que otro motivo para iniciar una discusion por cuenta del Tratado de Versalles sobre Renania, Sarre, Alsacia y Lorena, nuestras colonias africanas y la envergadura de nuestros ejercitos. De todos modos, en ese aspecto, distaba de ser el tipico aleman que en la nueva Alemania me permitirian ser las tres cuartas partes de mi herencia genetica.

El jefe empresarial del hotel -por dar a Georg Behlert, el director del Adlon, el tratamiento debido- se tomaba muy en serio a los empresarios y el volumen de negocio que podian generar para el hotel; solo porque uno de los clientes mas importantes y que mayores beneficios producia, un estadounidense de la suite 114 llamado Max Reles, hubiese llegado a confiar en Ilse Szrajbman, perderla a ella, de entre todos los judios que dejaron el Adlon, fue lo que mas le inquieto.

– En el Adlon, la comodidad y la satisfaccion del cliente estan por encima de todo -dijo, como si creyese que me decia algo nuevo.

Me encontraba en su despacho, que daba al Jardin Goethe del hotel, del cual cortaba el todos los dias de verano una flor para el ojal… hasta que el jardinero le advirtio que, al menos en Berlin, el clavel rojo era tradicionalmente un simbolo comunista y, por tanto, ilegal. ?Pobre Behlert! Tenia tanto de comunista como de nazi: solo creia en la superioridad del Adlon sobre todos los hoteles de Berlin y nunca mas volvio a ponerse una flor en el ojal.

– Un recepcionista, un violinista, si, y hasta un detective de la casa contribuyen a que las cosas funcionen bien en el hotel. Sin embargo, son relativamente anonimos y perder a cualquiera de ellos no deberia comportar molestias para ningun cliente. No obstante, Fraulein Szrajbman trabajaba a diario con Herr Reles, tenia toda su confianza y sera dificil encontrar una sustituta que mecanografie y taquigrafie como ella, por no hablar de su buen caracter.

Behlert no era grandilocuente; solo lo parecia. Era mas joven que yo -demasiado para haber ido a la guerra-, llevaba frac, el cuello de la camisa tan tieso como su sonrisa, polainas y un bigotito como una hilera de hormigas que bien podia haberselo creado en exclusiva Ronald Colman.

– Supongo que tendre que poner un anuncio en La muchacha alemana -dijo.

– Esa revista es nazi. Si pone ahi un anuncio, se presentara una espia de la Gestapo, delo por seguro.

Behlert se levanto a cerrar la puerta.

– Por favor, Herr Gunther. No me parece aconsejable hablar de esa forma. Nos puede acarrear problemas a los dos. Por sus palabras, se diria que no esta bien contratar a nacionalsocialistas.

Se tenia por demasiado refinado para usar un termino como «nazi».

– No me malinterprete -dije-. Aprecio a los nazis lo justo. Tengo la sensacion de que el noventa y nueve coma nueve por ciento de ellos se dedica a difamar injustamente al cero coma uno restante.

– Por favor, Herr Gunther.

– Por otra parte, es de esperar que cuenten con secretarias excelentes. Por cierto, precisamente el otro dia pase por la sede de la Gestapo y vi a unas cuantas.

– ?Fue usted a la sede de la Gestapo?

Se ajusto el cuello de la camisa, porque debia de apretarle la nuez, que no paraba de subir y bajar como un montacargas.

– Si. He sido policia, ?recuerda? La cuestion es que un amigo mio lleva un negociado de la Gestapo que da empleo a un nutrido grupo de taquimecanografas. Rubias, de ojos azules, cien palabras por minuto… y eso, solo en confesion voluntaria, sin interrogatorio. Cuando les aplican el potro y las empulgueras, las senoritas tienen que escribir mucho mas rapido.

Un agudo malestar seguia revoloteando en el aire frente a Behlert como un avispon.

– ?Que particular es usted, Herr Gunther! -dijo sin fuerzas.

– Eso fue mas o menos lo que dijo mi amigo de la Gestapo. Mire, Herr Behlert, disculpe que conozca su terreno mejor que usted, pero me parece que lo ultimo que necesita el Adlon es una persona que asuste a los clientes hablando de politica. Algunos son extranjeros, unos cuantos son tambien judios, pero todos son un poco mas exigentes en cuestiones como la libertad de expresion, por no hablar de la libertad general de los judios. Dejeme buscar a la persona adecuada, que no tenga intereses politicos de ninguna clase. De todos modos tendria que comprobar los antecedentes de quienes se presenten… Por otra parte, me gusta buscar chicas, aunque sean de las que se ganan la vida honradamente.

– De acuerdo, si no tiene inconveniente… -sonrio con sarcasmo.

– ?Que?

