vacio.

– Si, pero el conejo sale.

– ?Piensa, tal vez, en el otro pordiosero?

– Un pordiosero que bebia de su propia botella y en un vaso. Un pordiosero que no siempre lo fue. Amigo.

– Pero un pordiosero, de todos modos.

– Tal vez, no es seguro.

– Digame, comisario, ?en toda su carrera ha podido alguien, alguna vez, hacerle cambiar de opinion?

Adamsberg se tomo unos momentos para pensar, honestamente, en la cuestion.

– No -reconocio finalmente, con una pizca de pesadumbre en la voz.

– Me lo temia. Y dejeme decirle que tiene usted un ego grande como esta mesa, sencillamente.

Adamsberg entorno los ojos sin decir nada.

– No lo digo para ofenderle, comisario. Pero en este asunto aparece usted con un monton de ideas personales en las que nadie ha creido nunca. Luego, ajusta todos los hechos a su conveniencia. No digo que no haya cosas interesantes en su analisis. Pero no tiene en cuenta la otra parte, ni siquiera la considera. Y yo he cogido a un tipo, con una trompa como un piano, a tres pasos de la victima, con el arma a su lado y sus huellas en el mango. ?Lo capta?

– Comprendo su punto de vista.

– Pero le importa un pimiento y sigue usted con el suyo. Los demas pueden irse a paseo, sencillamente, con su trabajo, sus ideas y sus impresiones. Digame solo una cosa: las calles estan llenas de asesinos libres como pajaros. Casos que ni usted ni yo hemos cerrado, los hay a patadas. Y no parece que le importe demasiado. ?Y entonces? ?Por que tanto interes por este?

– Cuando lea usted el expediente n.° 6, del ano 1973, sabra que el adolescente inculpado era mi hermano. Esta historia le jodio la vida y lo perdi.

– ?Ese era su «recuerdo de infancia»? ?Por que no lo ha dicho antes?

– No me habria escuchado usted hasta el final. Demasiado implicado, demasiado personal.

– Afirmativo. Que alguien de la familia este metido en la mierda, no hay nada peor para que un poli se la pegue.

Saco el expediente n.° 6 y lo coloco en lo alto de la pila, con un suspiro.

– Escucheme, Adamsberg -prosiguio-, teniendo en cuenta su notoriedad, voy a tragarme sus expedientes. Asi, el intercambio sera completo e imparcial. Usted habra visto mi terreno y yo habre visto el suyo. ?De acuerdo? Nos vemos manana por la manana. Tiene usted un buen hotelito a doscientos metros de aqui, subiendo a la derecha.

Adamsberg vago largo tiempo por la campina antes de plantarse en el hotel. No le guardaba rencor a Trabelmann, que se habia prestado a colaborar. Pero el comandante no le seguiria, como los demas. Desde siempre, por todas partes, se habia topado con ojos incredulos, en todas partes eran sus hombros unicamente los que cargaban con el peso del juez.

Pero Trabelmann tenia razon en un punto. El, Adamsberg, no soltaria la presa. La longitud de las heridas coincidia, una vez mas, sin superar los limites del travesano del tridente. Vetilleux habia sido elegido, seguido y vencido con un litro de alcohol por el tipo del gorro encasquetado hasta los ojos, que tuvo mucho cuidado de no tener contacto con la saliva de su companero. Luego, a Vetilleux lo habian metido en un coche y dejado muy cerca del lugar del crimen, ya cometido. Al viejo le habia bastado con apretar el punzon en su mano y arrojarlo a su lado. Luego, arrancaria y se alejaria tranquilamente, entregando su nuevo chivo expiatorio al celoso Trabelmann.

XI

Cuando llego al puesto, a las nueve, Adamsberg saludo al brigadier de guardia, el que habia querido saber el chiste del oso. Este le hizo comprender, con un ademan, que las cosas estaban muy mal. Trabelmann, en efecto, habia perdido toda la amabilidad de la vispera y le aguardaba, de pie, en su despacho, con las manos cruzadas y la espalda rigida.

– ?Me esta usted tomando el pelo, Adamsberg? -pregunto con una voz cargada de colera-. ?Es una mania, entre la pasma, tomar a los gendarmes por gilipollas?

Adamsberg se quedo de pie ante el comandante. Lo mejor, en esos casos, es dejar que hablen. Lo imaginaba y ya era bastante. Pero no habia pensado que Trabelmann fuera a actuar tan deprisa. Le habia subestimado.

– ?El juez Fulgence murio hace dieciseis anos! -grito Trabelmann-. ?Fallecido, fiambre, muerto! ?Ya no es un cuento, Adamsberg, es una novela de terror! ?Y no me diga que no lo sabia! ?Sus notas se detienen en 1987!

– Lo sabia, claro. Fui a su entierro.

– ?Y me hace perder todo el dia con su historia de locos? ?Para explicarme que el viejo mato a la joven Wind en Schiltigheim? ?Sin imaginar ni por un momento que el bueno de Trabelmann podria buscar informacion sobre el juez?

– Es cierto, no lo pense y le pido perdon. Pero si se ha tomado el trabajo de hacerlo es que el caso de Fulgence le intriga lo bastante como para desear saber algo mas.

– ?A que esta jugando, Adamsberg? ?A perseguir un fantasma? Prefiero no creerlo, o su lugar no esta ya con la pasma sino en un manicomio. ?Que cono ha venido a hacer aqui? Digamelo.

– A medir las heridas, a interrogar a Vetilleux y a indicarle esa pista.

– ?Esta pensando, tal vez, en un emulo? ?Un imitador? ?Un hijo?

Adamsberg tuvo la impresion de estar reviviendo, por etapas, su conversacion de la antevispera con Danglard.

– Ni discipulos ni hijos. Fulgence actua solo.

– ?Se da usted cuenta de que esta diciendome, friamente, que ha perdido la cordura?

– Me doy cuenta de que usted lo piensa, comandante. ?Me permite saludar a Vetilleux antes de marcharme?

– ?No! -grito Trabelmann.

– Si le parece adecuado entregar un inocente a la justicia, usted sabra.

Adamsberg rodeo a Trabelmann para recuperar sus expedientes y meterlos, torpemente, en su cartera, una operacion que requeria tiempo con una sola mano. El comandante no le ayudo, como no lo habia hecho Danglard. Tendio la mano a Trabelmann para saludarle, pero este permanecio con los brazos cruzados.

– Bueno, volveremos a vernos, Trabelmann, un dia u otro, con la cabeza del juez clavada en su tridente.

– Adamsberg, me he equivocado.

El comisario levanto los ojos, sorprendido.

– Su ego no es tan grande como esta mesa, sino como la catedral de Estrasburgo.

– Que a usted no le gusta.

– Afirmativo.

Adamsberg se dirigio hacia la salida. En el despacho, los pasillos y el vestibulo, el silencio habia caido como un chaparron, arrastrando voces, movimientos, ruido de pasos. Tras haber cruzado la puerta, vio al joven brigadier que le escoltaba unos metros.

– Comisario, ?y el chiste del oso?

– No me siga, brigadier, se esta jugando el puesto.

Le dirigio un rapido guino y se fue a pie, sin un coche que le llevara a la estacion de Estrasburgo. Pero, al reves que para Vetilleux, unos kilometros a pie no representaban una gran distancia para el comisario, sino un paseo apenas suficiente para expulsar de su espiritu al nuevo adversario que el juez Fulgence acababa de anadir a su coleccion.

Вы читаете Bajo los vientos de Neptuno
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату