Fred Vargas

Bajo los vientos de Neptuno

Traduccion de Aurelia Crespo

Titulo original: Sous les vents de Neptune

A mi hermana gemela, Jo Vargas

I

Apoyado en el negro muro del sotano, Jean-Baptiste Adamsberg contemplaba la enorme caldera que, la antevispera, habia abandonado cualquier forma de actividad. Era sabado, 4 de octubre, y la temperatura exterior habia bajado casi un grado, con un viento llegado directamente del Artico. Sin poder hacer nada, el comisario examinaba la calandria y las silenciosas tuberias, con la esperanza de que su benevolente mirada reanimase la energia del dispositivo o hiciera aparecer al especialista que debia llegar y no llegaba.

No es que fuera sensible al frio ni que la situacion le resultara desagradable. Muy al contrario, la idea de que, a veces, el viento del norte se propulsara directamente, sin escalas ni desviaciones, desde los hielos perpetuos hasta las calles de Paris, distrito 13, le producia la sensacion de poder acceder de una sola zancada a aquellos lejanos hielos, de poder caminar por ellos, de hacer algun agujero para cazar focas. Se habia puesto un chaleco bajo su chaqueta negra y, si de el hubiera dependido, habria aguardado sin prisas la llegada del tecnico acechando la aparicion del hocico de la foca.

Pero, a su modo, el potente aparato enterrado en el subsuelo participaba plenamente en la resolucion de los asuntos que convergian, a todas horas, en la Brigada Criminal, caldeando los cuerpos de los treinta y cuatro radiadores y los veintiocho policias del edificio. Cuerpos ateridos, arrebujados en anoraks, apinandose en torno a la maquina del cafe, agarrando con sus manos enguantadas los vasitos blancos. O que abandonaban decididamente el lugar para trasladarse a los bares de los alrededores. Los expedientes se petrificaban a continuacion. Expedientes primordiales, crimenes de sangre. Que a la enorme caldera le traian sin cuidado. Aguardaba, princesa y tirana, a que un tecnico tuviera a bien desplazarse para ponerse a sus pies. En senal de buena voluntad, Adamsberg habia descendido, pues, a rendirle un corto y vano homenaje y a buscar alli, sobre todo, algo de sombra y silencio, y a escapar a las quejas de sus hombres.

Aquellas lamentaciones, cuando se conseguia mantener una temperatura de diez grados en los locales, eran un mal augurio para el cursillo sobre ADN en Quebec, donde el otono se anunciaba duro; menos cuatro grados ayer en Ottawa, y nieve, ahora, por aqui y por alla. Dos semanas centradas en las huellas geneticas: saliva, sangre, sudor, lagrimas, orina y excreciones diversas, capturados ahora en los circuitos electronicos, seleccionados y triturados, convertidos todos los licores humanos en verdaderas maquinas de guerra de la criminologia. A ocho dias de la partida, los pensamientos de Adamsberg habian despegado ya hacia los bosques de Canada, inmensos, le decian, salpicados de millones de lagos. Su adjunto Danglard le habia recordado, refunfunando, que se trataba de mirar pantallas y en ningun caso la superficie de los lagos. Hacia ya un ano que el capitan Danglard refunfunaba. Adamsberg sabia por que y aguardaba pacientemente que el enfado se esfumara.

Danglard no sonaba con los lagos, rezaba todos los dias para que un caso candente dejara clavada alli a la brigada entera. Desde hacia un mes, rumiaba su proxima muerte en la explosion del aparato sobre el Atlantico. Sin embargo, desde que el tecnico que debia llegar no llegaba, estaba de mejor humor. Apostaba por esta imprevista averia de la caldera, esperando que aquel frio ahuyentase a los absurdos fantasmas que surgian de las vastas extensiones heladas de Canada.

Adamsberg puso su mano en la calandria de la maquina y sonrio. ?Habria sido capaz Danglard de estropear la caldera, previendo sus efectos desmovilizadores? ?De retrasar la llegada del tecnico? Si, Danglard era capaz. Su fluida inteligencia se colaba en los mas estrechos mecanismos del espiritu humano. Siempre que se basaran en la razon y la logica. Y, desde hacia muchos anos, Adamsberg y su adjunto divergian diametralmente en las crestas de esa onda que se forma entre razon e instinto.

El comisario subio la escalera de caracol y atraveso la gran sala de la planta baja, donde los hombres se movian a camara lenta, pesadas siluetas engordadas por la sobrecarga de bufandas y jerseys. Sin que se conociera en absoluto el motivo, llamaban a esa estancia la Sala del Concilio, a causa sin duda, pensaba Adamsberg, de las reuniones que alli se desarrollaban, de las conciliaciones o de los conciliabulos. Asimismo, llamaban a la estancia contigua Sala del Capitulo, espacio mas modesto donde se celebraban las asambleas restringidas. Adamsberg ignoraba de donde procedia esto. De Danglard probablemente, cuya cultura le parecia a veces ilimitada y casi perniciosa. El capitan sufria de bruscas expulsiones de saber, tan frecuentes como incontrolables, como un caballo que resopla con un ruidoso estremecimiento. Bastaba un ligero estimulo -una palabra poco usada, una nocion mal definida- para que diera comienzo un despliegue de erudicion, no necesariamente oportuno, que un gesto con la mano permitia interrumpir.

Con un gesto negativo, Adamsberg hizo comprender a los rostros que se levantaban a su paso que la caldera se negaba a dar senales de vida. Llego al despacho de Danglard, que terminaba con aire sombrio los informes urgentes por si llegaba el aciago momento de tener que ir al Labrador, adonde ni siquiera llegarian a causa de aquella explosion sobre el Atlantico, tras el incendio del reactor izquierdo, atascado por una bandada de estorninos que se habia incrustado en las turbinas. Perspectiva que, a su modo de ver, le autorizaba plenamente a descorchar una botella de blanco antes de las seis de la tarde. Adamsberg se sento en la esquina de la mesa.

– Danglard, ?como va el asunto de Hernoncourt?

– Cerrandolo. El viejo baron ha cantado. Del todo, limpiamente.

– Demasiado limpiamente -dijo Adamsberg rechazando el informe y agarrando el periodico que estaba, muy bien doblado, sobre la mesa-. He aqui una cena de familia que se convierte en carniceria, un anciano vacilante que se hace un lio con las palabras. Y, de pronto, todo esta claro sin transicion ni claroscuro. No, Danglard, no firmaremos eso.

Adamsberg volvio ruidosamente una de las paginas del periodico.

– ?Que significa eso? -pregunto Danglard.

– Que empezamos de cero. El baron nos toma el pelo. Esta encubriendo a alguien, muy probablemente a su hija.

– ?Y la hija permitiria que su padre se metiera en el atolladero?

Adamsberg volvio una nueva hoja del periodico. A Danglard no le gustaba que el comisario leyera su periodico. Se lo devolvia arrugado y descoyuntado y no habia modo, luego, de colocar de nuevo el papel en sus dobleces.

– Ya ha sucedido -respondio Adamsberg-. Tradiciones aristocraticas y, sobre todo, sentencia benigna para un

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