– Cicatrices.

– Cuatro.

– Pues yo siete. No ha nacido aun el companero que me venza a costurones -concluyo Trabelmann riendose de nuevo-. ?Ha traido usted su recuerdo de infancia, comisario?

Adamsberg senalo su cartera con una sonrisa.

– Aqui esta. Pero no estoy seguro de que le guste.

– Escuchar no cuesta nada -respondio el comandante abriendo su coche-. Siempre me han encantado los cuentos.

– ?Incluso los que matan?

– ?Conoce usted otros? -pregunto Trabelmann arrancando-. El canibal de Caperucita Roja, el infanticida de Blancanieves, el ogro de Pulgarcito.

Freno ante un semaforo en rojo y solto una nueva risita.

– Crimenes, crimenes por todas partes -prosiguio-. Y Barba Azul, un apuesto asesino en serie, ese tipo. Lo que me gustaba en Barba Azul era aquella jodida mancha de sangre en la llave, que nunca desaparecia. Frotaban, la limpiaban y volvia, como la mancha de la culpa. Pienso en ello a menudo cuando un criminal se me escapa. Me digo, ya puedes correr, tu, muchachito, pero la mancha regresara, y te cogere. Asi de facil. ?No lo cree?

– La historia que traigo se parece un poco a la de Barba Azul. Hay tres manchas de sangre que se limpian y reaparecen siempre. Aunque solo para quien quiere verlas, como en los cuentos.

– Debo pasar por Reichstett para recoger a uno de mis brigadieres, hay un buen trecho. ?Y si comenzara usted, ahora, su historia? ?Habia una vez un hombre…?

– Que vivia solo en una mansion, con dos perros -encadeno Adamsberg.

– Buen comienzo, comisario, me gusta mucho -dijo Trabelmann con una cuarta carcajada.

Mientras estacionaba en el pequeno aparcamiento de Reichstett, el comandante se habia puesto serio.

– Hay un monton de cosas convincentes en su historia. No lo discuto. Pero si fue su hombre el que mato a la joven Wind -y fijese en que digo «si»-, lleva medio siglo dale que dale con su tridente transformable. ?Se da usted cuenta? ?A que edad comenzo sus andanzas su Barba Azul? ?En la escuela primaria?

Un estilo distinto al de Danglard, pero la misma ironia, era natural.

– No, no exactamente.

– Vamos, comisario: ?fecha de nacimiento?

– No la se -eludio Adamsberg-, no se nada de su familia.

– De todos modos, seria un muchacho muy joven, ?no? Y ahora tendra como minimo entre setenta y ochenta tacos, ?verdad?

– Si.

– No voy a decirle la fuerza que se necesita para neutralizar a un adulto y propinarle varios golpes mortales con un punzon.

– El tridente multiplica la potencia del golpe.

– Pero luego el asesino arrastro a la victima y su bici hasta el campo a unos diez metros de la carretera, con una cuneta de drenaje que atravesar y un talud que superar. Sabe usted muy bien cuanto cuesta arrastrar un cuerpo inerte, ?no es cierto? Elisabeth Wind pesaba sesenta y dos kilos.

– La ultima vez que vi a ese hombre, ya no era joven pero de el emanaba todavia una gran fuerza. Realmente, Trabelmann. Con mas de un metro ochenta y cinco, daba la impresion de tener un gran vigor y energia.

– La «impresion», comisario -dijo Trabelmann abriendo la puerta trasera a su brigadier, al que dirigio un breve saludo militar-. ?Y cuanto hace de eso?

– Veinte anos.

– Me hace usted reir, Adamsberg, al menos me hace reir. ?Puedo llamarle Adamsberg?

– Se lo ruego.

– Vamos a largarnos directamente a Schiltigheim rodeando Estrasburgo. Que se fastidie la catedral. Supongo que a usted le importa un comino.

– Hoy, si.

– A mi siempre. Sencillamente, los chismes viejos no me dicen nada. La he visto cien veces, claro esta, pero no me gusta.

– ?Que le gusta a usted, Trabelmann?

– Mi mujer, mis chiquillos, mi curro.

Un tipo sencillo.

– Y los cuentos. Adoro los cuentos.

No tan sencillo, rectifico Adamsberg.

– Y sin embargo, los cuentos son chismes viejos -dijo.

– Si, mucho mas viejos que su tipo. Continue de todos modos.

– ?Podriamos pasar primero por el deposito?

– Para tomar sus medidas, supongo. Nada que objetar.

Adamsberg estaba terminando su relato cuando cruzaron las puertas del Instituto Anatomico Forense. Cuando olvidaba ponerse derecho, como entonces, el comandante no era mas alto que el.

– ?Como? -grito Trabelmann deteniendose en mitad del vestibulo-. ?El juez Fulgence? ?Esta usted como una cabra, comisario?

– ?Y que? -pregunto tranquilamente Adamsberg-. ?Le molesta a usted eso?

– Pero carajo, ?sabe usted quien es el juez Fulgence? ?Eso ya no es un cuento! Es como si me dijera usted que el que escupe fuego es el principe Encantador y no el Dragon.

– Apuesto como un principe, si, pero eso no le impide escupir fuego.

– ?Se da usted cuenta, Adamsberg? Hay un libro sobre los procesos de Fulgence. Y no todos los magistrados del pais merecen figurar en un libro, ?verdad? Era un tipo eminente, un hombre justo.

– ?Justo? No le gustaban las mujeres ni los ninos. No era como usted, Trabelmann.

– No estoy comparando. Era una gran figura, respetada por todo el mundo.

– Temido, Trabelmann. Tenia la mano cortante y pesada.

– Hay que hacer justicia.

– Y larga. Desde Nantes, podia hacer temblar el tribunal de Carcasona.

– Porque tenia autoridad, y acierto en sus puntos de vista. Me hace usted reir, Adamsberg, al menos me hace reir.

Un hombre de blanco corrio hacia ellos.

– Un respeto, senores.

– Hola, Menard -interrumpio Trabelmann.

– Perdon, comandante, no le habia reconocido.

– Le presento a un colega de Paris, el comisario Adamsberg.

– Le conozco de nombre -dijo Menard estrechandole la mano.

– Es un tipo divertido -preciso Trabelmann-. Menard, llevenos al cajon de Elisabeth Wind.

Menard levanto la sabana mortuoria, aplicadamente, y descubrio a la joven muerta. Adamsberg la observo sin moverse durante unos instantes, luego fue inclinando poco a poco la cabeza para examinar las equimosis en la nuca. Concentro despues su atencion en las perforaciones del vientre.

– Que yo recuerde -dijo Trabelmann-, la cosa tiene unos veinte o veintidos centimetros de largo.

Adamsberg movio la cabeza, dubitativo, y saco un metro de su cartera.

– Ayudeme, Trabelmann. Solo tengo una mano.

El comandante desenrollo el metro sobre el cuerpo. Adamsberg coloco con precision el extremo en el borde externo de la primera herida y lo extendio hasta el limite externo de la tercera.

– 16,7 cm, Trabelmann. Nunca mas, se lo habia dicho.

– Pura casualidad.

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