el ataque una fraccion de segundo antes de que se produjera. Con los punos crispados sobre la mesa, intento resistirse a la intrusion. Tenso su cuerpo y recurrio a otros pensamientos, imaginando las hojas rojas de los arces. No sirvio de nada y el malestar paso por el como un tornado devasta un campo, rapido, imparable y violento, para luego, negligente, abandonar su presa y proseguir en otra parte su obra.

Cuando pudo extender sus manos de nuevo, tomo los cubiertos pero no fue capaz de tocar el plato. La estela de pesadumbre que el tornado dejaba tras de si le corto el apetito. Se excuso ante Enid y salio a la calle, caminando al azar, vacilante. Un rapido pensamiento le recordo a su tio abuelo, que, cuando estaba enfermo, iba a acurrucarse hecho un ovillo en el hueco de una roca de los Pirineos, hasta que la cosa pasara. Luego, el antepasado se estiraba y regresaba a la vida, sin fiebre ya, devorada por la roca. Adamsberg sonrio. En aquella gran ciudad no encontraria madriguera alguna en la que acurrucarse como un oso, grieta alguna que absorbiera su fiebre y se tragara, crudo, su polizon. Que, a estas horas, tal vez hubiera saltado a los hombros de un vecino de mesa irlandes.

Su amigo Ferez, el psiquiatra, sin duda habria intentado identificar el mecanismo por el que se desencadenaba la irrupcion. Descubrir la turbacion oculta, el tormento no confesado que, como un prisionero, sacudia subitamente los grilletes de sus cadenas. El estruendo que provocaba los sudores, las contracciones, el rugido que le hacia encorvar la espalda. He aqui lo que Ferez habria dicho, con esa preocupada gula que el le conocia ante los casos insolitos. Habria preguntado de que estaba hablando cuando el primero de los gatos de afiladas zarpas le cayo encima. ?De Camille tal vez? ?O quizas de Quebec?

Hizo una pausa en la acera, hurgando en su memoria, buscando que le estaba diciendo a Danglard cuando aquel primer sudor le habia apretado el gaznate. Si, Rembrandt.

Estaba hablando de Rembrandt, de la ausencia de claroscuro en el caso de Hernoncourt. Fue en aquel momento. Y, por lo tanto, mucho antes de cualquier discusion sobre Camille o Canada. Sobre todo, hubiera tenido que explicar a Ferez que ninguna preocupacion habia logrado nunca que un gato avido cayera sobre sus hombros. Que se trataba de un hecho nuevo, nunca visto, inedito. Que aquellos golpes se habian producido en posturas y lugares distintos, sin el menor elemento de union. ?Que relacion habia entre la buena Enid y su adjunto Danglard, entre la mesa de Las aguas negras y el panel de los avisos? ?Entre la multitud de aquel bar y la soledad del despacho? Ninguna. Ni siquiera un tipo tan listo como Ferez podria sacarle ningun partido a eso. Y se negaria a escuchar que un polizon habia subido a bordo. Se froto el pelo, los brazos y los muslos, reactivo su cuerpo. Luego reanudo la marcha procurando recurrir a sus fuerzas ordinarias, deambulacion tranquila, observacion lejana de los viandantes, con el espiritu navegando como madera en las aguas.

La cuarta rafaga cayo sobre el casi una hora mas tarde, cuando estaba subiendo por el bulevar Saint-Paul, a pocos pasos de su casa. Se doblo ante el ataque, se apoyo en el farol, petrificandose bajo el viento del peligro. Cerro los ojos, aguardo. Menos de un minuto despues, levantaba lentamente el rostro, relajaba sus hombros, movia sus dedos en los bolsillos, presa de aquella angustia que el tornado dejaba en su estela, por cuarta vez. Un desasosiego que hacia afluir las lagrimas a los parpados, una pesadumbre sin nombre.

Y necesitaba aquel nombre. El nombre de aquella prueba, de aquella alarma. Pues aquel dia que habia comenzado tan banalmente, con su cotidiana entrada en los locales de la Criminal, le estaba dejando modificado, alterado, incapaz de reanudar la rutina de la manana. Hombre ordinario por la manana, trastornado al anochecer, bloqueado por un volcan que habia surgido ante sus pasos, fauces de fuego abiertas a un indescifrable enigma.

