– De todos modos tiene 44°.
– La intencion es lo que cuenta, el gesto.
– Entonces es otra cosa, claro esta.
– Claro esta. ?De que esta hablando?
– De lo que no me importa, como usted. Aun cerradas, las heridas dejan huellas.
– Es cierto -dijo Danglard.
Adamsberg dejo que su adjunto tomara unos tragos.
– En mi aldea de los Pirineos -comenzo- habia un viejo al que nosotros, los mocosos, llamabamos el Senor. Los mayores le llamaban por su cargo y su nombre: el juez Fulgence. Vivia solo en la Mansion, un gran caserio algo apartado, rodeado de un muro y arboles. No trataba con nadie, no hablaba con nadie, detestaba a los chiquillos y nos daba mucho miedo. Nos reuniamos unos cuantos para acechar su sombra, al anochecer, cuando iba al bosque para que mearan sus perros, dos grandes pastores de Beauce. ?Como describirlo, Danglard, a traves de los ojos de un mocoso de diez o doce anos? Era viejo, muy alto, con el pelo blanco echado hacia atras, las manos mas cuidadas que se habian visto en el pueblo, la ropa mas elegante que se habia llevado. Como si el tipo volviera de la opera cada noche, decia el cura, que, sin embargo, le disculpaba todo. El juez Fulgence se vestia con una camisa clara, una corbata fina, un traje oscuro y, segun la estacion, una capa corta o larga de pano gris o negro.
– ?Un embaucador? ?Un farsante?
– No, Danglard, un hombre frio como el congrio. Cuando entraba en el pueblo, los viejos amontonados en los bancos le saludaban con deferencia, con un murmullo que se propagaba de una punta a otra de la plaza, al tiempo que se detenian las conversaciones. Era algo mas que respeto, era fascinacion y casi cobardia. El juez Fulgence dejaba como rastro una estela de esclavos a los que no echaba ni una mirada, como un navio suelta un reguero de espuma y prosigue su rumbo. Uno podria imaginarselo impartiendo aun justicia, sentado en un banco de piedra, con los andrajosos pirenaicos arrastrandose a sus pies. Pero, sobre todo, teniamos miedo. Todos, los mayores, los pequenos y los viejos. Y nadie habria podido decir por que. Mi madre nos prohibia ir a la mansion y, claro esta, por la noche jugabamos a ver quien se atrevia a acercarse mas. Intentabamos casi cada semana una nueva aventura, probablemente para poner a prueba nuestros nervios y nuestros huevos. Y lo peor de todo: a pesar de su edad, el juez Fulgence era de una gran belleza. Las viejas decian susurrando, y esperando que el Cielo no las oyera, que tenia la belleza del diablo.
– ?Imaginaciones de un nino de doce anos?
Con su mano valida, Adamsberg hurgo en las carpetas y saco dos fotografias en blanco y negro. Se inclino hacia delante y las puso en las rodillas de Danglard.
– Mirelo, amigo, y digame si se trata de la fantasia de un chiquillo.
Danglard estudio las fotografias del juez, una de tres cuartos, la otra casi de perfil. Solto un quedo silbido.
– ?Guapo? ?Impresionante? -pregunto Adamsberg.
– Mucho -confirmo Danglard guardando de nuevo las fotos.
– Y sin mujer, no obstante. Un cuervo solitario. Asi era el hombre. Pero asi son los chiquillos, durante anos no dejaron de acosarle. Era el gran desafio del sabado por la noche. Arrancar las piedras del muro, grabar una inscripcion en su puerta cochera, lanzar basura en su jardin, latas de conserva, sapos muertos, cornejas despanzurradas. Asi son los chiquillos, Danglard, en esos pueblos pequenos, y asi era yo. En la pandilla los habia que pegaban un cigarrillo encendido en la boca de los sapos y, tras tres o cuatro caladas, estallaban. Como fuegos de artificio que les hacian saltar las entranas. Yo miraba. ?Le doy sueno?
– No -dijo Danglard bebiendo un traguito de su ginebra, que economizaba prudentemente con un aire triste, como un pobre.
