elevarse, y al desmontar oyeron el chirrido tranquilizador del rastrillo de rejas de hierro que cerraba la entrada.

Todo el dia habia caido una cellisca intermitente, pero en ese momento las nubes ya no derramaban copos helados. Los vigias yorkistas contaban con buena visibilidad para observar a los enemigos que se congregaban en el marjal. Aun a esa distancia, se notaba cierta confusion, como si no supieran si retirarse o sitiar el castillo.

En el salon estallo una acalorada discusion entre los senores yorkistas. Se habia producido una division inconciliable entre los que preferian trabarse en combate con los lancasterianos y los que consideraban una locura abandonar el amparo del castillo. El portavoz de la segunda posicion era sir David Hall, viejo amigo del duque de York. Argumento con fuerza y conviccion que el sentido comun imponia una sola medida, mantener a los hombres dentro de las murallas y aguardar la llegada de Eduardo de March, el hijo mayor de Su Gracia, con los hombres que estaba reuniendo en las marcas galesas.

Otros consideraban esa prudencia un insulto a su valentia y argumentaban, con igual pasion, que la unica salida honorable era aceptar el reto del enemigo.

Por un tiempo la decision quedo pendiente, pero dos factores la volcaron a favor del ataque. El duque de York era partidario de este argumento, y los lancasterianos de Wakefield Green habian engrosado sus fuerzas. Al recibir refuerzos, eran cada vez mas audaces y se habian aventurado en las inmediaciones del castillo, aunque aun se mantenian a distancia prudente.

Edmundo escuchaba en silencio desde las sombras. A diferencia de la mayoria de sus parientes, tenia ojos oscuros, de un llamativo gris azulado que reflejaba fielmente su animo voluble. Ahora mostraban solo el gris, que se movia de rostro en rostro, escrutandolos agudamente. Aunque tenia diecisiete anos, no era un romantico. Lo impulsaba el sentido comun, no los conceptos abstractos como «honor» y «gallardia». Le parecia una necedad arriesgar tantas cosas por la dudosa satisfaccion de vengar a los forrajeros. Claro que el riesgo no parecia ser excesivo; gozaban de una evidente superioridad numerica sobre los lancasterianos. Pero le parecia innecesario, un autocomplaciente alarde caballeresco.

Se preguntaba si su padre estaba motivado por el deseo de vengarse de Ludlow. Luego se pregunto si su renuencia a trabarse en combate obedecia realmente al sentido comun. ?Y si era cobardia? Despues de todo, nunca habia estado en batalla, y sentia un nudo en el estomago ante la perspectiva. Ned siempre afirmaba que el miedo era tan comun entre los hombres como las pulgas en los perros y las tabernas, pero Edmundo tenia sus dudas. Estaba seguro de que su padre y su tio Salisbury nunca habian sentido el corazon en la garganta, ni ese sudor helado que bajaba de la axila a la rodilla. Ellos eran mayores; su padre frisaba los cincuenta, y su tio era aun mas viejo. Edmundo no podia concebir que la muerte les inspirase el mismo temor que a el, asi como no podia concebir que los impulsara el mismo apetito sexual.

No, nunca habia podido coincidir con Ned, que confesaba sin remilgos que a veces se orinaba de miedo pero que parecia crecer con el peligro y se exponia a riesgos que Edmundo habria pasado por alto. Durante la infancia habia seguido a Ned en una aventura tras otra, cabalgando por el precario borde de los penascos y cruzando a caballo rios caudalosos en vez de usar los puentes. Pero nunca se convencia de que Ned sintiera el miedo que el sentia, y cuando otros lo alababan por su valentia, se avergonzaba en secreto como si hubiera perpetrado una gigantesca estafa, un engano que un dia quedaria al descubierto.

Al dudar de su coraje, tambien dudaba de su criterio; ya no sabia por que se oponia tanto al ataque que planeaban. Pero aunque lo hubiera sabido, no habria podido dar otra respuesta cuando su padre lo interpelo.

– ?Que dices, Edmundo? ?Le mostramos a Lancaster el precio que pagara por romper la tregua?

– Creo que no hay otra opcion, padre -declaro gravemente.

Al oeste el rio Calder se curvaba en una herradura donde el terreno se elevaba y ofrecia una vista clara del castillo de Sandal y el declive de Wakefield Green. Un pequeno grupo de jinetes aguardaba en la arboleda de esa loma cubierta de nieve. Mientras observaban, el puente levadizo del castillo empezo a bajar y se asento lentamente sobre el foso. Los estandartes favoritos de York -un Halcon Engrillado y una Rosa Blanca-flamearon al viento, se desplegaron en medio de la nieve arremolinada.

Enrique Beaufort, duque de Somerset, se inclino para observar y se permitio una leve sonrisa.