Se aparto del farol y examino el lugar, como habria hecho en la escena de un crimen del que el fuera la victima, en busca de una senal que pudiera revelarle la identidad del asesino que le habia herido por la espalda. Se separo un metro y volvio a colocarse en la posicion exacta donde estaba en el momento del impacto. Su mirada recorrio la acera vacia, el cristal oscuro de la tienda de la derecha, el cartel publicitario de la izquierda. Nada mas. Solo aquel cartel podia verse con claridad en mitad de la noche, iluminado en su marco de cristal. He aqui pues la ultima cosa que habia percibido antes de la rafaga. Lo examino. Era la reproduccion de un cuadro de factura clasica, cruzado por un anuncio: «Los pintores pompiers del siglo XIX. Exposicion temporal. Grand Palais. 18 de octubre-17 de diciembre».

El cuadro representaba a un tio musculoso de piel clara y barba negra, confortablemente instalado en el oceano, rodeado de nayades y entronizado en una ancha concha. Adamsberg se concentro un momento en aquella tela, sin comprender en que habia podido contribuir a provocar el ataque, ni tampoco su conversacion con Danglard, su sillon del despacho o la humosa sala de los Dublineses. Y, sin embargo, un hombre no pasa de la normalidad al caos con solo un chasquido de dedos. Es precisa una transicion, un paso. Alli como en cualquier otra parte y en el caso de Hernoncourt, le faltaba el claroscuro, el puente entre las riberas de la sombra y de la luz. Suspiro de impotencia y se mordio los labios, escrutando la noche por la que merodeaban los taxis vacios. Levanto un brazo, subio al coche y dio al chofer la direccion de Adrien Danglard.

IV

Tuvo que llamar tres veces antes de que Danglard, atontado por el sueno, fuera a abrirle la puerta. El capitan se contrajo al ver a Adamsberg, cuyos rasgos parecian mas pronunciados, la nariz mas aguilena y un brillo sordo bajo los altos pomulos. Por lo tanto, el comisario no se habia relajado tan rapido -como de costumbre- como se habia tensado. Danglard se habia pasado de la raya, lo sabia. Desde entonces, le daba vueltas a la eventualidad de un enfrentamiento, de una bronca incluso. ?O de una sancion? ?O de algo peor aun? Incapaz de frenar el mar de fondo de su pesimismo, habia rumiado sus crecientes temores durante toda la cena, procurando no mostrar nada a los ninos, ni eso ni el problema del reactor izquierdo tampoco. La mejor defensa seguia siendo contarles una nueva anecdota de la teniente Retancourt, algo que sin duda les divertia, empezando por el hecho de que aquella mujer gorda -que parecia pintada por Miguel Angel, que, fuera cual fuese su genio, no era el mas habil para plasmar la flexible sinuosidad del cuerpo femenino- llevase el nombre de una delicada flor silvestre, Violette. Aquel dia, Violette hablaba en voz baja con Helene Froissy, que pasaba una mala racha. Violette habia soltado una de sus frases golpeando con la palma de la mano la fotocopiadora, lo que provoco una inmediata puesta en marcha de la maquina, cuyo carro se habia bloqueado, firmemente, hacia cinco dias.

Uno de los gemelos de Danglard habia preguntado que hubiera sucedido si Retancourt hubiese golpeado la cabeza de Helene Froissy y no la fotocopiadora. ?Habria sido posible poner de nuevo en marcha los buenos pensamientos de la triste teniente? ?Podia Violette hacer que funcionaran los seres y las cosas tocandolos con fuerza? Todos habian apretado, luego, el televisor estropeado para probar su propio poder -Danglard habia autorizado una sola presion por nino-, pero la imagen no habia regresado a la pantalla y el benjamin se habia hecho dano en un dedo. Una vez acostados los ninos, la inquietud le habia llevado, de nuevo, a negros presagios.

Ante su superior, Danglard se rasco el torso en un gesto de ilusoria autodefensa.

– Deprisa, Danglard -susurro Adamsberg-, le necesito. El taxi espera abajo.

Serenado por esa rapida vuelta a la normalidad, el capitan se puso a toda prisa la chaqueta y el pantalon. Adamsberg no le guardaba rencor alguno por su rabia, olvidada ya, enterrada en los limbos de su indulgencia o de su habitual despreocupacion. Si el comisario iba a buscarle en plena noche, es que un asesinato acababa de caerle a la brigada.

– ?Donde ha sido? -pregunto reuniendose con Adamsberg.

– En Saint-Paul.

Ambos bajaban la escalera, Danglard intentando anudarse la corbata al tiempo que se ponia una gruesa bufanda.

– ?Alguna victima?

– Dese prisa, amigo mio, es urgente.

El taxi les dejo a la altura del cartel publicitario. Adamsberg pago la carrera mientras Danglard, sorprendido, contemplaba la calle vacia. Ni luces giratorias ni equipo tecnico, una acera desierta y los edificios dormidos.

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