Adamsberg no se preocupaba a este respecto pues su adjunto habia llenado su vaso hasta el borde.
– No -repitio Danglard-, continue.
– No se le conocia pasado, ni familia. Solo se sabia una cosa, que resonaba como un gong: que habia sido juez. Un juez tan poderoso que su influencia no se habia apagado. Jeannot, uno de los mas chulos de la pandilla…
– Perdon -interrumpio Danglard, preocupado-. ?El sapo estallaba realmente o es una metafora?
– Realmente. Se hinchaba, llegaba al tamano de un melon verdoso y, de pronto, estallaba. ?Donde estaba, Danglard?
– En Jeannot.
– Jeannot el chulo, al que admirabamos sin reservas, salto por las buenas el muro de la mansion. Una vez entre los arboles, tiro una piedra a los cristales de la casa del Senor. El Jeannot fue llevado al tribunal de Tarbes. Cuando le juzgaron, lucia todavia las huellas del ataque de los perros pastor, que habian estado a punto de hacerle picadillo. El magistrado le condeno a seis meses de reformatorio. Por una piedra, y a un chiquillo de once anos. El juez Fulgence habia pasado por alli. Tenia el brazo tan largo que podia barrer toda la region de un manotazo, y hacer que la justicia se inclinara hacia donde le pareciera.
– Pero ?como es posible que el sapo fumase?
– Digame, Danglard, ?esta escuchandome? Le estoy contando la historia de un hombre del diablo y usted solo piensa en el maldito sapo.
– Le escucho, claro esta, pero digame, ?como es posible que el sapo fumara?
– Asi era. En cuanto le metian un cigarrillo encendido en el hocico, el sapo comenzaba a chupar. No como un tipo acodado tranquilamente en un bar, sino como un sapo que se pone a chupar como un imbecil, sin parar. Paf, paf, paf. Y de pronto, estallaba.
Adamsberg describio una amplia curva con el brazo derecho, evocando la nube de entranas. Danglard siguio la elipse con la mirada e inclino la cabeza, como si grabase un hecho de considerable importancia. Luego, se excuso con brevedad.
– Continue -dijo apurando un dedo de ginebra-. El poder del juez Fulgence. ?Fulgence era su apellido?
– Si. Honore Guillaume Fulgence.
– Curioso nombre, Fulgence. De
– Eso decia el cura, creo. En casa no creiamos en nada, pero yo estaba todo el tiempo metido en casa de aquel cura. Primero habia queso de oveja y miel, y son muy sabrosos cuando se comen juntos. Luego habia grandes cantidades de libros de cuero. La mayoria religiosos, claro esta, con grandes imagenes ilustradas, en rojo y oro. Adoraba aquellas imagenes. Copiaba decenas. No habia otra cosa que copiar en todo el pueblo.
– «Iluminadas».
– ?Perdon?
– Las imagenes religiosas: «iluminadas».
– Ah, caramba. Siempre he dicho «ilustradas».
– «Iluminadas».
– De acuerdo, si usted lo dice.
– ?Todo el mundo era viejo en su pueblo?
– Eso parece, cuando uno es un chiquillo.
– Pero ?por que, cuando le ponian el cigarrillo, el sapo comenzaba a aspirar? Paf, paf, paf, hasta estallar.
– ?Y yo que se, Danglard! -dijo Adamsberg levantando los brazos.
Aquel movimiento instintivo le arranco un espasmo de dolor. Bajo rapidamente su brazo izquierdo y puso la mano sobre la venda.
– Es la hora de su analgesico -dijo Danglard consultando su reloj-. Voy a buscarselo.
Adamsberg asintio, secandose el sudor de la frente. Aquel siniestro cretino de Favre. Danglard desaparecio en la cocina con su vaso. Monto bastante jaleo con los armarios y los grifos, y regreso con agua y dos comprimidos que tendio a Adamsberg. Este los trago, advirtiendo de paso que el nivel de la ginebra habia subido magicamente.
– ?Donde estabamos? -pregunto.
– En las «iluminaciones» del viejo cura.