– Creo que tiene derecho a echar un vistazo a esto.

El sacerdote la leyo en silencio. Al fin la doblo y se la tendio a Dalgliesh.

– Gracias -le dijo-. Es increible que un amante de la lengua y la literatura de una de las civilizaciones mas grandes del mundo se rebaje a justificarse a si mismo con razones tan siniestras como esas. Dicen que los asesinos son siempre arrogantes, pero esta arrogancia es analoga a la del Satanas de Milton: «Que el mal sea mi bien.» Me pregunto cuando habra leido por ultima vez El paraiso perdido. El archidiacono Crampton acerto en una de las criticas que me hizo: debi ser mas escrupuloso al seleccionar a la gente que trabajaba con nosotros. Tengo entendido que se quedara a pasar la noche.

– Si, padre.

– Sera un placer para todos nosotros. Espero que se encuentre comodo.

El padre Sebastian no acompano a Dalgliesh a Jeronimo, su antiguo apartamento, sino que llamo a la senora Pilbeam y le entrego la llave. La mujer, que se hallaba de un talante curiosamente locuaz, se cercioro de que al comisario no le faltase nada de lo que necesitaba. Parecia reacia a marcharse.

– Me imagino que el padre Sebastian le habra contado las novedades. Aunque ni Reg ni yo somos muy amigos de la medicina alternativa, la gente que vino a ver la casa parecia inofensiva. Quieren que nosotros y Eric Surtees conservemos nuestros puestos. Eric esta contento, pero Reg y yo somos demasiado viejos para estos cambios. Llevamos muchos anos con los sacerdotes y nos costaria adaptarnos a unos desconocidos. El senor Raphael dice que somos libres de vender la casa, y quiza lo hagamos; asi contaremos con unos ahorrillos para la vejez. ?Le ha dicho el padre Martin que estamos pensando en irnos con el a Norwich? Ha encontrado una casa muy bonita, con un gran estudio para el y sitio de sobra para los tres. En fin, no podra cuidarse solo con mas de ochenta anos, ?verdad? Ademas, le hara bien ver un poco de mundo… y a nosotros tambien. ?Le hace falta algo mas, senor Dalgliesh? El padre Martin se alegrara mucho de verlo. Lo encontrara en la playa. El senor Raphael ha venido a pasar el fin de semana, al igual que la senorita Lavenham.

Dalgliesh aparco el Jaguar detras de la casa y echo a andar hacia la laguna. Reparo en que los cerdos de la casa San Juan, quiza mas numerosos que antes, se paseaban a sus anchas por el campo. Por lo visto, hasta los animales habian percibido las novedades. Mientras los miraba, Eric Surtees salio de la casa con un cubo en la mano.

Dalgliesh enfilo el sendero del acantilado en direccion a la laguna. Desde lo alto de la escalera domino por fin la playa en toda su extension. Habia tres figuras distantes entre si, como si se hubieran alejado a proposito. Al norte vio a Emma Lavenham, sentada en un alto promontorio de piedras y con la cabeza inclinada sobre un libro. Raphael estaba sentado en el borde del espigon, balanceando las piernas y contemplando el mar. A una corta distancia, el padre Martin aparentaba estar encendiendo una fogata en la arena.

Al oir los pasos de Dalgliesh, el sacerdote se levanto con esfuerzo y esbozo la sonrisa que invariablemente le transformaba el semblante.

– Adam. Me alegro de que pudieras venir. ?Has visto al padre Sebastian?

– Si, y lo he felicitado por su catedra.

– Es la que siempre habia deseado -aseguro el padre Martin-, y sabia que quedaria vacante el proximo otono. Claro que si Saint Anselm hubiera seguido abierto, ni siquiera se habria planteado la posibilidad de aceptarla.

Se inclino otra vez y continuo con su tarea. Dalgliesh advirtio que habia cavado un hoyo y se afanaba en construir una pequena pared de piedras alrededor. Al lado habia una bolsa de lona y una caja de cerillas. Dalgliesh se sento, apoyandose sobre las manos y extendiendo los pies en la arena.

– ?Eres feliz, Adam? -pregunto el sacerdote sin dejar su trabajo.

– Gozo de buena salud, un empleo que me gusta y comodidades; como bien y de vez en cuando me doy algun lujo si siento que lo necesito. Tengo mi poesia. Considerando la situacion en que viven las tres cuartas partes de los pobres del mundo, ?no cree que la infelicidad seria un vicio perverso?

– Casi diria que un pecado, o algo contra lo que hay que luchar. Si somos incapaces de adorar a Dios como merece, al menos deberiamos darle las gracias. Pero ?te basta con esas cosas?

