– Lo siento, he sido impulsivo y cruel. Me he expresado de forma inapropiada en el sitio menos indicado. ?Nos vamos?
Se disponia a tenderle la mano, pero cambio de idea. Caminaron en silencio junto a la pared norte hasta la puerta de la sacristia. El padre Sebastian se detuvo de repente.
– Hay alguien mas con nosotros -dijo-. No estamos solos.
Ambos aguzaron el oido y permanecieron inmoviles durante algunos segundos.
– No oigo nada -repuso el archidiacono-. Es obvio que la iglesia esta vacia. Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada con llave, y la alarma conectada. No hay nadie mas.
– Desde luego. ?Quien iba a entrar? Ha sido solo una impresion.
El padre Sebastian activo de nuevo la alarma, cerro la puerta de la sacristia, y ambos salieron al claustro norte. Aunque se habian disculpado, los dos habian dicho cosas que jamas olvidarian. El padre Sebastian estaba indignado consigo mismo por haber perdido el control. Tanto el como el archidiacono se habian propasado, y sin embargo su responsabilidad era mayor porque habia descuidado sus obligaciones de anfitrion. Al fin y al cabo, Crampton se habia limitado a repetir lo que pensaban y decian otros. Le invadio una profunda angustia, acompanada de un sentimiento menos familiar y mas intenso que la mera aprension. Era miedo.
20
El te de los sabados en Saint Anselm constituia una costumbre informal: la senora Pilbeam lo preparaba y lo servia en la sala de los estudiantes, al fondo del edificio, a aquellos que habian indicado que estarian presentes. El numero casi siempre era pequeno, sobre todo si habia un partido de futbol que mereciese verse a una distancia razonable del seminario.
Eran las tres de la tarde y Emma, Raphael Arbuthnot, Henry Bloxham y Stephen Morby holgazaneaban en la sala de la senora Pilbeam, situada entre la cocina principal y el pasillo que conducia al claustro sur. Desde ese mismo pasillo una empinada escalera descendia hasta el sotano. La cocina, con su cuadruple horno Aga, las brillantes superficies de aluminio y el moderno equipamiento, estaba vedada a los alumnos. Era aqui, en la pequena sala contigua, donde la senora Pilbeam solia cocinar bollitos y pasteles, y preparar el te. La estancia, de acogedor aire domestico, incluso parecia algo desordenada en contraste con la aseptica limpieza de la despejada cocina. La chimenea original, con su decorada campana de hierro, permanecia en su sitio y, aunque ahora los lenos eran falsos y la estufa funcionaba con gas, aportaba un reconfortante centro de atencion a la estancia.
Esta sala era en gran medida el coto privado de la senora Pilbeam. En la repisa de la chimenea exponia algunos de sus tesoros personales, casi todos regalos que los ex alumnos le habian traido de sus vacaciones: una tetera decorada, un juego de tazas y jarras, los perros de porcelana que tanto le gustaban e incluso una pequena muneca con ropa chillona y delgadas piernas que colgaban del borde de la repisa.
La senora Pilbeam tenia tres hijos, ahora dispersos, y Emma estaba convencida de que disfrutaba mucho en estas sesiones semanales con los jovenes, tanto como ellos, que agradecian la oportunidad de descansar de la austeridad masculina de su rutina diaria. Al igual que los seminaristas, Emma se sentia comoda con el afecto maternal y a la vez desprovisto de sentimentalismo de la senora Pilbeam. Se pregunto si el padre Sebastian aprobaria su presencia en esas reuniones informales. No le cabia duda de que estaba al tanto: al rector no se le escapaba practicamente nada de lo que ocurria en el seminario.
Esta tarde solo habia tres alumnos presentes. Peter Buckhurst, todavia convaleciente de una mononucleosis, descansaba en su habitacion.
