– ?No? -grito Danglard-. Hace un ano, Camille se esfumo, salio de su vida en uno de esos diabolicos barrenazos cuyo secreto posee. ?Y quien deseaba volver a verla? ?Quien? ?Usted o yo?

– Yo.

– ?Y quien le siguio la pista? ?Quien la encontro, la localizo? ?Quien le proporciono su direccion en Lisboa? ?Usted o yo?

Adamsberg se levanto y fue a cerrar la puerta del despacho. Danglard siempre habia venerado a Camille, a la que ayudaba y protegia como a una obra de arte. No habia nada que hacer. Y ese fervor protector concordaba muy mal con la tumultuosa vida de Adamsberg.

– Usted -respondio con tranquilidad.

– Exacto. De modo que es cosa mia.

– Mas bajo, Danglard. Le escucho y es inutil que grite.

Esta vez, el particular timbre de voz de Adamsberg parecio hacer efecto. Como un producto activo, las inflexiones de la voz del comisario envolvian al adversario, provocando una relajacion o una sensacion de serenidad, de placer o de anestesia completa. El teniente Voisenet, que tenia estudios de quimica, habia hablado a menudo de este enigma en la Sala de los Chismes, pero nadie habia podido identificar que lenitivo habia sido introducido, a fin de cuentas, en la voz de Adamsberg. ?Tomillo? Jalea real? ?Cera? ?Una mezcla? Danglard se calmo un poco.

– ?Y quien -prosiguio en voz mas baja- corrio a verla a Lisboa y echo a perder toda la historia en menos de tres dias?

– Yo.

– Usted. Un detalle insignificante, ni mas ni menos.

– Que no es cosa suya.

Adamsberg se levanto y, separando los dedos, dejo caer el vasito directamente en la papelera, en pleno centro. Como si hubiese apuntado para hacer un disparo. Salio de la estancia con paso tranquilo, sin volverse.

Danglard apreto los labios. Sabia que se habia pasado de la raya, que habia llegado demasiado lejos en terreno vedado. Pero aguijoneado por meses de reprobacion y exacerbado por el asunto de Quebec, no habia sido ya capaz de retroceder. Se froto las mejillas con la rugosa lana de los guantes, vacilando, evaluando sus meses de pesado silencio, de mentira, de traicion tal vez. Asi estaba bien, o no. Por entre los dedos, su mirada cayo sobre el mapa de Quebec extendido en la mesa. ?Para que hacerse mala sangre? Dentro de ocho dias estaria muerto, y Adamsberg tambien. Estorninos engullidos por la turbina, el reactor izquierdo ardiendo, explosion superatlantica. Levanto la botella y bebio directamente, a morro, un trago. Luego descolgo el telefono y marco el numero del tecnico.

II

Adamsberg se encontro con Violette Retancourt en la maquina de cafe. Permanecio algo rezagado, esperando que el mas solido de sus lugartenientes hubiera sacado su vaso de las ubres de la maquina; pues, en la imaginacion del comisario, el aparato de las bebidas evocaba una vaca nutricia acurrucada en las oficinas de la Criminal, como una madre silenciosa que velara por ellos, y por esta razon le gustaba. Pero Retancourt se esfumo en cuanto le vio. Decididamente, penso Adamsberg colocando un vasito bajo las ubres del distribuidor, no era su dia.

Aquel dia o cualquier otro, la teniente Retancourt era sin embargo un caso raro. Adamsberg nada tenia que reprochar a aquella mujer impresionante, treinta y cinco anos, un metro setenta y nueve y ciento diez kilos, tan inteligente como poderosa, y capaz, como ella misma habia expuesto, de usar su energia como mejor le conviniera. Y, en efecto, la diversidad de medios que Retancourt habia demostrado en un ano, con unos golpes de una potencia bastante terrorifica, habia convertido a la teniente en uno de los pilares del edificio, la maquina de guerra polivalente de la Brigada, adaptada a todos los terrenos, cerebral, tactico, administrativo, de combate o de tiro de precision. Pero a Violette Retancourt no le gustaba. Sin hostilidad, simplemente le evitaba.

