incorporo de golpe y se quedo rigido como un muneco, contemplando la oscuridad con los ojos desorbitados, irritados por las gotas de sudor que le caian de la frente. Al enjugarlas, sintio la piel tensa y helada, como si el rigor mortis ya se hubiera apoderado de el. Poco a poco, a medida que se recuperaba de la impresion de la pesadilla, la habitacion cobro forma alrededor de el. Mas que ver imagino las siluetas grises que emergian de la oscuridad y se volvian reconfortantemente familiares: una silla, la comoda, los pies de la cama, el marco de un cuadro. Aunque las cortinas de las cuatro ventanas circulares estaban corridas, vislumbro al este el fino hilo de luz que flotaba encima del mar incluso en las noches mas oscuras. Sabia que habia tormenta. El viento habia estado arreciando durante toda la tarde, y mientras el padre Martin se preparaba para dormir lo habia oido gemir como un alma en pena alrededor de la torre. Sin embargo, ahora reinaba una quietud mas agorera que dulce
Hacia dos anos, cuando habian empezado las pesadillas, habia pedido que le trasladasen a este pequeno cuarto circular en la torre sur, alegando que le gustaba la extensa vista del mar y la costa, y que le atraian el silencio y la soledad. Las escaleras comenzaban a agobiarlo, pero al menos estaba seguro de que nadie oiria sus gritos nocturnos. De todas maneras, el padre Sebastian habia adivinado la verdad, o al menos parte de ella. El padre Martin recordo la conversacion que habian mantenido un domingo despues de misa.
– ?Duerme bien, padre? -le habia preguntado el padre Sebastian.
– Bastante bien, gracias.
– Si le molestan las pesadillas, tengo entendido que hay tratamientos eficaces. No me refiero a una terapia convencional, pero dicen que hablar del pasado con otros que han sufrido la misma experiencia en ocasiones resulta util.
Ese intercambio habia sorprendido al padre Martin. El padre Sebastian no ocultaba su desconfianza hacia los psiquiatras y aseveraba que estaria mas dispuesto a respetarlos si ellos fueran capaces de explicar los fundamentos medicos y cientificos de su disciplina o de aclararle cual era la diferencia entre mente y cerebro. Aun asi, el padre Martin nunca dejaba de maravillarse de lo mucho que sabia el rector acerca de lo que ocurria bajo el techo de Saint Anselm. Aquel comentario le habia molestado, y no habian seguido hablando del tema. Sabia que no era el unico superviviente de un campo de concentracion japones que vivia atormentado en la vejez por horrores que un cerebro mas joven habria conseguido desterrar. No albergaba la menor intencion de sentarse en circulo para compartir experiencias con sus companeros de infortunio, aunque habia leido que a algunos les hacia bien. Era un problema que debia resolver solo.
Y ahora el viento arreciaba otra vez, su ritmico gemido se convirtio en un bramido y luego en un aullido estridente, mas semejante a una manifestacion maligna que a una fuerza de la naturaleza. El padre Martin se obligo a bajar de la cama, enfundo los pies en las zapatillas y con las piernas agarrotadas fue a abrir la ventana que daba al este. La rafaga fria fue como una bocanada curativa: limpio su boca y su nariz del fetido olor de la selva y ahogo la salvaje cacofonia de gimoteos y gritos humanos, borrando de su mente las peores imagenes.
La pesadilla era siempre la misma. La noche anterior habian arrastrado a Rupert de vuelta al campamento, y ahora los prisioneros estaban formados para contemplar su ejecucion. Despues de lo que le habian hecho, el chico llego a duras penas al lugar senalado y cayo de rodillas con aparente alivio. No obstante, hizo un ultimo esfuerzo y levanto los ojos para ver descender la espada. Durante un par de segundos la cabeza permanecio en su sitio, luego rodo lentamente mientras, como en una ultima celebracion de la vida, brotaba un violento torrente rojo. Esa era la imagen que atormentaba noche tras noche al padre Martin.
Al despertar, lo torturaban siempre las mismas preguntas. ?Por que habia intentado escapar Rupert si sabia que era un suicidio? ?Por que no le habia contado a nadie sus planes? Peor aun, ?por que el, el padre Martin, no habia dado un paso al frente antes de que cayera la espada para protestar, intentar con sus fragiles fuerzas arrebatarsela al guardia y morir con su amigo? El amor que habia profesado a Rupert, correspondido pero nunca consumado, habia sido el unico de su vida. A pesar de los momentos felices, algunos incluso de una extraordinaria dicha espiritual, siempre llevaba consigo la sombra de esa traicion. No tenia derecho a estar vivo. A pesar de todo, habia un lugar donde siempre hallaba la paz, y ahora lo busco.
