por Beverly Hills y Bel Air. Financieramente, se hallaba a anos luz de mi vecindario, pero geograficamente solo se encontraba a un kilometro y medio, mas o menos, hacia el sur.
Mi mapa situaba a La Mar Road justo en el corazon del distrito, un filamento serpenteante y sin salida, que acababa en las redondeadas colinas que dominan el Club de Campo de Los Angeles. No estaba muy lejos de la Mansion Playboy, pero no me imaginaba que hubieran invitado a Hefner a la fiesta.
A las cuatro y cuarto me vesti con un traje de verano y me puse en camino, a pie. Habia mucho trafico en Sunset… Practicantes del surf y adoradores del sol que volvian de la playa, mirones en direccion este, agarrados a mapas de las mansiones de las estrellas de cine. Pero, nada mas haberme adentrado unos cincuenta metros en Holmby Hills, todo se torno silencioso y bucolico.
Las propiedades eran de una tremenda extension, las casas estaban ocultas tras altos muros y puertas de seguridad y rodeadas por pequenos bosques. Solo la entrevista silueta de un tejado de pizarra o de rojas tejas de estilo espanol flotando sobre el verde sugeria que alli hubiese lugares habitados. Esto y el grunido profundo de invisibles perros de defensa.
La Mar aparecio tras una curva: una tira de asfalto de un solo carril, cuesta arriba, que hendia una pared de eucaliptos de quince metros de altura. En lugar de una placa municipal con el nombre de la calle, habian clavado en uno de los pinos una plancha barnizada, en madera, en la que, con letra rustica quemada en la madera, se indicaba: LA MAR. CALLE PRIVADA. SIN SALIDA. Debajo se veian las placas de tres companias privadas de seguridad y la blanquirroja de la Bel Air Patrol. Era facil saltarse la entrada yendo a setenta por hora, pero a pesar de eso, un Rolls Royce paso a mi lado a toda velocidad, y la tomo sin dudarlo un instante.
Segui el rastro que dejaba el tubo de escape del Rolls. A unos seis metros hacia dentro, unos dobles postes en piedra, marcados de nuevo con un signo de CALLE PRIVADA, se incrustaban en muros de piedra de dos metros y medio de alto, que culminaban en una verja de un metro mas, de hierro forjado pintada de dorado. El hierro estaba decorado con enredaderas, en secciones de siete metros: hiedra, fruto de la pasion, madreselva y glicina. Una profusion controlada, tratando de aparentar como si fuese algo natural. Mas alla de los muros habia un telon grisverdoso: mas eucaliptus del tamano de un edificio de cinco pisos. Medio kilometro mas alla, el follaje aun se hacia mas espeso, la ruta mas oscura y fresca. Masas de musgo y liquenes recubrian las piedras de los muros, que seguian limitando la ruta. El aire olia humedo y limpio, como con mentol. Un pajaro pio timidamente, luego abandono su cancion.
El camino se curvaba, se enderezaba, y mostraba su punto final: una gigantesca arcada de piedra, cerrada por portones de hierro forjado. Docenas de coches estaban alineados en una doble hilera de cromados y pintura lacada.
A medida que me iba acercando pude ver que la division era deliberada: los relucientes coches de lujo en una cola, los utilitarios, todo terrenos y similares medios de transporte plebeyos en la otra. Encabezando los coches de ensueno se hallaba un impoluto cupe Mercedes blanco, uno de esos hechos por encargo, con un motor amanado, parachoques y embellecedores dorados… y una matricula de las que le dan a uno pagando, y que proclamaba: PPK PHD. El coche de Kruse.
Unos guardacoches de chaquetas rojas mariposeaban en derredor de los vehiculos recien llegados, como pulgas en el pelo de un perro en verano, abriendo puertas de coches y metiendose en el bolsillo llaves de contacto. Hice el camino hasta los portalones y los halle cerrados. A uno de los lados habia un interfono, colocado en un poste. Junto al altavoz habia un teclado, orificio de llave y telefonito.
Uno de los chaquetas rojas me vio, tendio la mano con la palma arriba y me dijo:
– Llaves.
– No hay llaves. He venido andando.
