te, y creo que no quiere encontrarse de nuevo con el. No ha probado bocado, asi que lo he seguido a su habitacion para preguntarle si le ocurria algo.
– ?Y te ha explicado por que estaba disgustado?
– Si, padre.
– No tenia derecho a hacerte confidencias. Ni a ti ni a nadie. Ha sido un acto poco profesional e imprudente, y tu deberias haberlo detenido.
– No me ha contado gran cosa, padre, aunque lo que ha dicho es muy interesante.
– Sea lo que fuere, no debes repetirlo. Ve a ver a la senora Pilbeam y pidele que le lleve la cena a su habitacion. Sopa y ensalada, o algo por el estilo.
– Creo que es lo unico que quiere, padre. Ha dicho que agradeceria que no lo molestasen.
El padre Sebastian se pregunto si debia hablar con Yarwood, pero decidio no hacerlo. Quiza lo que deseaba -que lo dejaran solo- fuese lo mejor. El archidiacono se marcharia a la manana siguiente, despues de un desayuno temprano, ya que queria celebrar la Eucaristia de las diez y media en su parroquia. Habia insinuado que en la congregacion habria una persona importante. Con un poco de suerte, los dos hombres no volverian a verse.
Con paso cansino, el rector bajo la escalera y se dirigio a la sala de estudiantes para tomar un par de tazas de te.
22
El comedor daba al sur y, por lo que a sus dimensiones y estilo se refiere, era casi una replica de la biblioteca: tenia el techo abovedado y el mismo numero de ventanas altas y estrechas, aunque los cristales de estas no eran coloridas vidrieras figurativas sino delicadas planchas de color verde palido decoradas con uvas y sarmientos. Tres grandes cuadros prerrafaelistas, donados por la fundadora del seminario, alegraban las paredes entre ventana y ventana. En uno de ellos, pintado por Dante Gabriel Rosetti, una joven de llameante cabello rojo sentada junto a una ventana leia un libro que, con un poco de imaginacion, podia pasar por un devocionario. El segundo era decididamente seglar: un Edward Burne-Jones de tres jovenes morenas que bailaban bajo un naranjo, entre remolinos de seda dorada. En el tercero y mas grande, obra de William Holman Hunt, un sacerdote bautizaba a un grupo de antiguos bretones junto a una capilla de adobe. Si bien no eran cuadros que Emma hubiera deseado para si, le constaba que formaban parte del valioso legado de Saint Anselm. Saltaba a la vista que se habia disenado esa estancia como comedor familiar, aunque a ella le parecia mas ostentosa que practica o intima. Hasta la familia numerosa victoriana se habria sentido aislada e incomoda ante este monumento a la opulencia paterna. Era evidente que las autoridades de Saint Anselm no se habian esforzado mucho en adaptar el comedor para su uso institucional. La ovalada mesa de roble tallado aun estaba en el centro de la estancia, aunque la habian alargado anadiendo en su parte media unos dos metros de madera sin barnizar. Las sillas, incluido el sillon colonial con brazos profusamente labrados, eran a todas luces los originales, y sin embargo la comida no se servia a traves de la tradicional ventanilla que comunicaba con la cocina, sino sobre un largo aparador cubierto con un mantel blanco.
La senora Pilbeam atendia la mesa con la ayuda de dos seminaristas elegidos por turnos. Ella y su marido comian lo mismo que los demas, pero en la salita de la senora Pilbeam. En su primera visita, Emma se habia sorprendido de lo bien que funcionaba ese excentrico sistema. La senora Pilbeam parecia intuir el momento exacto en que terminaban cada plato y regresaba al comedor a tiempo para el siguiente. No necesitaban tocar una campanilla, y los dos primeros platos se ingerian en silencio mientras uno de los estudiantes leia en voz alta desde un atril situado a la izquierda de la puerta. Esta tarea tambien se asignaba por turnos.
