mechero especial. Los fumadores de pipa son grandes maestros en manosear y toquetear, y una maldicion tan enorme para nuestro mundo como un desembarco de misioneros cargados de sostenes en Tahiti. No era culpa de Bruno, porque, a pesar de beber tanto y de sus irritantes costumbres, seguia siendo el buen detective que yo habia rescatado de su olvidado destino en una remota comisaria de la Kri po en Spreewald. No, la culpa era mia: habia descubierto que mi temperamento era tan incompatible para asociarme con alguien como para ser presidente del Deutsche Bank.

Pero, al mirarlo, empece a sentirme culpable.

– ?Te acuerdas de lo que deciamos en la guerra? Si lleva tu nombre y direccion escritos, puedes estar seguro de que te encontrara.

– Lo recuerdo -dijo, encendiendo la pipa y volviendo a su Volkischer Beobachter.

Lo mire leer extranado.

– Tanto valdria que esperaras al pregonero como querer sacar de ahi alguna informacion de verdad.

– Cierto. Pero me gusta leer el periodico por la manana, aunque sea un monton de mierda. Es una costumbre mia.

Nos quedamos callados durante un rato.

– Mira, aqui hay otro de esos anuncios: «Rolf Vogelmann, Investigador Privado. Especializado en personas desaparecidas».

– Nunca he oido hablar de el.

– Si que has oido. Ya salia uno igual en los anuncios por palabras del viernes pasado. Te lo lei, ?no te acuerdas? -Se saco la pipa de la boca y me apunto con la boquilla-. ?Sabes?, a lo mejor tendriamos que anunciarnos, Bernie.

– ?Por que? Tenemos todo el trabajo que podemos hacer y mas. Las cosas nunca nos habian ido mejor; asi que, ?quien necesita gastos extra? Ademas, es la reputacion lo que cuenta en este tipo de negocio, no los centimetros de una columna en el periodico del partido. Es evidente que este Rolf Vogelmann no sabe que cono esta haciendo. Piensa en todo el trabajo que nos viene de los judios. Ninguno de nuestros clientes lee esa clase de mierda.

– Bueno, si no crees que lo necesitemos, Bernie…

– Lo necesitamos tanto como un tercer pezon.

– Antes habia quien pensaba que eso era senal de buena suerte.

– Y otros muchos creian que era razon suficiente para quemarte en la hoguera.

– La senal del diablo, ?eh? -dijo con una risita cloqueante-. Oye, puede que Hitler lo tenga.

– Tan seguro como que Goebbels tiene una pezuna hendida. Cono, todos vienen del infierno. Todos y cada uno de esos cabrones.

Oi como resonaban mis pasos en la desierta Konigsplatz mientras me acercaba al edificio del Reichstag. Solo Bismarck, frente a la entrada oeste, de pie en su pedestal, con la mano en la espada y la cabeza vuelta hacia mi, parecia preparado para oponerse a mi presencia alli. Pero, por lo que yo recordaba, nunca habia sido un entusiasta defensor del Parlamento aleman -ni habia pisado aquel lugar-, asi que dudaba de que se hubiera sentido muy inclinado a defender una institucion a la que su estatua, quiza simbolicamente, volvia la espalda. Y no es que quedara mucho en el recargado edificio de estilo renacentista por lo que ahora valiera la pena luchar. Con su fachada ennegrecida por el humo, el Reichstag parecia un volcan que hubiera presenciado su ultima y mas espectacular erupcion. Pero el fuego fue mas que la mera ofrenda calcinada de la Re publica de 1918; tambien fue la mas clara muestra de piromancia que se le podia dar a Alemania para anunciar lo que Adolf Hitler y su tercer pezon nos reservaban.

Me encamine al lado norte, hasta lo que habia sido el Portal V, la entrada publica por la que yo habia pasado una vez, con mi madre, hacia mas de treinta anos.

