justificadas.

La vanguardia estaba al alcance de los arqueros, y los lancasterianos causaban estragos con sus flechas. La vanguardia vacilo bajo las demoledoras andanadas, y acometio de nuevo, pero recibio un castigo tremendo. Los hombres trepaban desde zanjas lodosas y la tierra floja se desmoronaba. Chocaban entre si y volvian a desplomarse en las zanjas, magullados y jadeantes. Tropezaban con raices enmaranadas, caian en setos erizados de espinas. Escalaban cuestas infestadas de arbustos y tropezaban con piedras. Y entre tanto una lluvia de muerte caia del cielo.

Eduardo maldecia sin cesar, y cuando Ricardo dio la orden de retirada, maldijo de nuevo, pero esta vez con alivio. Observo el repliegue hasta cerciorarse de que la vanguardia habia quedado fuera del alcance de la artilleria y los arqueros lancasterianos, y luego enfilo con su caballo blanco hacia sus lineas, con tal celeridad que sus hombres supieron que habia dado rienda suelta a su montura.

Eduardo estaba inquieto, y el instinto le lanzaba una advertencia. No sabia por que estaba tan tenso; era mucho mas que el abatimiento que cabia esperar despues de ver que repelian su vanguardia. Sentia una presion palpitante y hueca contra las costillas, y el sudor se le acumulaba en la frente, haciendole arder los ojos. Era un instinto puramente fisico, pero confiaba en el, y lo intrigaba al punto de que habia demorado su retorno a la loma desde donde podria seguir el avance del segundo ataque de Ricardo.

Habia despachado mensajeros, uno a Ricardo, el otro a Will, y aguardaba que le llevaran de vuelta el caballo, cuando sucedio. En la zona boscosa a la izquierda de su linea. El peligro que habia intuido. Un ataque de flanco por los hombres de la vanguardia lancasteriana.

Eduardo no dio ordenes; sabia que los caballeros de su sequito lo seguirian. Monto en un rapido movimiento que negaba el peso de su armadura, y el enorme caballo acometio contra los hombres que salian del bosque. Esos hombres se desperdigaron con panico ante la embestida de esos cascos amenazadores, esos dientes feroces, esa espada que mordia carne y hueso con cada mandoble.

Eduardo habia cumplido veintinueve anos seis dias atras, y durante la mitad de esa vida habia practicado las sangrientas artes de la guerra. Pero nunca habia luchado como ahora. Casi decapito al primer hombre que le salio al encuentro, empalo al segundo, y mientras el hombre caia, libero la espada para abatir ferozmente al tercero. Mutilando sin piedad, ponia de rodillas a hombres moribundos cuyas bocas contorsionadas burbujeaban con espumarajos sanguinolentos y cuyos huesos se arqueaban grotescamente, desgarrando la piel, mientras el frenetico caballo pisoteaba los cuerpos. Eduardo esquivo un hachazo dirigido contra la zona vulnerable que habia bajo la axila y contraataco antes de que el hombre pudiera retirarse, asestando un golpe mortifero con ese acero centelleante que podia tronchar brazos, perforar tripas y entranas, extraer sangre pegajosa y negra.

Eduardo siempre habia disfrutado de ventajas que otros hombres no poseian en el combate: su gran talla, su enorme fuerza fisica. Ahora, montado en un caballo que estaba medio enloquecido por la sed de sangre, impulsado por una desesperacion que desdenaba toda cautela y toda piedad, era un aterrador instrumento de muerte, y hombres de incuestionable valentia huian de el mientras los caballeros de su sequito procuraban permanecer a su lado, seguidos por los infantes, que tambien optaron por resistir, pues el coraje demoniaco del comandante les inspiraba una lealtad primitiva y feroz.

Eduardo no era uno de esos hombres que se embriagaba con la pasion de la matanza; su cerebro permanecia despejado, lucido. Sabia que habia contenido una desbandada, que lo seguian muchos hombres dispuestos a luchar con denuedo para defender el centro. Pero tambien sabia que Somerset era un soldado demasiado astuto para haber lanzado un ataque tan audaz y ambicioso solo con la vanguardia. Ese era el temor que lo impulsaba a una represalia tan salvaje. Esperaba el momento en que John Wenlock arremeteria desde el frente, y dudaba que sus hombres pudieran resistir la embestida.

Y asi, mientras cada vez mas hombres se le sumaban, suficientes para contener el embate de Somerset, luchaba con el abandono feroz e implacable de un condenado, esperando el ataque de Wenlock.

La vanguardia yorkista se reorganizaba, y los hombres respondian con menguado entusiasmo a las ordenes de los acuciados capitanes de Ricardo. No les faltaba coraje, pero los habian diezmado. No sentian ninguna ansiedad por lanzar otro ataque contra las inalcanzables trincheras lancasterianas. A su modo de ver, no era una contienda pareja. Los que podian observar al joven comandante lo veian tan disconforme como ellos.