– ?Se propone pronunciar un sermon, padre?

– Ni siquiera una homilia. Me gustaria que te casaras, Adam, o por lo menos que compartieses tu vida con alguien. Se que tu mujer murio al dar a luz. Esa debe de ser una sombra constante en tu vida. Sin embargo, rehuir el amor no resulta posible ni deseable. Perdona si te parezco insensible e impertinente, pero es malo obsesionarse con el dolor por la perdida de un ser querido.

– Ah, no es eso lo que me mantiene soltero, padre. No se trata de algo tan simple, natural y admirable. Es el egoismo, el amor a mi intimidad, el miedo a que me lastimen pero tambien a responsabilizarme nuevamente de la felicidad de otra persona. Y no me diga que ese sufrimiento redundaria en beneficio de mi poesia. Ya lo se. Veo suficiente sufrimiento en mi trabajo. -Hizo una pausa y agrego-: Es usted un mal casamentero. Ella no me aceptaria, ?sabe? Soy demasiado mayor y demasiado reservado, me cuesta comprometerme y tengo las manos manchadas de sangre.

El padre Martin escogio una piedra lisa y redonda y la coloco con precision. Parecia tan entretenido y contento como un nino.

– Ademas, seguramente hay alguien especial en Cambridge -anadio Dalgliesh.

– Para una mujer como esa, seguro que si. En Cambridge o en cualquier otra parte. Eso significa que tendrias que tomarte molestias y exponerte a un rechazo. Seria un buen cambio para ti. En fin, buena suerte, Adam.

Esas palabras sonaron como una despedida. Dalgliesh se puso en pie y miro a Emma, que tambien se habia levantado y caminaba hacia el mar. Se hallaban a cincuenta metros de distancia. «Esperare -se dijo-, y si ella viene hacia mi, pensare que significa algo, aunque solo lo haga para saludar.» De repente esa idea se le antojo cobarde y poco caballerosa. Tenia que tomar la iniciativa. Se acerco a la orilla. Aun llevaba en la cartera el papel con los seis versos. Lo saco, lo rasgo en trozos pequenos que arrojo a una ola que se aproximaba y los observo mientras desaparecian en la movediza linea de espuma. Se volvio hacia Emma pero, cuando se disponia a moverse, se percato de que ella tambien habia girado sobre sus talones y caminaba a su encuentro por la franja de arena seca que separaba las piedras del agua. Cuando la mujer llego a su lado, guardaron un silencio durante unos instantes, contemplando el mar.

Las palabras de Emma lo sorprendieron:

– ?Quien es Sadie?

– ?Por que lo pregunta?

– Cuando recupero el conocimiento, fue obvio que deseaba que ella estuviera con usted.

Dios, penso el, debia de ofrecer un aspecto espantoso: medio desnudo, sangrando, cubierto de arena, escupiendo sangre y agua, sacudido por las arcadas.

– Sadie era encantadora. Ella me enseno que aunque la poesia es una pasion, no hay razon para que lo abarque todo en la vida. Era una chica muy lista para sus quince anos y medio.

Alcanzo a oir lo que tomo por una risita de satisfaccion antes de que se la llevara una subita brisa. Resultaba ridiculo que se sintiese tan inseguro a su edad. Se debatia entre la rabia por sucumbir a una humillante emocion adolescente y el placer perverso de saber que era capaz de experimentar un sentimiento tan intenso. Y ahora tenia que hablar. Aunque sus palabras tambien sonaron debiles en el viento, el se dio perfecta cuenta de que eran banales e inapropiadas.

– Me gustaria mucho volver a verla -dijo-, si es que la idea no le repugna. He pensado…, o deseado…, que podriamos conocernos mejor.

«Parezco un dentista concertando su proxima cita con una paciente», penso. Pero entonces alzo la mirada hacia Emma y lo que vio en su cara le desperto deseos de gritar de alegria.

– Hay un excelente servicio de trenes entre Cambridge y Londres -respondio ella con seriedad-. En ambas direcciones.

El padre Martin, que habia terminado de preparar su hoguera, extrajo de la bolsa de lona una hoja de periodico y la metio en el hueco. Coloco el papiro de san Anselmo encima y encendio una cerilla. El papel prendio de inmediato, y las llamas se abalanzaron sobre el papiro como si este fuera su presa. Por un instante reino un calor intenso, y el sacerdote retrocedio unos pasos. Vio que Raphael se habia acercado y observaba la escena en silencio.

– ?Que esta quemando, padre? -inquirio este.

– Un escrito que ya ha tentado a alguien a pecar y que podria tentar a otros. Es hora de que

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