– Eso que ha dicho hace un momento me ha recordado otra cosa -dijo Behlert-: lo comodo que era antes hablar sin estar pendiente de que te oyeran.

– ?Sabe cual creo que es el problema? Que antes de que llegaran los nazis nadie decia libremente nada que mereciese la pena escuchar.

Aquella noche me fui a un bar de Europa Haus, un pabellon geometrico de cristal y cemento. Habia llovido y las calles estaban negras y relucientes; el enorme conjunto de oficias modernas -Odol, Allianz, Mercedes- parecia un gran crucero surcando el Atlantico con todas las cubiertas iluminadas. Un taxi me dejo en el extremo de proa y entre en el Cafe Bar Pavilion a ayustar la braza de la mayor y a buscar a un miembro de la tripulacion que pudiese sustituir a Ilse Szrajbman.

Por descontado, tenia otro motivo para haberme prestado voluntariamente a cumplir una tarea tan arriesgada. Tendria algo que hacer, mientras bebia, algo mejor que sentirme culpable por haber matado a un hombre. Al menos, era lo que esperaba.

Se llamaba August Krichbaum y casi toda la prensa habia informado de su muerte, porque, al parecer, habia un testigo que me habia visto asestarle el golpe mortal. Por suerte, en el momento de la muerte de Krichbaum, el testigo estaba asomado a una ventana de un piso alto y solo habia podido ver la copa de mi sombrero marron. Al describirme, el portero habia dicho que se trataba de un hombre de unos treinta anos con bigote; me lo habria afeitado nada mas leerlo, si lo hubiera tenido. El unico consuelo fue que Krichbaum no dejaba esposa ni hijos y, ademas, se trataba de un antiguo miembro de las SA, afiliado al Partido Nazi desde 1929. De todos modos, mi intencion no habia sido matarlo, al menos no de un punetazo que le bajara la presion sanguinea y el ritmo cardiaco hasta que se parase el corazon.

El Pavilion estaba lleno, como de costumbre, de taquimecanografas con sombrero cloche. Incluso hable con unas pocas, pero no me parecio que ninguna tuviese lo que mas necesitaban los clientes del hotel, aparte de dominar la taquimecanografia. Yo sabia como tenia que ser, aunque Georg Behlert lo ignorase. Era necesario que la candidata poseyera cierto encanto, exactamente como el propio hotel. Lo bueno del Adlon era su calidad y eficiencia, pero lo que le daba fama era su encanto y por eso lo frecuentaba la gente mas refinada. Por ese mismo motivo atraia tambien a lo peor y ahi entraba yo… y ultimamente con mayor frecuencia por las noches, desde que Frieda se habia ido. Porque, a pesar de que los nazis habian cerrado casi todos los clubs de alterne que, en el pasado, habian convertido Berlin en sinonimo de vicio y depravacion sexual, todavia quedaba un contingente considerable de chicas alegres que hacian la carrera mas discretamente en las maisons de Friedrichstadt o, con mayor frecuencia, en los bares y vestibulos de los grandes hoteles. Al salir del Pavilion rumbo a casa, hice un alto en el Adlon solo por ver que tal iban las cosas.

Carl, el portero, me vio apearme de un taxi y salio a mi encuentro con un paraguas. Se le daba bien lo del paraguas; tambien las sonrisas y la puerta, pero poco mas. No es lo que yo consideraria una gran carrera, pero, gracias a las propinas, ganaba mas que yo. Mucho mas. Frieda tenia la firme sospecha de que Carl se habia acostumbrado a cobrar propinas a las chicas alegres a cambio de permitirles el acceso al hotel, pero ni ella ni yo habiamos podido sorprenderlo con las manos en la masa ni demostrarlo de ninguna otra forma. Flanqueados por dos columnas de piedra, cada una con un farol tan grande como el casquillo de un obus de cuarenta y dos centimetros, nos quedamos los dos un momento en la acera a fumar un cigarrillo, mas que nada, por ejercitar los pulmones. Sobre el dintel de la puerta habia una sonriente cara de piedra; seguro que habia visto los precios del hotel: quince marcos la noche, casi un tercio de lo que ganaba yo a la semana.

Entre en el vestibulo, salude al nuevo recepcionista con mi mojado sombrero y guine un ojo a los botones. Habia unos ocho, sentados en un pulido banco de madera y bostezando como una colonia de simios aburridos, en espera de una luz que los llamase al cumplimiento del deber. En el Adlon no habia timbres. El hotel estaba siempre tan silencioso como la Biblioteca Estatal de Prusia. Supongo que eso agradaria a los clientes, pero yo preferia un poco mas de accion y vulgaridad. El busto de bronce del Kaiser que habia en la repisa de la chimenea

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