hierbas que crecian abundantemente sobre las cubiertas de neumaticos rajadas, los colchones abandonados y los jirones de tela que se pudrian por debajo de ellas, y las inclinadas ramas de los sauces dejaban caer sus delgadas hojas sobre una superficie que parecia demasiado aceitosa y estancada para poder absorberlas.

Eran las nueve menos cuarto y se estaban aproximando a la iglesia, pasando ahora por uno de los bajos tuneles que flanqueaban el canal. Darren, que tenia manifiesta predileccion por esta parte del camino, lanzo un grito de alegria y se adentro en el tunel, buscando sus ecos y pasando las manos, como palidas estrellas de mar, a lo largo de las paredes de ladrillo. Ella siguio a aquella silueta saltarina, casi temiendo el momento de atravesar el arco que habia de conducirla a aquella oscuridad claustrofobica y humeda, con olor a rio, y que le permitiria oir, con una intensidad fuera de lo corriente, los lenguetazos del agua del canal junto a las piedras de la orilla, asi como el lento goteo del agua desde el techo. Acelero el paso y, poco rato despues, la media luna luminosa en el extremo del tunel se habia ensanchado para acogerles de nuevo a la luz diurna, y el nino volvio a su lado, temblando.

– Hace mucho frio, Darren -dijo ella-. ?No deberias ponerte la capucha?

El encogio sus delgados hombros y meneo la cabeza. A la senorita Wharton la sorprendia lo poco que llevaba el pequeno como ropa de abrigo, y la indiferencia que demostraba ante el frio. A veces, le parecia que el nino preferia vivir sometido a un escalofrio perpetuo. A lo mejor, abrigarse en una fria manana de otono era algo considerado poco viril, y por otra parte tenia muy buen aspecto con su tabardo provisto de capucha. Se sintio aliviada la primera vez que aparecio con el; era una prenda de un azul chillon con rayas rojas, cara y evidentemente nueva. Un signo tranquilizador de que la madre a la que ella nunca habia visto y de la que el nunca hablaba, trataba de prodigarle los debidos cuidados.

El miercoles era el dia que ella destinaba a cambiar las flores, y aquella manana llevaba un ramito de rosas, envuelto en papel de seda, y otro de pequenos crisantemos blancos. Los tallos estaban humedos y notaba como se filtraba la humedad a traves de sus guantes de lana. Las flores estaban todavia en capullo, pero una de ellas empezaba a abrirse y eso le produjo una evocacion transitoria del verano, que traia consigo una antigua ansiedad. Darren solia llegar a aquellas citas matinales en la iglesia con un obsequio floral. Le dijo que las flores procedian de la casa de campo del tio Frank, en Brixton. Sin embargo, ?seria verdad? Y ademas, estaba aquel salmon ahumado, su obsequio del ultimo viernes, que le entrego directamente poco antes de la hora de la cena. Le explico que se lo habia dado el tio Joe, que era el propietario de un cafe en el camino de Kilburn. Sin embargo, aquellas lonchas, tan jugosas y deliciosas, asi como la bandeja blanca en que estaban depositadas, tenian completa semejanza con todo lo que ella habia contemplado, con un anhelo sin la menor esperanza, en Marks and Spencer, con la excepcion de que alguien habia arrancado la etiqueta. El nino se sento ante ella, observandola mientras comia, haciendo una mueca extravagante de disgusto cuando ella sugirio que compartieran el manjar, pero mirandola fijamente, con una satisfaccion concentrada, casi airada; algo semejante, penso ella, a la madre que observa a su hijo convaleciente cuando este toma sus primeros bocados solidos. Sin embargo, ella se lo comio todo, y, con aquel sabor delicioso todavia presente en su paladar, le habia parecido una ingratitud interrogarlo a fondo. Sin embargo, los obsequios se estaban sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Si le traia mas cosas, seria preciso tener una breve charla con el.

De pronto, el nino lanzo un grito, echo a correr con todas sus fuerzas hacia adelante y de un salto se planto en la orilla. Ahi se quedo balanceandose, temblorosas sus delgadas piernas, con aquellas zapatillas de deporte, blancas y de suela gruesa, que ofrecian un aspecto incongruentemente pesado para aquellas piernecillas huesudas. Solia mostrar esos repentinos brotes de actividad, adelantandose a la carrera para ocultarse entre las matas y saltar despues hacia ella, brincando sobre los charcos de agua, buscando botellas rotas y latas de conserva en la cuneta y arrojandolas al agua con una energia desesperada. Ella fingia asustarse cuando el se presentaba pegando un brinco, le aconsejaba que tuviera cuidado cuando trepaba por alguna de las ramas mas inclinadas y cuando se colgaba de ella, casi rozando el agua. Sin embargo, en realidad disfrutaba con aquella vitalidad. Resultaba menos preocupante que el letargo que tan a menudo parecia apoderarse de el. Ahora al contemplar su cara, con aquellas muecas de mono, mientras se balanceaba con los dos brazos, retorciendo freneticamente el cuerpo y mostrando el blanco plateado de su delicada caja toracica bajo la palida piel, alli donde la chaqueta se separaba de sus pantalones vaqueros, la senorita Wharton experimento una sensacion de carino tan dolorosa como una lanzada en su corazon. Y con el dolor volvio aquella antigua ansiedad. Cuando el nino se dejo caer junto a ella, le pregunto:

– Darren, ?estas seguro de que a tu madre no le importa que vengas a Saint Matthew para ayudarme?

