mayores, que habian vivido los treinta y atesoraban un recuerdo folclorico de la frenetica decada previa, suspiraban con nostalgia y murmuraban que ella les recordaba a la joven Claudette Colbert. Para el, esa imagen era falsa. Barbara no poseia la sofisticacion de una estrella de cine, solo una inocencia infantil, un caracter alegre y una fragilidad que le movieron a interpretar el deseo sexual como una necesidad de amar y proteger. No daba credito a su suerte cuando ella lo distinguio con sus atenciones y luego comenzo a frecuentar su trato con posesiva dedicacion. Tres meses despues estaban casados. El contaba treinta y nueve anos, y ella solo veinte.
Educada en una serie de escuelas consagradas a la religion del pluralismo cultural y la ortodoxia liberal, Barbara lo ignoraba todo sobre la Iglesia, aunque estaba avida de formacion. Hubo de transcurrir un tiempo antes de que el se enterase de que ella encontraba profundamente erotica la relacion entre maestro y alumna. Le gustaba que la dominaran, y no solo desde el punto de vista fisico. Por desgracia su entusiasmo nunca duraba, y el que sentia por su matrimonio no fue una excepcion. La parroquia de la que se encargaba Crampton habia vendido la amplia vicaria victoriana para reemplazarla por una moderna casa de dos plantas, un edificio sin el menor atractivo arquitectonico, pero mas facil de mantener. No era la casa que ella esperaba.
Derrochadora, voluble y caprichosa, Barbara era la antitesis de la esposa apropiada para un ambicioso clerigo de la Iglesia anglicana, y el se percato de ello enseguida. Hasta sus relaciones sexuales se llenaron de ansiedad. Barbara le exigia mas que nunca cuando el estaba agotado, o en las raras ocasiones en que algun visitante pasaba la noche alli y el se incomodaba al pensar en la delgadez de las paredes mientras ella le susurraba ternezas que con gran facilidad se convertian en ordenes o insultos estridentes. A la manana siguiente, durante el desayuno, ella aparecia en bata y coqueteaba abiertamente, sonolienta y triunfante, levantando los brazos para que la fina seda se le deslizara por los hombros.
?Por que se habia casado con el? ?Por seguridad? ?Para huir de su madre y de un padrastro al que odiaba? ?Para que la mimaran, la cuidaran y consintieran? ?Para sentirse a salvo? ?Para que la amaran? El llego a temer sus imprevisibles cambios de humor, sus arrebatos de furia. Aunque trato de evitar que llegasen a oidos de sus feligreses, pronto comenzo a oir rumores. Recordaba con verguenza y resentimiento la visita de una de las coadjutores de la iglesia, que tambien era medico. «Su esposa no es paciente mia, vicario, y no quiero entrometerme, pero no se encuentra bien. Creo que necesita ayuda profesional.» Sin embargo, cuando el le sugirio que acudiese a un psiquiatra, o incluso a un medico de cabecera, ella prorrumpio en sollozos y lo acuso de querer que la encerraran.
El viento, que habia amainado durante unos minutos, ahora volvio a arreciar en un huracanado
Atrapado entre un sueno y una pesadilla, se imagino a si mismo en una sala de interrogatorios moderna, funcional y vulgar. Entonces cayo en la cuenta de que se trataba del salon de su antigua vicaria. Estaba sentado en el sofa entre Dalgliesh y Yarwood. Aunque todavia no lo habian esposado, sabia que ya lo habian juzgado y declarado culpable, que disponian de todas las pruebas que necesitaban. Delante de el se proyectaba una borrosa pelicula de sus faltas, filmada en secreto. De vez en cuando, Dalgliesh decia «paren aqui» y Yarwood alzaba una mano. Entonces la imagen quedaba congelada, y los policias la observaban en medio de un silencio acusador. Todas sus pequenas transgresiones y crueldades, asi como su principal delito, el desamor, desfilaron ante sus ojos. Y ahora, por fin, estaban viendo el ultimo rollo, el corazon de la oscuridad.
Ya no estaba apretujado en el sofa entre sus dos acusadores. Se habia trasladado a la pantalla para revivir cada movimiento y cada palabra, para experimentar cada emocion como si fuese la primera vez. Era el atardecer de un dia sin sol de mediados de octubre; una llovizna fina como la bruma habia estado cayendo del plomizo cielo durante los dos ultimos dias. El acababa de regresar de una visita de dos horas a sus feligreses enfermos o confinados en casa. Como de costumbre, se habia esforzado por satisfacer sus previsibles necesidades individuales: la senora Oliver, una ciega que esperaba que le leyera un pasaje de las Escrituras y rezara con ella; el viejo Sam Possinger, que siempre que Crampton iba a verlo volvia a pelear en la batalla de El-Alamein; la senora Poley, enjaulada en su andador, siempre ansiosa por oir los ultimos cotilleos de la parroquia; Cari Lomas, que jamas habia pisado la iglesia de Saint Botolph pero disfrutaba hablando de teologia y criticando a la Iglesia anglicana. Con su ayuda, la senora Poley habia entrado en la cocina para preparar el te y sacar del molde la tarta de jengibre que habia preparado especialmente para el. Crampton habia cometido el error de elogiarla durante su primera visita, cuatro anos antes, y ahora estaba condenado a comerla todas las semanas, pues ya era demasiado tarde para confesar que no le gustaba el jengibre. Sin embargo, habia tomado el te fuerte y caliente con placer, alegrandose de que asi se ahorraria la molestia de prepararselo en casa.