– Alli vienen -anuncio innecesariamente, pues sus companeros observaban el castillo con igual concentracion. Era improbable que York tuviera una trinidad de enemigos mas acerrimos que estos tres hombres: Somerset, lord Clifford y Henry Percy, conde de Northumberland. Solo Margarita abrigaba un rencor mayor contra el hombre que encabezaba su ejercito contra los lancasterianos en Wakefield Green.

Los lancasterianos no defendian su posicion, sino que se replegaban ante el avance. Para los tres observadores, la fuerza lancasteriana parecia estar al borde de la catastrofe, a punto de quedar atrapada entre la orilla del Calder y el ejercito yorkista. Pero ninguno de los tres manifestaba alarma; al contrario, miraban con sombria satisfaccion mientras sus hombres retrocedian y los yorkistas avanzaban en una exultante arremetida hacia una victoria facil.

Al fin los lancasterianos parecieron defender su posicion. Los hombres se estrellaron con un impacto estremecedor. El acero centelleo, la sangre salpico la nieve. Los caballos corcovearon, perdieron el equilibrio en la nieve y se desplomaron, aplastando a sus jinetes.

Junto a Somerset, lord Clifford jadeo entre dientes:

– ?Ahora, maldicion, ahora!

Como si hubieran oido su imprecacion, las alas izquierda y derecha del ejercito lancasteriano abandonaron su escondrijo y salieron de los bosques de ambos flancos de Wakefield Green. Al mando del conde de Wiltshire, la caballeria rodeo a los yorkistas y los ataco por detras, cortando la retirada hacia las distantes y nevadas murallas del castillo de Sandal. Los infantes del ala derecha siguieron saliendo del bosque hasta que un mar de combatientes anego Wakefield Green. Aun parael ojo inexperto, era evidente que los acorralados yorkistas sufrian una abrumadora inferioridad numerica. Para los ojos expertos de Somerset y Clifford, los yorkistas sumaban como maximo cinco mil efectivos, frente a un ejercito de quince mil.

Clifford habia buscado en vano el estandarte personal de York. Desistio del esfuerzo y pico espuelas para bajar la cuesta hacia lo que ya no era una batalla, sino una carniceria. Somerset y Northumberland azuzaron a sus monturas para seguirlo.

Edmundo bajo la espada cuando el hombre aferro las riendas de su caballo. La hoja se estrello contra el escudo y el soldado cayo de rodillas. Pero Edmundo no aprovecho esta ventaja; su estocada habia sido un gesto instintivo de defensa, perfeccionado mediante anos de practica en la palestra del castillo de Ludlow. Edmundo estaba conmocionado; acababa de presenciar la muerte de su primo Tomas. Lo habian derribado de la montura y lo habian aplastado contra la nieve ensangrentada mientras una veintena de espadas martillaba su armadura.

Caia una nevisca intensa y espesa; a traves de la visera, Edmundo solo veia un borron de blancura arremolinada. Los hombres corrian, gritaban, morian. Hacia tiempo que habia perdido de vista a su padre y su tio. Ahora buscaba desesperadamente a Rob Apsall, y solo veia a los soldados de Lancaster y los muertos de York.

Alguien volvio a aferrar sus riendas, y alguien mas se le acerco al estribo. Hundio las espuelas. El caballo corcoveo, zafandose de las manos que intentaban agarrarlo, y embistio. Hubo un grito sobresaltado; el caballo tropezo, dio coces, y Edmundo se libero de los hombres que lo cercaban. Dejo andar al caballo, se encontro atrapado en medio de soldados que huian presa del panico, tambaleandose en la nieve, arrojando armas y escudos, mientras los lancasterianos los perseguian.

Su caballo viro a la derecha, tan bruscamente que Edmundo casi salio despedido. Solo entonces vio el rio, vio el destino del que su caballo lo habia salvado. Hombres que se ahogaban aferraban con dedos helados los cuerpos notantes de sus camaradas yorkistas, mientras los soldados de Lancaster les asestaban lanzazos y hachazos desde la orilla, como ese hombre que una vez Edmundo habia visto lancear peces en un barril.

Ese espectaculo lo conmociono aun mas. Tiro de las riendas, pues una terquedad irracional lo obligaba a regresar al campo de batalla para encontrar a su padre. Un soldado lancasteriano le cerro el paso, empunando una maza con cadenas que trazo un arco en el aire. Edmundo replico con estocadas y el hombre reculo, busco una presa mas facil.

Asi distraido, Edmundo no vio al segundo soldado hasta que el hombre lo ataco con una espada ensangrentada, despanzurrando al caballo. El animal chillo, pataleo. Edmundo solo tuvo tiempo de liberarse de los

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