh lo recordaba. Uno de los placeres de su estancia en el seminario consistia en salir en bata al aire fresco de la manana, con una toalla sobre los hombros, para ir al cuarto de bano, o bien recorrer los setecientos metros que lo separaban de la playa para darse un chapuzon antes de desayunar. La pequena y moderna ducha era un burdo sustituto.

– Si no te molesta -dijo el padre Martin-, me quedare aqui mientras deshaces tu equipaje. Quiero ensenarte un par de cosas.

El dormitorio estaba amueblado con la misma sencillez que la salita de abajo. Una cama doble de madera, una mesilla de noche con una lampara, un armario empotrado, una estanteria y un sillon ocupaban la habitacion. Dalgliesh abrio su bolsa y colgo el unico traje que habia juzgado oportuno llevar consigo. Despues de lavarse rapidamente, se reunio con el padre Martin, que contemplaba el paisaje por la ventana. Ante la presencia de Dalgliesh, el sacerdote extrajo un papel doblado del bolsillo de su sotana.

– Lo escribiste cuando tenias catorce anos y yo no te lo envie porque no sabia como te sentaria descubrir que lo habia leido. Durante todo este tiempo lo he conservado, pero quizas ahora quieras recuperarlo. Cuatro versos; supongo que es un poema.

Una suposicion infundada, penso Dalgliesh. Reprimio una protesta y acepto el papel. ?Que indiscrecion, verguenza o veleidad juvenil resucitarian, muy a su pesar, esas lineas? La vision de su propia letra -a un tiempo familiar y extrana, vacilante e informe pese a la aplicada caligrafia- lo impulso hacia el pasado con mas fuerza que cualquier fotografia antigua, ya que era mucho mas personal. Resultaba dificil creer que la mano infantil que se habia movido sobre esa cuartilla era la misma que ahora la sostenia.

Leyo los versos en silencio:

Desconsolados

«Otro dia precioso», dijiste al pasar
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