– Ah, si. Habia otros libros tambien, mucha poesia, volumenes con grabados. Yo copiaba, dibujaba y leia algunos fragmentos. Con dieciocho anos, aun seguia haciendolo. Cierto anochecer, estaba yo leyendo y garabateando en su casa, en su gran mesa de madera que hedia a grasa rancia, cuando sucedio aquello. Por eso recuerdo todavia palabra por palabra aquel fragmento de poema, como una bala atrapada en mi cabeza que nunca ha vuelto a salir. Yo habia guardado el libro y, luego, habia salido a pasear por la montana, hacia las diez de la noche. Habia trepado hasta la Concha de Sauzec.
– Ya veo -interrumpio Danglard.
– Perdon. Es una altura que domina el pueblo. Y estaba sentado en aquel promontorio, repitiendo en voz baja las lineas que habia leido y que, como de costumbre, pensaba olvidar al dia siguiente.
– Digamelas.
– «Que dios, que cosechador del eterno estio, habia, al partir, negligentemente arrojado aquella hoz de oro en el campo de estrellas.»
– Es Hugo.
– ?Ah, si? ?Y quien se hace la pregunta?
– Una mujer de pechos desnudos, Ruth.
– ?Ruth? Siempre pense que era yo quien me lo preguntaba.
– No, es Ruth. Hugo no le conocia a usted, recuerdelo. Es el final de un largo poema,
Adamsberg le lanzo una mirada cansada.
– Lo siento -dijo Danglard tomando un trago.
– Yo lo recitaba y me gustaba. Acababa de hacer mi primer ano como investigador de base, agente de la policia de Tarbes. Habia regresado al pueblo con dos semanas de vacaciones. Estabamos en agosto, el aire refrescaba por la noche y yo tome el camino de vuelta a casa. Me estaba lavando sin hacer ruido -viviamos nueve en dos habitaciones y media- cuando aparecio Raphael, alucinado y con las manos llenas de sangre.
– ?Raphael?
– Mi hermano menor. Tenia dieciseis anos.
Danglard dejo su vaso, desconcertado.
– ?Su hermano? Creia que solo tenia cinco hermanas.
– Tuve un hermano, Danglard. Casi gemelo, eramos como dos dedos de la mano. Hara casi treinta anos que lo perdi.
Estupefacto, Danglard guardo un respetuoso silencio.
– Se encontraba con una muchacha, arriba, por la noche, en el deposito de agua. No era un coqueteo sino un verdadero flechazo. Lise, la muchacha, queria casarse con el en cuanto llegaran a la mayoria, lo que despertaba el terror de mi madre y el furor de la familia de Lise, que se oponia a que su benjamina se comprometiera con un destripaterrones como Raphael. Era la hija del alcalde, comprendalo.
Adamsberg permanecio en silencio unos momentos antes de poder seguir.
– Raphael me agarro del brazo y dijo: «Esta muerta, Jean-Baptiste, esta muerta, la han matado». Le puse la mano en la boca, le lave las manos y le arrastre fuera. Lloraba. Le hice preguntas y mas preguntas. «?Que ha pasado, Raphael? Cuenta, hostia.» «No lo se», respondio. «Estaba alli, de rodillas en el deposito de agua, con sangre y un punzon, y ella, Jean-Baptiste, ella estaba muerta, con tres agujeros en el vientre.» Le suplique que no gritara, que no llorara, no queria que la familia le oyera. Le pregunte de donde habia salido el punzon, si era suyo. «Que se yo, estaba en mi mano.» «Pero y antes, Raphael, ?que hiciste antes?» «No lo recuerdo, Jean-Baptiste, te lo juro. Habia bebido mucho con los colegas.» «?Por que?» «Porque ella estaba prenada. Y yo aterrorizado. No le deseaba ningun mal.» «Pero ?y antes, Raphael? ?Entre los colegas y el deposito de agua?» «Pase por el bosque para reunirme con ella, como de costumbre. Porque tenia miedo o porque iba cargado, eche a correr y me golpee contra el letrero, me cai.» «?Que letrero?» «El de Emeriac, esta de traves desde la tormenta. Luego vino lo del deposito de agua. Tres agujeros rojos, Jean-Baptiste, y yo tenia el punzon.» «Pero ?no recuerdas nada entre ambas cosas?» «Nada, Jean-Baptiste, nada. Tal vez ese golpe en la cabeza me ha vuelto loco, o tal vez este loco, o tal vez sea un monstruo. No puedo recordar cuando… cuando la he herido.»
