anciano achacoso. Se lo repito, no hay claroscuro, y eso resulta impensable. El cambio es demasiado claro y la vida nunca es tan tajante. Hay alguna trampa, pues, en un lugar u otro.
Fatigado, Danglard sintio el brusco deseo de agarrar su informe y lanzarlo por los aires. Y de arrancar aquel periodico que Adamsberg desordenaba negligentemente entre sus manos. Ciertas o falsas, se veria obligado a verificar las jodidas confesiones del baron, y solo por las blandas intuiciones del comisario. Intuiciones que, segun Danglard, estaban emparentadas con una raza primitiva de moluscos apodos, sin pies ni patas, ni arriba ni abajo, cuerpos translucidos flotando bajo la superficie de las aguas, y que exasperaban, asqueaban incluso, el espiritu preciso y riguroso del capitan. Tenia que ir a comprobarlo pues esas intuiciones apodas resultaban demasiado a menudo acertadas, gracias a una desconocida presciencia que desafiaba las mas refinadas logicas. Presciencia que, de exito en exito, habia llevado a Adamsberg hasta aqui, a esta mesa, a este cargo, jefe incongruente y sonador de la Brigada Criminal del distrito 13. Presciencia que el propio Adamsberg negaba y a la que llamaba, sencillamente, los genes, la vida.
– ?No podia haberlo dicho antes? -pregunto Danglard-. ?Antes de que pasara a maquina todo el informe?
– Se me ha ocurrido esta noche -dijo Adamsberg cerrando bruscamente el periodico-. Mientras pensaba en Rembrandt.
Doblaba a toda prisa el diario, desconcertado por un brutal malestar que acababa de asaltarle con violencia, como un gato te salta encima sacando todas las garras. Una sensacion de choque, de opresion, un sudor en la nuca a pesar del frio del despacho. Pasaria, sin duda, estaba pasando ya.
– En este caso -prosiguio Danglard recogiendo su informe-, tendremos que quedarnos aqui para ocuparnos de ello. ?Como hacerlo si no?
– Mordent seguira con el caso cuando nos hayamos marchado, lo hara muy bien. ?Como va lo de Quebec?
– El prefecto espera nuestra respuesta manana a las dos -respondio Danglard con el ceno fruncido por la inquietud.
– Muy bien. Convoque una reunion de los ocho miembros del cursillo, a las diez y media en la Sala del Capitulo. Danglard -prosiguio tras una pausa-, no esta obligado a acompanarnos.
– ?Ah, no? El prefecto ha establecido personalmente la lista de participantes. Y estoy el primero.
En aquel mismo instante, Danglard no tenia precisamente el aspecto de uno de los miembros mas eminentes de la brigada. El miedo y el frio le habian arrebatado su habitual dignidad. Feo y nada favorecido por la naturaleza -segun sus palabras-, Danglard apostaba por una elegancia sin tacha para compensar sus rasgos sin definicion y sus hombros caidos, y para conferir un cierto encanto ingles a su largo cuerpo blando. Pero hoy, con el rostro enflaquecido, el torso embutido en una chaqueta forrada y el craneo cubierto con un gorro de marinero, cualquier intento por parecer elegante estaba condenado al fracaso. Tanto mas cuanto el gorro, que debia de pertenecer a uno de sus cinco hijos, estaba coronado por un pompon que Danglard habia cortado al ras, lo mejor que habia podido, pero cuya raiz roja era todavia ridiculamente visible.
– Siempre podemos alegar una gripe provocada por la caldera averiada -propuso Adamsberg.
Danglard soplo en sus manos enguantadas.
– Debo ascender a comandante en menos de dos meses -murmuro- y no puedo arriesgarme a perder este ascenso. Tengo cinco mocosos a los que alimentar.
– Enseneme ese mapa de Quebec. Enseneme adonde vamos.
– Se lo he dicho ya -respondio Danglard desplegando un mapa-. Aqui -dijo poniendo su dedo a dos leguas de Ottawa-. Al culo del mundo, un lugar llamado Hull-Gatineau, donde la GRC ha instalado uno de los cuarteles del Banco Nacional de Datos Geneticos.
– ?La GRC?
– Ya se lo dije -repitio Danglard-. La Gendarmeria Real de Canada. La policia montada con botas y guerrera roja, como en los viejos tiempos, cuando los iraqueses dictaban aun la ley a orillas del San Lorenzo.