Desde su ojeada de la noche anterior, Ricardo recelaba del campo de batalla preparado por Lancaster. No le gustaba la configuracion del terreno, ni el hecho de que quedaria muy aislado de las otras alas yorkistas, y menos aun le gustaba tener que llevar a sus hombres por un terreno tan escarpado e intransitable. Pero no tenia opcion. Solo queria atenerse a su resolucion de no dejarlos morir en un vano intento de quebrar las defensas de Lancaster. Los haria retirar por segunda y tercera vez si veia que no llegarian a la linea de Somerset. Ya habia hecho lo poco que podia hacer, pidiendo el respaldo de su artilleria, y designando una cantidad inusitadamente numerosa de mensajeros para mantener abiertas las lineas de comunicacion entre su mando y el ala de su hermano.

Ahora uno de esos mensajeros llegaba desde el este, a tal velocidad que de inmediato atrajo las miradas y silencio la conversacion. Solo un desquiciado cabalgaria a tal velocidad en ese terreno. O alguien que tuviera noticias tan urgentes que estaba dispuesto a arriesgarse a la quebradura de una pata o a una peligrosa caida.

Ricardo alzo la visera. Los hombres se volvian hacia el jinete. Era un jinete diestro, uno de los mejores que Ricardo habia visto. Aun en esas circunstancias, una parte de su cerebro reparaba en ello, lo aprobaba. Tuvo el impulso de salirle al encuentro a la carrera; se contuvo y espero, sabiendo que sus hombres vigilaban cada uno de sus movimientos: «Si un capitan titubea y deja traslucir temor e inseguridad, pierde a sus hombres en cuanto pierde el aplomo». Palabras de su primo Warwick, un consejo que le habia dado anos atras en Middleham.

El caballo, un ruano empapado de sudor, tenia mataduras y rasgunos, y la sangre se mezclaba con la transpiracion que oscurecia el pelaje gris manchado. Tambien habia sangre en la cara del jinete; tenia las marcas del ramaje que habia atravesado al galope, sin esquivar las ramas bajas, sin buscar una senda natural, agazapado sobre la cruz del caballo en un estilo heterodoxo impuesto por el instinto y la necesidad de velocidad. Nunca habria creido que estaba dispuesto a someter a su cabalgadura a semejante esfuerzo. Pero habia llegado. Reconocio a Ricardo, freno tan abruptamente que el caballo se irguio sobre las ancas, alzandose tanto que parecia que se desplomaria. Pero conservo el equilibrio, aterrizo como un gato y se meneo, subitamente libre del peso del hombre.

El jinete salto de la silla y dio con la rodilla contra el suelo. Pero no se cayo. Estaba sin aliento y no podia hablar. No le salian las palabras, no por miedo sino porque le costaba respirar. Pero habia conservado la cabeza, desde que habia salido del bosque y se habia topado con un centro yorkista que vacilaba ante el ataque sorpresivo de Somerset, y sin pausa volvio grupas, galopando hacia la vanguardia, sin pensar en lo que habia visto, en lo que podia significar para York y para el, concentrandose en el unico pensamiento que le impedia sucumbir al panico: tenia que contarselo a Gloucester, ninguna otra cosa importaba, contarselo a Gloucester.

Tambien ahora conservaba la cabeza; Ricardo tenia motivos para agradecerlo, y luego lo recordaria. Pues el mensajero no barboto su mensaje. Era la mayor tentacion de sus veinte anos, pero sabia por instinto que podia provocar una estampida incontenible. Quiso hincarse pero se le aflojo la rodilla, y habria caido de bruces si Ricardo no lo hubiera aferrado. Apoyandose en el hermano del rey, revelo por que habia galopado como un demente en un caballo preciado, por un terreno que Ricardo mismo habia llamado «la pesadilla del soldado».

Vio la cara de Ricardo, vio que le habia transmitido sus temores. Ricardo murmuro un juramento y se alejo, pidiendo un caballo, gritando nombres que el no conocia, y el se desplomo en el suelo, pensando que no habria podido moverse de alli aunque Somerset mismo lo amenazara con la espada.

Los hombres de la vanguardia yorkista habrian podido ser presa del panico. Aunque muchos eran veteranos que habian luchado por Ricardo en Barnet, otros saboreaban por primera vez el gusto agrio del combate, y estaban conmocionados porque no habian podido resistir el fuego de Somerset. Pero Ricardo no les dio tiempo. Estaban habituados a obedecer, a escuchar a los comandantes que ahora recorrian el campo llamandolos a filas. Mas aun, cuando entendieron que debian acudir en auxilio del asediado centro, de pronto sintieron euforia, avidez. Pocos se habrian entusiasmado con otro ataque sangriento contra las trincheras lancasterianas; esto era diferente, mas de su agrado, pues prometia condiciones mas parejas y la palpitante satisfaccion emocional de una mision de rescate. Los capitanes de Ricardo encontraron su tarea asombrosamente facil, al punto de que abrigaron la esperanza de que podrian cumplir las exigencias de Ricardo, de que podrian ser mas veloces que meros mortales.

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