Adamsberg recogio su vasito de cafe, dio unas palmadas a la maquina en senal de agradecimiento filial y regreso a su despacho, con el animo apenas molesto por el estallido de Danglard. No tenia la intencion de pasar horas y horas apaciguando los temores del capitan, se tratara del boeing o de Camille. Habria preferido, simplemente, que no le hubiese comunicado que Camille se encontraba en Montreal, hecho que ignoraba y que perturbaba levemente su escapada quebequesa. Habria preferido que no hubiese reavivado imagenes que enterraba en los margenes de sus ojos, en el dulzon limo del olvido, hundiendo los angulos de los maxilares, difuminando los labios infantiles, envolviendo en gris la piel blanca de aquella muchacha del norte. Que no hubiese reavivado un amor que iba disgregandose sin estruendo, en beneficio de los multiples paisajes que le ofrecian las demas mujeres. Una indiscutible propension a merodear, a robar fruta poco madura, que chocaba a Camille, naturalmente. A menudo la habia visto ponerse las manos en los oidos tras uno de sus paseos, como si su melodico amante acabara de hacer chirriar las unas en una pizarra, introduciendo una disonancia en su delicada partitura. Camille se dedicaba a la musica, y eso lo explicaba todo.

Se sento de traves en su sillon y soplo en su cafe, dirigiendo su mirada hacia el panel donde estaban clavados los informes, las urgencias y, en el centro, las notas que resumian los objetivos de la mision de Quebec. Tres hojas limpiamente fijadas, una al lado de otra, por tres chinchetas rojas. Huellas geneticas, sudor, orines y ordenadores, hojas de arce, bosques, lagos, caribus. Manana firmaria la orden de la mision y, dentro de ocho dias, despegaria. Sonrio y bebio un trago de cafe, con el espiritu tranquilo, feliz incluso.

Y sintio de pronto aquel mismo sudor frio depositandose en la nuca, aquella misma molestia que le oprimia, las zarpas de aquel gato saltando sobre sus hombros. Se doblo por el golpe y dejo con precaucion el vasito en la mesa. Segundo malestar en una hora, turbacion desconocida, como la visita inesperada de un extrano, provocando un brutal «quien vive», una alarma. Se obligo a levantarse, a andar. Salvo ese golpe, ese sudor, su cuerpo respondia normalmente. Se paso las manos por el rostro, relajando su piel, frotandose la nuca. Un malestar, una especie de convulsion defensiva. El mordisco de una angustia, la percepcion de una amenaza y el cuerpo que se yergue ante ella. Y, ahora que de nuevo se movia con facilidad, permanecia en el una inexpresable sensacion de pesadumbre, como un opaco sedimento que el oleaje abandona en el reflujo.

Termino su cafe y apoyo el menton en su mano. Le habia sucedido montones de veces no entenderse, pero era la primera vez que escapaba de si mismo. La primera vez que caia, durante unos segundos, como si un polizon se hubiera colado a bordo de su ser y hubiera tomado el timon. Estaba seguro de ello: habia un polizon a bordo. Un hombre sensato le habria explicado lo absurdo del hecho y sugerido el aturdimiento de una gripe. Pero Adamsberg identificaba algo muy distinto, la breve intrusion de un peligroso desconocido, que no queria hacerle ningun bien.

Abrio su armario para sacar un viejo par de zapatillas deportivas. Esta vez, ir a caminar o sonar no bastaria. Tendria que correr, horas si era necesario, directamente hacia el Sena y, luego, a lo largo. Y en aquella carrera despistar a su perseguidor, soltarlo en las aguas del rio o, ?por que no?, en alguien que no fuera el.

III

Sin mugre ya, agotado despues de una ducha, Adamsberg decidio cenar en Las aguas negras de Dublin, un bar sombrio cuya ruidosa atmosfera y acido olor habian salpicado, a menudo, sus deambulaciones. El lugar, frecuentado exclusivamente por irlandeses a los que no entendia ni una sola palabra, tenia la insolita ventaja de proporcionar gente y charlas interminables, al mismo tiempo que una absoluta soledad. Encontro alli su mesa manchada de cerveza, el aire saturado de un olorcillo a Guinness, y la camarera, Enid, a quien encargo un filete de cerdo y patatas fritas. Enid servia los platos con un antiguo y largo tenedor de estano que a Adamsberg le gustaba, con su mango de madera barnizada y las tres puas irregulares de su espeton. La estaba mirando mientras colocaba la carne cuando el polizon resurgio con la brutalidad de un violador. Esta vez le parecio detectar

Вы читаете Bajo los vientos de Neptuno
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату