El Verraco se echo a reir. Stever le imito. El comandante sonrio.

El rostro del general de brigada permanecio impasible. La orden del comandante era correcta, totalmente correcta segun el reglamento militar prusiano. Con aquel reglamento se podia matar a un hombre. Todo consistia en saber si el corazon resistiria.

– Prisionero, ?media vuelta! -ordeno Stever-. ?Adelante a la carrera!

El comandante se puso la esclavina, se ajusto el ancho cinturon amarillo, restituyo a su sitio la funda de la pistola e inclino la gorra hacia un lado, sobre el ojo derecho. Aquello le daba un aire audaz. Cogio la fusta, se golpeo ligeramente una pierna y dijo, volviendose hacia el Verraco:

– Venga, Stabsfeld. Voy a ensenarle que hay que hacer cuando quieren evitarse las complicaciones.

El Verraco asintio con la cabeza y se puso el capote. Estuvo a punto de colocar su gorra del mismo modo que el comandante, pero se contuvo y la coloco correctamente, derecha, con la visera sobre la frente. Tenia un aspecto estupido, pero mas valia aquello que un disgusto serio. De un comandante tan distinguido, podia esperarse cualquier cosa.

Las hombreras de oro macizo del comandante brillaban. Sujeto la cadena de oro de su esclavina. Se echo los dobleces blancos sobre los hombros. Parecia un oficial de opereta dispuesto a asistir a un baile de mascaras.

El general de brigada corrio con estrepito por el corredor, estimulado por los gritos de mando de Stever.

Ya en el patio, Rotenhausen tomo el mando. Comprobo la indumentaria, se cercioro de que todo era correcto. Cambio una de las piedrecitas por otra mas pequena. Despues, se situo en lo alto de la escalera. Stever se aposto en el fondo del patio, con la metralleta a punto de disparar. Hasta un viejo general podia perder el dominio de sus nervios. El Verraco permanecia en pie, a la izquierda del comandante.

– Fijese bien, Stabsfeld -dijo el comandante, sonriente-. Si le ocurre algo durante el ejercicio, no podran reprocharnos nada.

Rio suavemente.

– Si alguien soporta esta prueba dos veces al dia durante una semana, puede vanagloriarse de ser el soldado de Infanteria mas duro del mundo. -El comandante se ajusto el cinturon, separo las piernas a la prusiana, se balanceo ligeramente, y ordeno con tono hosco-: ?Derecha! ?Firmes! ?Izquierda! ?Paso ligero, sin moverse! ?Adelante a paso ligero! ?Mas de prisa, prisionero, mas de prisa! ?Levante los pies, levantelos! ?Muevase, viejo, por favor! ?Al suelo! ?Veinte vueltas al patio a rastras!

El general de brigada sudaba. Sus ojos se desorbitaban bajo el casco. Sabia que el menor desfallecimiento seria considerad como una desobediencia y daria a sus enemigos ocasion de utilizar las armas de fuego. El general de brigada habia servido cuarenta y tres anos en el Ejercito prusiano. A los quince habia entrado en la escuela de aspirantes de Gross Lichterfelde. Lo conocia todo y sabia hasta donde podia llegar. El desvanecimiento era lo unico que podia eximir a alguien de ejecutar una orden.

– ?Prisionero, alto! ?De cuclillas! ?Avance a saltos!

Cada salto en la arena blanda del patio era un suplicio Las piedrecitas de las botas empezaban tambien a producir efecto.

El Verraco se divertia abiertamente. El comandante reia muy satisfecho.

– Vamos, prisionero. Un poco de animo. El ejercicio es bueno para la salud. Hay que saltar mas alto y mas lejos. ?Mas de prisa! ?Sostenga el fusil con los brazos extendidos! -Las ordenes se sucedian rapidamente-. ?Al suelo! ?Adelante a rastras! ?Salte con los pies juntos! ?Adelante, paso ligero! ?Saltos individuales! ?Media vuelta! ?Adelante, paso ligero! ?Armen bayoneta! ?Ataque de Caballeria por la derecha! ?Defensa con la bayoneta!

Al cabo de veinte minutos, el general se desmayo por primera vez. Stever solo necesito dos minutos y medio para reanimarle.

Cuando el comandante se hubo fumado tres cigarros, el general empezo a gritar. Al principio, solo se oia un gemido, un debil murmullo. Una hora despues del primer grito, toda la prision estaba despierta. En las celdas, los hombres escuchaban, asustados. Los que llevaban alli cierto tiempo sabian lo que ocurria. Entrenamiento especial de Infanteria en el patio.

El viejo gritaba ahora casi sin cesar. Cada grito terminaba con un estertor ahogado.

Stever hundia su metralleta en el vientre del prisionero, un centimetro y medio por encima del ombligo, cada vez en el mismo lugar. Aquello no dejaba huellas. En el peor de los casos, se perforaba el estomago. Pero aquello podia ocurrir tambien durante un ejercicio riguroso. ?Y en que Ejercito esta prohibido el ejercicio?

El comandante ya no reia. Sus ojos brillaban. Sus labios formaban una delgada linea.

– ?Prisionero! -aullo-. ?En pie! ?Obergefreiter, ayudele!

Stever golpeaba como un automata.

El general de brigada consiguio ponerse en pie. Vacilaba como un hombre ebrio. Se arrastraba por el patio.

El comandante grito:

– ?Alto! ?Cinco minutos de descanso! ?Sientese! ?Tiene algo que decir antes de reanudar el ejercicio?

El viejo miro hacia el cielo. Sus ojos estaban vidriosos. Parecia un muerto en una envoltura viva. Consiguio decir, con voz apenas audible:

– No, mi comandante.

Stever, que permanecia en pie tras el prisionero, con la metralleta al hombro, penso: «Pronto caera. Dentro de media hora, como maximo, estaremos ya en cama, despues de desembarazarnos de ese tipo. Tiene que estar loco para haberse atrevido a amenazar al comandante. Manana por la manana sera eliminado de la lista de Torgau.»

– Prisionero, preparado -gruno el comandante.

El general dio otras dos vueltas al patio. Despues cayo de bruces, como un tronco.

Stever le golpeo con la culata de su arma.

– ?Levantese! -ordeno el comandante.

El prisionero se puso en pie, vacilante.

Stever estaba frente a el, con la metralleta en la mano, a punto de disparar.

«Hay que liquidarlo -pensaba-. ?Por que no se morira este imbecil? Es lo mejor que podia ocurrirle. Tendria que comprenderlo. Si aun aguanta mucho rato, esta noche no podre dormir. Solo faltan tres horas para el toque de diana. Voy a pegarle un buen golpe, a ver si termino.»

El prisionero se mantenia erguido, con las manos pegadas a las costuras del pantalon. Su casco estaba torcido. Las lagrimas le brotaron de los ojos. El blanco cabello se le pegaba a la frente. Las correas de la mochila le cortaban los hombros como cuchillos. Era como si cada hueso estuviera descoyuntado. Se lamio los labios y noto gusto a sangre.

– Mi comandante, le anuncio que no tengo ninguna queja que formular. -Se produjo un breve silencio. El general respiro profundamente-. Siempre he sido tratado con correccion. Solicito firmar la declaracion.

– Concedido -dijo el comandante-. Es lo que esperaba desde el principio.

Todo el mundo firmo. El comandante se balanceo, encendio un nuevo cigarro, lanzo una bocanada de humo y miro, con atencion, la ceniza blanca.

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