Sus ojos se entrecerraron. En su mano sostenia una llave de hierro de tamano monumental, encadenada a un rectangulo de madera barnizada. En la madera estaba escrito al fuego: PUERTA DRA.
– No traigo coche -le repeti-. He venido andando.
Cuando su rostro siguio sin mostrar comprension, hice la pantomima de caminar con mis dedos.
Se volvio hacia otro aparcador, un chico negro bajo y delgado, y le susurro algo. Ambos me miraron fijamente.
Mire a la parte superior de la verja, y vi unas letras doradas: SKYLARK.
– Esta es la casa de la senora Blalock, ?no?
No hubo respuesta.
– ?La fiesta de la universidad? ?El doctor Kruse?
El barbudo se alzo de hombros y troto hacia un Cadillac gris perla. El chico negro se adelanto.
– ?Tiene una invitacion, caballero?
– No. ?Es necesaria?
– Bueeeno -sonrio, y parecio estar esforzandose en pensar-. No tiene usted coche, no tiene invitacion…
– No sabia que fuese necesario traer ninguna de ambas cosas.
Chasqueo la lengua.
– ?Acaso el coche sirve como garantia? -le pregunte.
La sonrisa desaparecio.
– ?Asi que ha venido caminando?
– Eso es.
– ?Y donde vive usted?
– No muy lejos de aqui.
– ?Vecino?
– Invitado. Me llamo Alex Delaware. Doctor Delaware.
– Un minuto -camino hasta la caja, tomo el telefonito y hablo. Colgandolo, me dijo de nuevo-: Un minuto.
Y corrio a abrirle las puertas a un Lincoln blanco alargado.
Espere, mirando en derredor. Algo marron y conocido me llamo la atencion: un vehiculo realmente patetico, echado a un lado del camino, dejado aparte de los otros. En cuarentena.
Era facil comprender el motivo: se trataba de un trasteado Chevrolet familiar, una ranchera de edad casi senil, comida por la herrumbre y manchada por pegotes de pintura mal aplicada. Le faltaba aire en los neumaticos, su parte de atras estaba repleta de ropa arrugada, zapatos, cajas de carton, contenedores vacios de comida rapida y vasos de papel aplastados. En la ventana de atras estaba pegada una pegatina amarilla, de forma romboide, que indicaba: MUTANTES A BORDO.
Sonrei, y me fije en que el trasto habia sido colocado de modo en que quedaba impedida su salida. Habria que mover a un monton de coches para que pudiese quedar libre.
Una pareja delgada, a la moda, bajo del Lincoln blanco y fue escoltada hasta el portalon por el aparcacoches barbudo. Este coloco la gran llave en la cerradura, y marco un codigo en el tablero, tras lo que se abrio una de las hojas de la puerta de hierro. Deslizandome hacia el interior, segui a la pareja por un sendero inclinado, pavimentado con ladrillos negros con forma de escamas de pescado. Cuando pase a su lado, el aparcador dijo: «?Hey!», pero sin entusiasmo, y no hizo esfuerzo alguno por detenerme.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras el, senale al Chevy y le dije:
– Ese coche de color marron… ?quiere que le diga algo respecto al mismo?
Se acerco a mi, al otro lado de la verja forjada.
– ?Si? ?Que?
– Ese coche es propiedad del tipo mas rico que hay en esta fiesta. Tratelo bien… es muy conocido por las grandes propinas que da.
Giro la cabeza de golpe y miro al viejo coche. Comence a caminar. Cuando volvi la vista, estaba jugando a hacer sonar los parachoques, creando un claro en derredor del Chevy.
A un centenar de metros mas alla de la puerta, los eucaliptos dejaban paso a cielos libres, por encima de un cesped que podria haber sido el de un campo de golf por su calidad, y que estaba perfectamente cortado. El cesped estaba flanqueado por impecables columnas de cipreses italianos y plantas perennes, todo ello cuidadosamente podado. Las zonas mas lejanas de la propiedad habian sido remodeladas con terraplenadoras, para formar colinas y valles. Los mas altos de esos promontorios estaban en los limites de la propiedad, coronados por solitarios pinos negros y enebros californianos, podados para parecer que habian sido moldeados