Recogio el llavero de la mesilla, se dirigio arrastrando los pies hasta el perchero de la puerta y descolgo el viejo cardigan con coderas de piel que solia usar en invierno debajo de la sotana. Se puso esta encima, abrio la puerta con sigilo y comenzo a bajar por la escalera.
No necesitaba una linterna; en cada descansillo habia una bombilla, y la peligrosa escalera de caracol se mantenia bien iluminada mediante una serie de lamparas adosadas a la pared. La tormenta remitio por el momento. El silencio de la casa era absoluto, y el amortiguado gemido del viento acentuaba una calma interior mas imponente que la mera ausencia de sonidos humanos. Costaba creer que hubiera gente durmiendo detras de las puertas cerradas, que ese silencioso aire hubiese transportado alguna vez el ruido de pasos presurosos y potentes voces masculinas, o que la pesada puerta de entrada no hubiese permanecido cerrada a cal y canto durante generaciones.
En el vestibulo, la luz roja situada a los pies de la imagen de la Virgen y el Nino iluminaba la risuena cara de la Madre y salpicaba de rosa los regordetes brazos extendidos del Hijo. La madera se habia convertido en carne. Con pasos silenciosos, amortiguados por las zapatillas, cruzo el vestibulo y entro en el guardarropa. La hilera de capas marrones fue el primer indicio de que la casa estaba habitada; alli colgadas, semejaban tristes reliquias de una generacion extinta. Ahora oia con claridad el viento, que, al abrir la puerta del claustro norte, soplo con renovada fuerza.
Para su sorpresa, tanto la luz de la puerta trasera como las debiles lamparas del muro del claustro estaban apagadas. Pero cuando pulso el interruptor, se encendieron, permitiendole ver el suelo alfombrado de hojas. Mientras cerraba la puerta a su espalda, una nueva rafaga sacudio el gigantesco arbol, y las hojas caidas junto al tronco volaron hacia sus pies. Como una bandada de pajaros marrones, se arremolinaban en torno a el, le picoteaban suavemente las mejillas y se depositaban, ligeras como plumas, sobre los hombros de la sotana.
Camino con esfuerzo hasta la puerta de la sacristia. Se detuvo por un instante junto a la ultima lampara para buscar las dos llaves apropiadas y abrio. Oprimio el interruptor situado junto a la puerta, introdujo el codigo de seguridad para silenciar el insistente pitido de la alarma y se dirigio a la iglesia. El interruptor de las dos hileras de luces del techo de la nave estaba a su derecha, y cuando estiro el brazo para apretarlo, vio con sobresalto pero sin nerviosismo que el foco que iluminaba
Al llegar junto al retablo, se detuvo en seco, paralizado por una pavorosa vision. La sangre no habia desaparecido. Estaba ahi, precisamente en el sitio adonde habia acudido en busca de refugio, igual de roja que en su pesadilla, aunque no manaba como el deshilachado chorro de una fuente, sino que cubria el suelo de piedra en forma de manchas y regueros. Si bien el riachuelo ya no se movia, parecia estremecerse y coagularse ante sus ojos. La pesadilla no habia terminado; seguia atrapado en un lugar infernal, y esta vez no le bastaria con despertar para escapar de el. O eso, o estaba loco. Cerro los ojos y rezo: «Ayudame, Senor.» Entonces su mente consciente se hizo cargo de la situacion y lo obligo a abrir los ojos.
Incapaces de abarcar la escena entera, con toda la magnitud de su horror, sus sentidos la asimilaron poco a poco, detalle a detalle. El craneo aplastado; las gafas del archidiacono, caidas a cierta distancia pero intactas; los dos candeleros dorados, dispuestos a ambos lados del cuerpo en un acto de sacrilego desprecio; las manos abiertas y con las palmas hacia abajo, como si quisieran aferrarse a la piedra, mas blancas y delicadas que en vida; la acolchada bata purpura, que comenzaba a endurecerse por efecto de la sangre. Por ultimo, el padre Martin alzo la vista hacia
El padre Martin se acerco con paso vacilante y se dejo caer de rodillas junto a la cabeza del archidiacono. Se esforzo por rezar, pero las palabras no acudieron a su mente. Sintio la subita necesidad de ver a otros seres humanos, de oir pasos y otros sonidos humanos, de contar con el consuelo de una compania humana. Sin detenerse a pensar, camino hacia el muro oeste y dio un fuerte tiron a la cuerda de la campana. Aunque el sonido sono tan melodioso como de costumbre, a el se le antojo pavorosamente estruendoso.
Luego se dirigio hacia la puerta sur y, pese al temblor de sus manos, consiguio abrir los pesados cerrojos de hierro. El viento se precipito al interior, trayendo consigo unas cuantas hojas rotas. El padre Martin dejo la puerta