Aparco su Vauxhall Cavalier en la calle y se dirigio a la puerta principal por el camino de cemento que dividia en dos el mullido y empapado cesped, donde podridos petalos de rosa comenzaban a disolverse entre la hierba sin cortar. En la casa reinaba un silencio absoluto y, como de costumbre, el entro con aprension. Barbara habia estado enfurrunada y nerviosa durante el desayuno, y el hecho de que no se hubiera molestado en vestirse era siempre una mala senal. Mientras almorzaban sopa de lata y ensalada, ella habia apartado el plato aduciendo que estaba demasiado cansada para comer; se meteria en la cama y trataria de dormir. «Ya puedes ir a ver a esos vejestorios aburridos. Son lo unico que te preocupa. No me molestes cuando vuelvas. No quiero que me cuentes nada de ellos. No quiero que me cuentes nada de nada.»
El no habia respondido, pero la habia mirado con una mezcla de furia e impotencia mientras ella subia las escaleras con el cinturon de la bata colgando y la cabeza gacha, como Si la embargase una angustiosa desesperacion.
Ahora regresaba a casa, lleno de reticencia, y cerro la puerta principal a su espalda. ?Barbara estaria aun en la cama, o habria aguardado a que el se marchara para vestirse, salir y organizar uno de sus destructivos y humillantes escandalos en la parroquia? Necesitaba saberlo. Subio la escalera con sigilo; si estaba dormida, no queria despertarla.
La puerta del dormitorio estaba cerrada, y el hizo girar el pomo con suavidad. En la habitacion habia poca luz: las cortinas cubrian casi por completo el ventanal con vistas al jardin -compuesto por un rectangulo de cesped agreste como un campo y unos cuantos arriates triangulares- y a las hileras de bonitas casas identicas. Se acerco a la cama y, cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, la distinguio con claridad. Estaba tendida de lado, con la mano derecha debajo de la mejilla y el brazo izquierdo extendido sobre las mantas. El se inclino y oyo la respiracion ronca y trabajosa de su mujer, percibio un tufo a vino en su aliento y un olor mas intenso y desagradable que identifico como el del vomito. Sobre la mesilla habia una botella de Cabernet Sauvignon y junto a esta, volcado y con la tapa a medio desenroscar, un bote vacio que reconocio de inmediato. Antes habia en su interior aspirinas efervescentes.
Se dijo que estaba dormida y borracha, que necesitaba que la dejasen tranquila. De manera casi automatica, levanto la botella para calcular cuanto habia bebido, pero algo tan poderoso como una voz de advertencia lo insto a dejarla en su sitio. Vio que por debajo de la almohada asomaba un panuelo. Lo uso para limpiar la botella y lo arrojo sobre la cama. Sus propias acciones se le antojaron tan involuntarias como absurdas. Luego salio, cerro la puerta del dormitorio y regreso a la planta baja. «Esta dormida, borracha, no querra que la molesten», se repitio. Media hora despues, entro en su estudio, reunio con tranquilidad sus notas para la junta del consejo parroquial, programada para las seis, y se marcho de la casa.
No guardaba ninguna imagen mental, ningun recuerdo, de la reunion del consejo, pero si recordaba que habia vuelto a casa con Melvyn Hopkins, uno de los coadjutores de la parroquia. Le habia sugerido a Melvyn que lo acompanara a la vicaria para ensenarle el ultimo informe de la Comision de Responsabilidades Sociales de la Iglesia. Ahora, la secuencia de imagenes volvia a ser clara: el disculpandose porque Barbara no estaba alli y explicandole a Melvyn que ultimamente no se encontraba bien, subiendo otra vez la escalera y abriendo con sigilo la puerta del dormitorio, vislumbrando en la penumbra la figura inmovil, la botella de vino, el bote de aspirinas. Se acerco a la cama. Esta vez no oyo una respiracion ronca. Le poso la mano sobre la mejilla, la encontro fria y supo que estaba tocando un cuerpo sin vida. Entonces le asalto un recuerdo, el de unas palabras leidas u oidas no sabia