su cabeza. Habria deseado regresar a un momento mas apacible cuando, tres dias antes, posaba su mano en la calandria fria de la caldera. Pero, desde entonces, parecia que se habian producido explosiones por todos lados, como el sapo que fumaba. Varios sapos que fumaban juntos haciendose compania y que habian estallado a cortos intervalos. Una nube de entranas en todas direcciones, que convertian en lluvia roja sus imagenes entremezcladas. La aparicion del juez como un torpedo, el muerto viviente, los tres orificios de Schiltigheim, la hostilidad de su mejor adjunto, el rostro de su hermano, la torre de Estrasburgo, ciento cuarenta y dos metros, el principe transformado en dragon, la botella apuntando a las narices de Favre. Accesos de colera tambien, contra Danglard, contra Favre, contra Trabelmann y, de un modo insidioso, contra Camille, que le habia abandonado. No. Era el el que habia dejado a Camille. Ponia las cosas del reves, como el principe y el dragon. Colera contra todos. Colera contra usted mismo, pues, habria dicho Ferez, tranquilo. Anda y que te jodan, Ferez.
Dejo de andar cuando advirtio que, bamboleandose en el caos de sus pensamientos, estaba preguntandose si, metiendo un dragon entero en el portico de la catedral de Estrasburgo, esta aspiraria y, paf, paf, paf, estallaria. Se apoyo en una farola, comprobo que ninguna imagen de Neptuno le acechaba en la acera y se paso la mano por el rostro. Estaba cansado y su herida le daba punzadas. Tomo dos comprimidos, sin agua, y levantando los ojos advirtio que sus pasos le habian llevado hasta Clignancourt.
El camino estaba trazado, pues. Girando a la derecha, enfilo hacia la vieja casa de Clementine Courbet, atrapada al fondo de una calleja, junto al mercado de ocasion. No habia visto a la anciana desde hacia un ano, desde el gran caso de los Cuatro. Y no estaba previsto que volviera a verla nunca.
Llamo a la puerta de madera, contento de pronto, esperando que la abuela estuviera alli, atareada en su sala o en su desvan. Y que le reconociera.
La puerta se abrio ante una mujer gorda, embutida en un vestido de flores, envuelta en un delantal de cocina de un azul gastado.
– Perdone que no pueda darle la mano, comisario -dijo Clementine tendiendole el antebrazo-, pero estoy trajinando en la cocina.
Adamsberg sacudio el brazo de la anciana, que se froto en el delantal las manos llenas de harina y volvio a sus fogones. El la siguio, tranquilizado. Nada extranaba a Clementine.
– Deje su bolsa -dijo Clementine-, pongase comodo.
Adamsberg se sento en una de las sillas de la cocina y la miro mientras trabajaba. Una masa para tarta estaba extendida en la mesa de madera y Clementine cortaba algunos circulos con la ayuda de un vaso.
– Son para manana -explico-. Son tortas, estan acabandose. Tome alguna de la caja, me quedan aun. Y luego sirvanos dos oportos, eso no nos hara dano.
– ?Por que, Clementine?
– Bueno, porque algo le preocupa. ?Sabe que he casado ya a mi chico?
– ?Con Lizbeth? -pregunto Adamsberg sirviendose oporto y torta.
– Eso es. ?Y usted?
– Pues yo he hecho lo contrario.
– Vaya, ?le tocaba las narices? ?A un hombre apuesto como usted?
– Al contrario.
– Entonces era usted.
– Era yo.
– Bueno, eso no esta bien -anuncio la anciana vaciando un tercio de su oporto-. Una chica tan agradable.
– ?Como lo sabe usted, Clementine?
– Caramba, pase muchos ratos en su comisaria. Entonces, a fe mia, juegas, te entretienes, charlas.
Clementine metio sus tortas en el viejo horno de gas, cerro la puerta con un chirrido y las observo, sin pestanear, a traves del cristal ahumado.
– Lo cierto -continuo- es que los mujeriegos montan todo un numero cuando estan colados de verdad por alguien, ?no es asi? Le echan la culpa a su novia.
