donde y que ahora adquirian connotaciones aterradoras: «Siempre es conveniente que haya alguien mas en el momento de encontrar el cadaver.»
Fue incapaz de revivir el oficio funebre y la cremacion; no conseguia evocar detalles de ninguna de las ceremonias. En su lugar habia una mezcolanza de caras -compasivas, preocupadas, francamente nerviosas- que emergian de la oscuridad y pasaban como una exhalacion ante sus ojos, distorsionadas y grotescas. Y de repente quedo una unica y temible cara. Otra vez estaba sentado en el sofa, pero en esta ocasion junto al sargento Yarwood y un joven uniformado que no parecia mayor que los chicos del coro de la parroquia y que permanecio callado durante todo el interrogatorio.
– Y cuando regreso de visitar a sus feligreses, segun dice poco despues de las cinco, ?que hizo exactamente, senor?
– Ya se lo he dicho, sargento. Subi al dormitorio para ver si mi esposa estaba dormida.
– Cuando abrio la puerta, ?la lampara de la mesilla de noche estaba encendida?
– No, no lo estaba. Las cortinas estaban echadas y no se veia practicamente nada.
– ?Se acerco al cuerpo?
– Como he dicho ya, abri la puerta, vi que mi esposa seguia en la cama y di por sentado que estaba dormida.
– ?A que hora se habia acostado?
– Alrededor de la hora de comer. Supongo que serian las doce y media. Dijo que no tenia hambre y que queria echar una siesta.
– ?No le sorprendio que continuara dormida cinco horas despues?
– No. Dijo que estaba cansada. A menudo dormia por las tardes.
– ?No penso que podia estar enferma? ?No se le ocurrio acercarse a la cama para cerciorarse de que estuviera bien? ?No advirtio que quiza necesitase un medico?
– Ya se lo he dicho; estoy cansado de repetir siempre lo mismo. Crei que estaba dormida.
– ?Vio la botella de vino y el bote de aspirinas sobre la mesilla?
– Vi la botella de vino. Supuse que habia estado bebiendo.
– ?Llevaba la botella cuando subio a su dormitorio?
– No. Debio de bajar a buscarla despues de que yo me marchara.
– ?Y se la llevo a la cama?
– Eso creo. No habia nadie mas en la casa. Claro que lo hizo. ?De que otra manera pudo llegar la botella a la mesilla?
– Bueno, esa es la cuestion, ?no, senor? Vera, no hemos encontrado huellas digitales en la botella. ?Puede explicarlo?
– Por supuesto que no. Tal vez las limpiase. Habia un panuelo que asomaba por debajo de la almohada.
– ?Y usted lo vio, a pesar de que no distinguio el bote de aspirinas?
– En ese momento no. Lo vi mas tarde, cuando encontre el cuerpo.
El interrogatorio prosiguio de esta manera. Yarwood volvio a su casa una y otra vez, en ocasiones con el joven agente, otras veces solo. El panico se apoderaba de Crampton cuando oia el timbre de la puerta y casi no se atrevia a mirar por la ventana, pues temia ver a la figura enfundada en un abrigo gris avanzando con resolucion hacia la casa. Las preguntas eran siempre las mismas, y el tenia la impresion de que sus respuestas resultaban cada vez menos convincentes. La persecucion continuo incluso despues de la vista y del previsible veredicto de muerte por suicidio. El cuerpo de Barbara habia sido incinerado varias semanas antes. Aunque lo unico que quedaba de ella era un punado de cenizas enterrado en un rincon del camposanto de la parroquia, Yarwood seguia adelante con sus investigaciones.
Nemesis no habria podido encarnarse en una forma menos atractiva. Yarwood parecia un vendedor a domicilio: testarudo, perseverante, inmune al rechazo, marcado por el fracaso como si de una halitosis se tratara. Era mas bien enclenque, apenas lo bastante alto para ingresar en la policia, con la piel cetrina, una frente huesuda y prominente y ojos oscuros e insondables. Rara vez miraba directamente a Crampton durante los interrogatorios; en cambio, fijaba la vista en un punto como si estuviera comunicandose con un superior interno. Su voz era monocorde, y el silencio que guardaba entre pregunta y pregunta estaba cargado de una amenaza que no parecia dirigida solo a su victima. Aunque rara vez anunciaba sus visitas, era como si supiera cuando encontrar a Crampton en casa y aguardaba pacientemente hasta que este le abria la puerta. Nunca se entretenia con preambulos; se limitaba a repetir sus insistentes preguntas.