Emma se habia arrellanado en un sillon de mimbre situado a la derecha de la chimenea, y Raphael se habia sentado en el de enfrente, con sus largas piernas extendidas. Henry habia abierto una seccion del
– Asi no, Stephen -corrigio la senora Pilbeam-. Use los dedos con suavidad, levante las manos y deje que la mezcla caiga poco a poco en el bol.
– Es que me siento ridiculo.
– ?Estas ridiculo! -exclamo Charlie-. Si Alison te viera ahora, pondria en entredicho tu capacidad para ser el padre de los dos pequenos genios que sin duda habeis planeado tener.
– No, no es verdad -replico Stephen con una sonrisa nostalgica.
– Eso tiene un color muy raro. ?Por que no vas al supermercado? Venden una estupenda masa congelada.
– No hay nada como la masa hecha en casa, senor Henry. No lo desanime. Bien, eso esta mejor. Ahora empiece a anadir agua fria. No, de la jarra no. Hay que echarla a cucharadas.
– Cuando vivia en Oxford, preparaba un guiso de pollo fabuloso -rememoro Stephen-. Se compra el pollo cortado y se le anade una lata de sopa de champinones. O de tomate. En realidad, se puede hacer con cualquier sopa. Siempre sale bien. ?Ya esta listo esto, senora P?
La senora Pilbeam miro el bol, donde la masa por fin se habia transformado en una brillante bola.
– Prepararemos guisos la semana que viene. Si, tiene buen aspecto. Ahora la envolveremos en papel transparente y la dejaremos reposar en la nevera.
– ?Por que ha de reposar? ?Soy yo quien esta agotado! ?Siempre se pone de ese color? Parece sucia.
Raphael se levanto.
– ?Donde esta el sabueso? -pregunto.
– Por lo visto, no volvera hasta la hora de la cena -respondio Henry sin apartar los ojos del periodico-. Lo vi marcharse inmediatamente despues del desayuno. Y debo reconocer que supuso un alivio para mi. No me gusta que ande por aqui.
– ?Que espera descubrir? -tercio Stephen-. No puede reabrir el caso, ?o si? ?Se puede celebrar una segunda vista aunque el cadaver haya sido incinerado?
– Supongo que no sera facil -contesto Henry levantando la mirada-. Preguntaselo a Dalgliesh; el experto es el. -Y volvio a concentrarse en el
Stephen fue hasta el fregadero para lavarse las manos.
– Me siento un poco culpable por lo que le paso a Ronald -contesto-. Nunca nos preocupamos mucho por el, ?verdad?
– ?Preocuparnos? ?Deberiamos preocuparnos por nuestros companeros? Saint Anselm no es una escuela primaria. -Raphael adopto un tono pedante y quejumbroso-. «Este es el joven Treeves, Arbuthnot, se alojara en la misma ala que tu. Vigilalo, ?quieres? Ensenale como funciona todo.» Tal vez Ronald pensara que habia regresado a la escuela. ?Ese maldito habito suyo de ponerle etiquetas a todo! A su ropa, al resto de sus cosas… ?Que pensaba? ?Que ibamos a robarle algo?
– Todas las muertes subitas provocan emociones previsibles: asombro, dolor, ira, culpa -observo Henry-. Ya hemos superado la etapa del asombro, no hemos sentido mucho dolor y no tenemos razones para experimentar ira. Eso nos deja con la culpa. Habra una tediosa uniformidad en nuestras proximas confesiones. El padre Beeding se cansara de oir el nombre de Ronald Treeves.
– ?No os confiesan los sacerdotes de Saint Anselm? -inquirio Emma, intrigada.
Henry rio.
– Por Dios, no. Puede que seamos incestuosos, pero no hasta ese punto. Dos veces al trimestre viene un clerigo de Framlingham. -Habia terminado de leer el periodico y lo estaba doblando con cuidado.
– Hablando de Ronald, ?os he dicho que lo vi el viernes por la noche, antes de que muriera?
– No, no lo has mencionado. ?Donde lo viste?
– Saliendo de la pocilga.