que se dice. Tenemos entonces una frau Abster que corta a sus antiguos amantes. Es una broma, naturalmente.

Adamsberg hizo una sena con la cabeza a Estalere, que se fue inmediatamente. El mejor especialista en cafe de la Brigada, Estalere se sabia al dedillo las preferencias de cada cual, con o sin azucar, con o sin leche, corto o largo. Sabia que Adamsberg tenia tendencia a elegir la taza de borde grueso decorada con un pajaro naranja. Voisenet, ornitologo, decia con desden que ese pajaro no se parecia a nada razonable, y asi se anclaban los habitos. No habia servilismo en el afan de Estalere por memorizar el gusto de cada cual, sino pasion por los detalles tecnicos, por pequenos y numerosos que fueran, que quiza lo hacia inepto para la sintesis. Volvio con una bandeja perfecta, cuando el comisario vienes presentaba la imagen de una figura desollada en la cual los policias austriacos habian tenido de negro las partes mas danadas por el Zerquetscher. Adamsberg le envio a cambio el dibujo frances hecho la vispera, con sus impactos rojos y verdes.

– Soy convencido que hay que encontrar los dos casos, comisario.

– Yo tambien soy convencido -murmuro Adamsberg.

Bebio un sorbo de cafe, grabando la imagen del desollado y sus zonas negras, la cabeza, el cuello, el higado, una copia casi conforme a su propio esquema. El rostro del comisario reaparecio.

– Esa frau Abster, envieme su direccion, voy a visitarla a Colonia.

– En ese caso, podria llevarle la carta de su amigo Vaudel.

– En efecto, seria amable.

– Le envio una copia. Tratela con cuidado al anunciarle la muerte. Quiero decir que no es necesario darle los detalles del crimen.

– Siempre trato con cuidado, comisario.

– El Serquecher -repitio varias veces Adamsberg, pensativo, cuando finalizo la conferencia-. Armel Louvois, el Serquecher.

– Zerquetscher -rectifico Danglard.

– ?Que opina de su pinta? -pregunto Adamsberg alcanzando el periodico que Danglard habia dejado en la mesa.

– Una foto de identidad fija los rasgos en una pose rigida -dijo Froissy, respetuosa de la etica que prohibia cualquier comentario acerca del fisico de los sospechosos.

– Es verdad, Froissy, esta fijo, rigido.

– Porque mira el aparato sin moverse.

– Lo cual le da cara de cretino -dijo Danglard.

– Pero ?que mas? ?Se ve el peligro en sus rasgos? ?El miedo? Lamarre, ?le gustaria cruzarse con el en un pasillo?

– Negativo, comisario.

Estalere cogio el periodico y se concentro. Luego renuncio y lo devolvio a Adamsberg.

– ?Que? -pregunto el comisario.

– No encuentro ninguna idea. Lo encuentro normal.

Adamsberg sonrio y puso su taza en la bandeja.

– Voy a ver al medico -dijo-. Y a los enemigos imaginarios de Vaudel.

Adamsberg consulto sus relojes, desfasados uno respecto al otro, y la media de las horas le dijo que disponia de un poco de tiempo. Levanto a Cupido, que tenia un aspecto curioso desde que Kernorkian le cortara unas mechas para tomar muestras de estiercol, y atraveso la sala en direccion al gato de encima de la fotocopiadora. Adamsberg los presento, explico que el perro estaba alli a titulo provisional, a menos que su amo muriera por culpa de un cabronazo que le habia envenenado la sangre. La Bola desplego parcialmente su enorme cuerpo redondo, presto poca atencion al animal agitado que lamia los relojes de Adamsberg. Y volvio a poner su cabezota sobre la tapa tibia, indicando que, mientras siguieran llevandolo hasta el cuenco y le dejaran la fotocopiadora, la situacion lo dejaba indiferente. Siempre y cuando, claro, Retancourt no se enamoriscara de ese perro. Retancourt era suya, y la queria.

20

Delante del portal, Adamsberg cobro consciencia de que no habia memorizado el nombre del medico de Vaudel, a pesar de que el tipo habia salvado a la gatita y habian brindado juntos en el cobertizo. Encontro la placa atornillada en la pared: Dr. Paul de Josselin Cressent, osteopata somatopata, y se hizo una idea mas precisa de su desden por los tenientes que le habian impedido el paso con simples brazos.

El portero miraba la television, encogido en una silla de ruedas, tapado con mantas, el pelo gris y largo, el bigote sucio. No lo miro, no porque quisiera ser desagradable, sino que, al igual que Adamsberg, parecia incapaz de mirar la pelicula y hacer caso a un visitante al mismo tiempo.

– El doctor ha salido para una ciatica -dijo al final-. Estara aqui en un cuarto de hora.

– ?Se ocupa tambien de usted?

– Si. Tiene oro en los dedos.

– ?Se ocupo de usted en la noche del sabado al domingo?

– ?Es importante?

– Se lo ruego.

El portero pidio unos minutos porque el folletin se acababa, y abandono la pantalla sin apagar.

– Me cai al acostarme -dijo ensenando la pierna-. Pude arrastrarme hasta el telefono.

– ?Pero lo llamo usted al cabo de dos horas?

– Ya le pedi perdon. Se me estaba poniendo la rodilla como un melon. Ya le pedi perdon.

– El doctor dice que se llama usted Francisco.

– Francisco, exactamente.

– Pero necesito su nombre completo.

– No es que me moleste, pero ?por que le interesa?

– Uno de los pacientes del doctor Josselin ha sido asesinado. Debemos apuntarlo todo, es nuestra obligacion.

– Ya, el curro.

– Eso es. Solo apuntare su nombre -dijo Adamsberg sacando su libreta.

– Francisco Delfino Vinicius Villalonga Franco da Silva.

– Bueno -dijo Adamsberg, que no habia tenido tiempo de escribirlo todo-. Lo siento, no se espanol. ?Donde se acaba su nombre y donde empieza su apellido?

– No es espanol, es portugues -dijo tras un rudo chasquido de mandibulas-. Soy brasileno, mis padres fueron deportados bajo la dictadura de esos hijos de puta que Dios los condene, y nunca mas los volvieron a encontrar.

– Lo siento.

– Usted no tiene la culpa. Si no es un hijo de puta. El apellido es Villalonga Franco da Silva. El doctor esta en el sexto piso. Hay un salon en el rellano y lo necesario para esperar. Si pudiera, me iria a vivir alli.

El rellano del segundo piso era tan amplio como una entrada. El doctor habia instalado alli una mesa baja y sillones, revistas y libros, una lampara antigua y una maquina de agua. Un hombre refinado, con un toque de ostentacion. Adamsberg se instalo para esperar al hombre de los dedos de oro y llamo sucesivamente al hospital de Chateaudun -con aprension-, al equipo de Retancourt -sin esperanza- y al de Voisenet, sin dejar de evacuar los feos pensamientos del comandante Danglard.

El doctor Lavoisier habia ganado un punto de optimismo -«se aferra a la vida»-, la temperatura habia bajado un grado, el estomago habia soportado el lavado, el paciente habia preguntado si el comisario habia encontrado la tarjeta postal con la palabra -«parece obsesionado con eso».

– Digale que estamos buscando la postal -respondio Adamsberg-, que todo bien en lo que respecta al perro,

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