– ?Con guerrera roja? ?Siguen yendo asi?
– Solo para los turistas. Si tan impaciente esta por partir, tal vez convendria que supiera donde va a poner los pies.
Adamsberg sonrio ampliamente y Danglard agacho la cabeza. No le gustaba que Adamsberg sonriera de esa manera cuando el habia decidido refunfunar. Pues, segun decian en la Sala de los Chismes, es decir, en el habitaculo donde se amontonaban las maquinas de comida y de bebidas, la sonrisa de Adamsberg doblegaba la resistencia y licuaba los hielos articos. Y Danglard reaccionaba de ese modo, como una muchacha, lo que, a sus mas de cincuenta anos, le contrariaba mucho.
– Se de todos modos que esa GRC esta a orillas del rio Outaouais -observo Adamsberg-. Y que hay bandadas de aves silvestres.
Danglard bebio un trago de vino blanco y sonrio con cierta sequedad.
– Ocas marinas -preciso-. Y el Outaouais no es un rio, es un afluente. Es como doce veces el Sena, pero es un afluente. Que desemboca en el San Lorenzo.
– Bueno, un afluente si quiere. Sabe usted demasiado para dar marcha atras, Danglard. Esta ya en el engranaje y partira. Tranquilicese y digame que no ha sido usted quien, con nocturnidad, ha acabado con la caldera, y que tampoco ha matado por el camino al tecnico que debe venir y que no llega.
Danglard levanto un rostro ofendido.
– ?Con que objeto?
– Petrificar las energias, congelar las veleidades de aventura.
– ?Sabotaje? No piensa usted lo que esta diciendo.
– Sabotaje menor, benigno. Mas vale una caldera averiada que un boeing que estalla. Porque este es el verdadero motivo de su negativa. ?No es cierto, capitan?
Danglard dio un brusco punetazo en la mesa y unas gotas de vino cayeron sobre los informes. Adamsberg dio un respingo. Danglard podia mascullar, grunir o poner mala cara en silencio, modos mesurados todos ellos de expresar su desaprobacion si venia al caso, pero era ante todo un hombre educado, cortes, y de una bondad tan vasta como discreta. Salvo en un solo tema, y Adamsberg se puso rigido.
– ?Mi «verdadero motivo»? -dijo secamente Danglard, con el puno cerrado aun en la mesa-. ?Que cono puede importarle a usted mi «verdadero motivo»? Yo no dirijo esta brigada y no he sido yo quien ha decidido hacernos embarcar para ir a hacer el idiota en la nieve. Mierda.
Adamsberg agacho la cabeza. Era la primera vez, en anos, que Danglard le decia mierda a la cara. Y eso no le afecto, dada su capacidad de indolencia y de placidez poco usuales, que algunos llamaban indiferencia y desprendimiento, y que destrozaba los nervios de quienes intentaban evitar un enfrentamiento con el.
– Le recuerdo, Danglard, que se trata de una proposicion excepcional de colaboracion y de uno de los sistemas mas efectivos que existe. Los canadienses nos llevan ventaja en este terreno. Negandonos pareceriamos cretinos.
– ?Tonterias! No me diga que es su etica profesional la que le impulsa a hacernos trotar por el hielo.
– Eso es, si.
Danglard vacio su vaso de un solo trago y miro el rostro de Adamsberg, adelantando el menton.
– ?Algo mas, Danglard? -pregunto suavemente Adamsberg.
– Su motivo -gruno-. Su verdadero motivo. ?Y si hablara de ello en vez de acusarme de sabotaje? ?Y si me hablara de su propio sabotaje?
«Bueno», penso Adamsberg. «Ya estamos.»
Danglard se levanto de pronto, abrio su cajon, saco la botella de vino blanco y lleno generosamente su vaso. Luego dio una vuelta por la estancia. Adamsberg se cruzo de brazos, esperando el chaparron. De nada servia argumentar en ese estadio de colera y vino. Una colera que estallo por fin, con un ano de retraso.
– Vamos a ello, Danglard, si lo desea.
– Camille. Camille esta en Montreal y usted lo sabe. Por eso y solo por eso nos amontona usted en ese jodido boeing de mierda.
– Ya estamos.
– Eso es.
– Y eso no es cosa suya, capitan.