Deje la linterna en el bolsillo de la chaqueta. Lo unico que le falta a un hombre que anda por la noche con una linterna en la mano para ser un blanco perfecto es pintarse unos circulos de color en el pecho. Y, ademas, entraba mas que suficiente luz de la luna a traves de lo que quedaba del tejado para que yo viera por donde iba. Sin embargo, mientras cruzaba el vestibulo norte y entraba a lo que habia sido una sala de espera, amartille la pistola ruidosamente para que quienquiera que me estuviera esperando supiera que iba armado. Y en el fantasmagorico, resonante silencio, sono mas fuerte que un escuadron de la caballeria prusiana.

– No vas a necesitar eso -dijo una voz desde la planta de tribunas que habia por encima de mi.

– De todas formas, la conservare por el momento. Puede que haya ratas por aqui.

El hombre solto una risa burlona.

– Las ratas se fueron hace mucho tiempo. -La luz de una linterna me dio en la cara-. Vamos, Gunther, sube.

– Me parece que conozco tu voz -dije, empezando a subir las escaleras.

– A mi me pasa lo mismo. A veces reconozco mi voz, solo que no me parece conocer al hombre que la usa. Eso no es nada raro, ?verdad? Al menos en estos tiempos.

Saque la linterna del bolsillo y la dirigi al hombre que ahora retrocedia y entraba en la sala que yo tenia enfrente.

– Es interesante saberlo. Me gustaria oirte decir una cosa asi en la Prinz Al brecht Strasse.

– Asi que finalmente me has reconocido -dijo riendo de nuevo.

Lo alcance al lado de una enorme estatua de marmol del emperador Guillermo I, que se erigia en el centro de un gran vestibulo de forma octogonal, donde mi linterna puso de relieve sus rasgos. Tenian un algo cosmopolita, aunque el hablaba con acento berlines. Algunos dirian que parecia mas que un poco judio, considerando el tamano de su nariz. Esa nariz que dominaba el centro de la cara como la varilla de un reloj de sol y tiraba del labio superior forzando una fina sonrisa desdenosa. Llevaba el pelo rubio, que ya encanecia, muy corto, lo cual tenia por efecto acentuar la altura de la frente. Era una cara astuta y artera, y le iba perfectamente.

– ?Sorprendido? -dijo.

– ?De que el jefe de la policia criminal de Berlin me haya enviado una nota anonima? No, es algo que me pasa constantemente.

– ?Habrias venido si la hubiera firmado?

– Probablemente no.

– ?Y si hubiera sugerido que vinieras a la Prinz Al brecht Strasse en lugar de aqui? Admite que sentias curiosidad.

– ?Desde cuando la Kri po tiene que confiar en las sugerencias para llevar a la gente a la comisaria central?

– En eso tienes razon. -Sonriendo mas abiertamente, Arthur Nebe saco una petaca del bolsillo de la chaqueta-. ?Un trago?

– Gracias. No me vendra mal.

Eche un buen trago al claro alcohol de cereal proporcionado amablemente por el Reichskriminaldirektor y saque mis cigarrillos. Despues de encender los de ambos sostuve la cerilla en alto durante un par de segundos.

– No es un sitio facil de incendiar -dije-. Un hombre solo, actuando sin ayuda alguna; debio de ser un cabron muy agil. Incluso asi, calculo que Van der Lubbe necesitaria toda la noche para conseguir que su bonito fuego de campamento ardiera.

Di una calada al cigarrillo y anadi:

– Por ahi se dice que el Gordo Hermann le echo una mano; una mano con un trozo de madera encendida, quiero decir.

– ?Como te atreves? ?Como te atreves a decir una cosa asi de nuestro amado primer ministro? -Pero Nebe se reia al decirlo-. El bueno de Hermann, mira que cargarle la culpa oficiosamente. Claro que estuvo de acuerdo con el incendio, pero no fue idea suya.

– ?Y de quien fue, entonces?

– De Pepe el Tullido.(1) Con aquel pobre capullo de holandes le cayo el premio gordo. Van der Lubbe tuvo la mala suerte de decidirse a incendiar este sitio justo la misma noche que Goebbels y sus muchachos. Pepe penso que era su cumpleanos, y mas cuando resulto que Lubbe era comunista. Lo unico que olvido fue que si arrestas a

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