– ?Usted diria que su matrimonio fue feliz, senor?
Crampton callo, escandalizado ante tamana impertinencia, pero luego se sorprendio a si mismo respondiendo con una voz tan crispada que le costo reconocerla:
– Supongo que la policia cree que es posible clasificar todas las relaciones, hasta las mas sagradas. Para ahorrar tiempo, deberian entregar un cuestionario. Senale la respuesta apropiada con una cruz: Muy feliz. Feliz. Razonablemente feliz. Ligeramente infeliz. Infeliz. Muy infeliz. Mortal.
– ?Y que respuesta marcaria usted, senor? -inquirio Yarwood, despues de una pausa.
Al final, Crampton presento una queja formal ante el jefe de la policia, y las visitas cesaron. Dictaminaron que el sargento Yarwood se habia excedido en el cumplimiento de sus funciones, sobre todo al presentarse solo y continuar con una investigacion no autorizada. Yarwood permanecio en la memoria de Crampton como una siniestra figura acusadora. Ni el tiempo, ni su nueva parroquia, ni su nombramiento como archidiacono, ni su segundo matrimonio habian apaciguado la abrasadora ira que lo consumia cada vez que pensaba en Yarwood.
Y hoy aquel hombre se habia cruzado de nuevo en su camino. No recordaba con exactitud que se habian dicho. Solo sabia que todo su odio y su resentimiento habia salido en un torrente de furiosos vituperios.
Desde la muerte de Barbara habia rezado muchas veces -al principio con regularidad, luego intermitentemente- pidiendo perdon por los pecados que habia cometido contra ella: impaciencia, intolerancia, falta de amor, incapacidad para entenderla o perdonarla. No obstante, jamas habia permitido que el pecado de haberle deseado la muerte arraigase en su mente. Ya habia recibido la absolucion por una falta mas leve: la negligencia. Estaba implicita en las palabras del medico de Barbara, con quien se habia encontrado poco despues de la vista.
– No puedo quitarme de la cabeza una cosa: si al llegar a casa me hubiese percatado de que Barbara no estaba dormida, sino en coma, y hubiera llamado a una ambulancia, ?habria habido alguna posibilidad de que se recuperara?
Entonces habia oido la respuesta absolutoria:
– Dada la cantidad que habia tomado, ninguna en absoluto.
?Que habia en ese sitio que lo obligaba a afrontar la gran mentira junto con las pequenas? El habia tomado conciencia de que Barbara se hallaba al borde de la muerte. Habia deseado que muriera. A los ojos de Dios, era sin duda tan culpable como si hubiera disuelto las tabletas y la hubiese obligado a tragarlas, como si le hubiese acercado el vaso de vino a la boca. ?Como podia seguir ocupandose del alma de otros y predicando el perdon de los pecados cuando no habia reconocido aun el peor de los suyos? ?Como habia osado pronunciar una homilia esa misma noche con esa sombra en su alma?
Extendio el brazo y encendio la lampara de la mesilla. La habitacion se inundo de una luz que se le antojo mucho mas intensa que hacia un rato, cuando habia leido un pasaje de las Escrituras. Se arrodillo junto a la cama y se cubrio la cara con las manos. No le hizo falta buscar las palabras apropiadas; llegaron a el con naturalidad, junto con la promesa del perdon y la paz.
«Senor, ten compasion de mi, un pecador.»
Entonces sono la musiquilla incongruentemente alegre del timbre de su telefono movil. El sonido fue tan inesperado, tan disonante, que tardo unos cinco segundos en reconocerlo. Se puso de pie con dificultad y extendio la mano para responder a la llamada.
2
El padre Martin desperto poco despues de las cinco y media, alarmado por su propio grito de terror. Se