Pregunte donde estaba el punzon. Lo habia soltado alli arriba, junto a Lise. Mire al cielo y me dije: tenemos suerte, va a llover. Luego ordene a Raphael que se lavara bien, que se metiera en la cama y afirmase, si se presentaba cualquiera, que habiamos jugado a las cartas en el patio pequeno, desde las diez y cuarto de la noche. «Jugado al ecarte desde las diez y cuarto, ?esta claro, Raphael?» El habia ganado cinco veces y yo cuatro.
– Falsa coartada -comento Danglard.
– De acuerdo, y usted es el unico que lo sabe. Corri hacia arriba y Lise estaba alli, en efecto, como Raphael me la habia descrito, asesinada de tres punaladas en el vientre. Recogi el punzon, manchado de sangre hasta la guarda y con el mango cubierto de huellas de dedos. Lo aprete contra mi camisa, para tener su forma y su longitud, luego lo meti en mi chaqueta. Caia una llovizna que enmaranaba las huellas de pasos junto al cuerpo. Fui a tirar el punzon en la poza del Torque.
– ?Donde?
– En el Torque, un rio que atravesaba los bosques y que formaba grandes pozas. Arroje el punzon a una profundidad de seis metros, y tire encima veinte piedras. No hay riesgo alguno de que suba antes de mucho tiempo.
– Coartada falsa y ocultacion de pruebas.
– Eso es. Y nunca lo he lamentado. Nada, ni el menor remordimiento. Queria a mi hermano mas que a mi mismo. ?Le parece que iba a permitir que se hundiera?
– Eso es solo asunto suyo.
– Y tambien era asunto mio el juez Fulgence. Pues, mientras estaba encaramado en la Concha de Sauzec, desde donde dominaba el bosque y el valle, le vi pasar. A el. Lo recorde por la noche, mientras le daba la mano a mi hermano para ayudarle a dormirse.
– ?Tan clara era la vista, desde arriba?
– El sendero de guijarros se distinguia muy bien, en toda una parte. Podian verse las siluetas, contrastadas.
– ?Los perros? ?Por eso le reconocio?
– No, por su capa de verano. Su torso proyectaba una sombra triangular. Todos los hombres del pueblo eran masas uniformes, gruesas o delgadas, y todos mucho mas bajos que el. Era el juez, Danglard, caminando por el sendero que llevaba al deposito de agua.
– Tambien Raphael estaba fuera. Y sus companeros borrachos. Y usted tambien.
– Me importa un comino. A la manana siguiente salte el muro de la mansion y fui a hurgar en los edificios. En el granero, mezclado con las palas y los azadones, habia un tridente. Un tridente, Danglard.
Adamsberg levanto su mano valida y tendio tres dedos.
– Tres puas, tres agujeros alineados. Mire la foto del cuerpo de Lise -anadio sacandola de la carpeta-. Mire el impecable alineamiento de las heridas. ?Como mi hermano, lleno de panico y como una cuba, hubiera podido clavar tres veces su punzon sin desviarse?
Danglard examino el cliche. Efectivamente, las heridas se alineaban en una recta perfecta. Comprendia ahora las medidas que Adamsberg habia tomado en la fotografia de Schiltigheim.
– Usted era solo un jovencisimo investigador de base, un novato. ?Como pudo obtener este cliche?
– Lo mangue -dijo Adamsberg tranquilamente-. Aquel tridente, Danglard, era una vieja herramienta, de mango pulido y decorado, con la barra transversal oxidada. Pero sus puas estaban brillantes, pulidas, sin un rastro de tierra, sin una mancha. Limpio, indemne, virgen como la aurora. ?Que le parece?
– Que es molesto pero no abrumador.
– Que esta claro como el agua de la launa. Cuando vi el instrumento, la evidencia me estallo en plena cara.
– Como el sapo.
– Mas o menos. Un monton de guarrerias y vicios, las verdaderas entranas del Senor del lugar. Pero alli estaba, precisamente, en la puerta de su granero, sujetando por la correa a sus dos perros infernales que casi habian devorado a Jeannot. Me observaba. Y cuando el juez Fulgence te observaba, Danglard, incluso a los dieciocho anos, la camisa no te llegaba al cuerpo. Me pregunto que estaba haciendo en su casa, con aquella rabia