– ?Como es eso, Clementine?
– Bueno, dado que ese amor les molesta para seguir a otras mujeres, tienen que castigar a la novia.
– ?Y como la castigan?
– Carajo, haciendole saber que la enganan a diestro y siniestro. Despues, la muchacha se echa a llorar y eso, a el, no le gusta. Forzosamente, puesto que hacer llorar a la gente no le gusta a nadie. Entonces la planta.
– ?Y luego? -pregunto Adamsberg, atento al relato como si la anciana le estuviese contando un cuento maravilloso.
– Bueno, entonces se cabrea porque ha perdido a la chica. Porque una cosa es ser mujeriego y otra muy distinta amar.
– ?Por que es distinto?
– Porque ser mujeriego no hace feliz a ningun hombre. Y amar molesta para ser mujeriego. De modo que el mujeriego va de aqui para alla, y nunca esta contento por si acaso fuera poco. La muchacha es la que paga el pato, y luego, el.
Clementine abrio la puerta del horno, observo, la volvio a cerrar.
– Es muy cierto, Clementine -dijo Adamsberg.
– No hay que ser un gran letrado para comprenderlo -dijo ella frotando ampliamente la mesa con un trapo-. Voy a empezar con mis costillas de cerdo.
– Pero ?por que va el mujeriego detras de las mujeres, Clementine?
La anciana apoyo sus grandes punos en las caderas.
– Bueno, porque es mas facil. Para amar, hay que dar de uno mismo, mientras que para ir de una a otra, no es necesario. ?Le apetece con habichuelas, la costilla de cerdo? Yo misma las he pelado.
– ?Ceno aqui?
– Bueno, ya es hora. Hay que alimentarle, ya no le queda culo.
– No quiero privarla de su costilla de cerdo.
– Tengo dos.
– ?Sabia usted que iba a venir?
– Yo no soy adivina, caramba. Ultimamente se queda en casa una amiga. Pero esta noche, vendra mas tarde. En realidad, me sobraba. Me la habria comido manana, pero no me gusta comer cerdo dos veces seguidas. No se por que, manias. Voy a echar lena, ?me vigila usted el horno?
La estancia principal, pequena y llena de sillones de gastadas flores, solo estaba caldeada por una chimenea. En el resto de la casa, dos estufas de lena. La temperatura en la estancia no superaba los quince grados. Adamsberg puso la mesa mientras Clementine alimentaba el fuego.
– En la cocina no -objeto Clementine tomando unos platos-. Por una vez que tengo gente bien, nos instalaremos comodamente en el salon. Termine su oporto, da energia.
Adamsberg la obedecia en todo, y se encontro, en efecto, perfectamente comodo en la mesa del saloncito, de espaldas a las llamas de la chimenea. Clementine le lleno el plato y le sirvio, sin que pudiera rechistar, un vaso de vino a rebosar. Se puso una servilleta de flores en el escote y tendio otra a Adamsberg, que la imito.
– Le cortare la carne -dijo-. Con ese brazo, usted no puede. ?Tambien eso le hace pensar?
– No, Clementine, no pienso mucho en estos momentos.
– Cuando no se piensa, llegan los problemas. Hay que devanarse los sesos siempre, mi querido Adamsberg. ?No le molestara que le llame a veces por su nombre?
– No, en absoluto.
– Basta de gilipolleces -dijo Clementine volviendo a su lugar-. ?Que le sucede entonces?, dejando al margen a su novia.
– En estos momentos, tiendo a atacar a todo el mundo.
– ?Y lo de su brazo es por eso?
– Por ejemplo.
– Fijese en que no siempre estoy contra las peleas, calman los nervios. Pero si no es una de sus costumbres, tiene que devanarse los sesos. Seran las contrariedades por lo de la muchacha, sera otra cosa, o todo a la vez. No va usted a dejar la costilla ahi, ?eh? Tiene que terminarse el plato. Uno no come y, luego, ya no tiene culo.