– Que va, ya le dije que no pasa nada.

– Es que vienes a mi casa muy a menudo. A mi me gusta, pero ?estas seguro de que a ella no le importa?

– Mire, ya se lo he dicho muchas veces. No pasa nada.

– Sin embargo, ?no seria mejor que fuese a verla, solo para conocerla y para que sepa con quien estas?

– Ya lo sabe. Ademas, no esta en casa. Ha ido a visitar a mi tio Ron, de Romford.

Otro tio. Ya no sabia ni como llevar la cuenta de ellos. Entonces, surgio en ella nueva ansiedad.

– ?Quien cuida de ti, Darren? ?Quien hay en tu casa?

– Nadie. Duermo con una vecina hasta que ella regrese. Estoy la mar de bien.

– ?Y la escuela de hoy?

– Ya se lo he dicho. No tengo que ir. Es fiesta, ?hoy es fiesta! ?Ya se lo he dicho!

Su voz habia alcanzado un tono alto, casi histerico. Entonces, al ver que ella no hablaba, se puso a su lado y le explico con mas calma:

– Hoy venden Andrex a cuarenta y ocho peniques la doble racion de panecillos, en Notting Hill. En aquel supermercado nuevo. Si le interesa, puedo conseguirle un par de panecillos.

Ella penso que el nino debia de pasar mucho tiempo en los supermercados, comprando para su madre, en su camino de regreso a casa al salir de la escuela. Tenia una habilidad especial para encontrar gangas, y siempre le hablaba de ofertas especiales en los articulos mas baratos. Contesto:

– Procurare ir alli yo misma, Darren. Se trata de un precio muy interesante.

– Si, eso es lo que pense. Es un buen precio. Es la primera vez que veo venderlos a menos de cincuenta peniques.

Durante casi todo el camino, el objetivo de ambos habia estado a la vista: la cupula de cobre verdoso del campanario de aquella extraordinaria basilica romanica de Arthur Blomfield, construida en 1870, junto a aquella indolente arteria urbana acuatica, con tanto aplomo como si la hubiera erigido junto al Gran Canal de Venecia. En su primera visita a Saint Matthew, nueve anos antes, la senorita Wharton habia decidido que convenia admirarla, puesto que era su iglesia parroquial y ofrecia lo que ella describia como privilegios catolicos. A partir de entonces, habia apartado con firmeza de su mente la arquitectura del edificio, junto con sus recuerdos de arcos normandos, retablos de talla y las familiares torres del estilo ingles primitivo. Creia que se habia acostumbrado ya a el, pero todavia se sentia levemente sorprendida cuando veia al padre Barnes acompanar a grupos de visitantes, expertos interesados en la arquitectura victoriana, que no ocultaban su entusiasmo ante el baldaquino, admiraban las pinturas prerrafaelitas en los ocho paneles del pulpito, o plantaban sus tripodes para fotografiar el abside, y comparaban el templo, con un tono confiado y poco eclesiastico (incluso los expertos debieran aprender a bajar sus voces en la iglesia), con la catedral de Torcello, cerca de Venecia, o con la basilica similar que Blomfield habia construido en Jericho, en Oxford.

Y ahora, como siempre, con aquella presencia impresionante, se erguia ante ellos. Atravesaron la verja entre las barandillas del canal y enfilaron el camino de grava que conducia al portico de la puerta sur, cuya llave obraba en poder de la senorita Wharton. Esta puerta conducia a la sacristia pequena, donde ella colgaba su abrigo, y a la cocina, donde limpiaba los jarrones y disponia las flores frescas. Cuando llegaron ante la puerta, ella contemplo el pequeno parterre de flores que los jardineros de la parroquia trataban de cultivar, con mas optimismo que exito, en la poco agradecida tierra junto al camino.

– ?Mira, Darren, que hermosas! ?Las primeras dalias! No creia que llegaran a florecer. No, no las cojas. Estan muy bonitas aqui.

El nino se habia agachado y tendia ya la mano hacia las flores, pero al hablar ella se enderezo y se metio la sucia mano en el bolsillo.

– ?No las quiere para la Virgen?

– Para Nuestra Senora tenemos ya las rosas de tu tio.

?Si al menos fueran de su tio! Penso que debia preguntarselo. No podia seguir con aquello, ofreciendo a

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