La eleccion del tema se dejaba en manos del seminarista en cuestion, y las lecturas no eran obligatoriamente biblicas o religiosas. Durante sus visitas, Emma habia escuchado a Henry Bloxham leer versos de
Con el padre Sebastian en la cabecera de la mesa, la cena en Saint Anselm solia transcurrir en un ambiente algo formal, mas propio de un hotel. No obstante, despues de la lectura y los dos primeros platos, el silencio previo parecia facilitar la conversacion, que por lo general continuaba alegremente mientras el lector de turno alcanzaba a los demas, dando buena cuenta de la comida que le aguardaba en el calientaplatos, y proseguia cuando todos se trasladaban a la sala de los estudiantes o al patio para tomar el cafe. Casi siempre la charla se prolongaba hasta la hora de las completas. Despues de estas, la costumbre dictaba que los seminaristas se retirasen a sus habitaciones y guardaran silencio.
Aunque la tradicion mandaba que los estudiantes ocuparan cualquier silla vacia, el padre Sebastian determinaba la disposicion de los invitados y el personal. Habia situado al archidiacono Crampton a su izquierda y a Emma, entre este y el padre Martin. A su derecha estaban, por orden, el comisario Dalgliesh, el padre Peregrine y Clive Stannard. Si bien George Gregory rara vez cenaba en el seminario, hoy se hallaba presente, sentado entre Stannard y Stephen Morby. Emma esperaba ver al inspector Yarwood, pero este no aparecio y nadie comento su ausencia. El padre John tampoco se habia presentado. Tres de los cuatro alumnos que no se habian marchado ese fin de semana ocuparon sus sitios y, al igual que el resto de los comensales, aguardaron de pie y detras de las sillas el momento de bendecir la mesa. Solo entonces entro Raphael, abotonandose la sotana. Murmuro una disculpa, abrio el libro que llevaba en la mano y se coloco ante el atril. Despues de que el padre Sebastian rezara una breve oracion en latin, todos retiraron las sillas de la mesa y se sentaron.
Al acomodarse junto al archidiacono, Emma estaba tan consciente de su proximidad fisica como suponia que lo estaba el. Su intuicion le indicaba que era un hombre que reaccionaba ante las mujeres con un intenso aunque reprimido apetito sexual. Era tan alto como el padre Sebastian pero mas corpulento, con hombros fornidos, cuello grueso y rasgos acentuados y atractivos. Tenia el cabello casi negro, la barba apenas salpicada de hebras grises y los ojos hundidos bajo unas cejas tan definidas que podrian haber estado depiladas y ponian una discordante nota femenina en su sombria y cenuda masculinidad. El padre Sebastian se lo habia presentado a Emma a su llegada al comedor, y el le habia estrechado la mano con una fuerza carente de cordialidad mientras la miraba con asombro, como si ella fuese un enigma que debiera resolver antes de que terminara la cena.
Ya habian servido el primer plato: berenjenas al horno y pimientos con aceite de oliva. Se oyo un amortiguado tintineo de cubiertos cuando comenzaron a comer, y entonces, como si hubiera estado esperando esta senal, Raphael comenzo a leer.
«Es el primer capitulo de
Emma conocia la obra, pues era aficionada a las novelas victorianas, pero se pregunto por que la habia elegido Raphael. Aunque ocasionalmente los seminaristas extraian pasajes de novelas, era mas habitual que escogieran un texto breve completo. Raphael leia bien, tanto que Emma descubrio que comia con irritante lentitud mientras el argumento de la historia absorbia su mente. Saint Anselm era un entorno apropiado para leer a Trollope. Bajo el cavernoso techo abovedado no costaba imaginar el dormitorio del obispo en el palacio de Barchester ni al archidiacono Grantly velando junto al lecho de muerte de su padre, sabedor de que si el viejo vivia hasta la caida del gobierno -que se esperaba de un momento a otro-, el perderia toda esperanza de convertirse en su sucesor. Era un pasaje dramatico: el altivo y orgulloso hijo de rodillas, rezando para que Dios le perdonase el pecado de desear la muerte de su padre.
El viento habia arreciado progresivamente desde el atardecer. Ahora azotaba la casa con rafagas semejantes a canonazos. Durante las peores arremetidas, Raphael hacia una pausa en la lectura, como un profesor que aguardara a que se callaran sus indisciplinados alumnos. En los momentos de calma, su voz adquiria un tono extraordinariamente claro y solemne.
Emma se percato de que la oscura figura sentada a su lado se habia quedado inmovil. Se fijo en las manos del archidiacono y vio que apretaban el cuchillo y el tenedor. Peter Buckhurst circulaba en silencio con el vino y