Traere el arroz con leche.

Clementine puso un bol de postre ante Adamsberg.

– Si le tuviera aqui quince dias, le cebaria bien. ?Que mas le corroe?

– Un muerto viviente, Clementine.

– Bueno, eso puede arreglarse. Es menos complicado que el amor. ?Y que ha hecho?

– Mato ocho veces, y ha vuelto a empezar. Con un tridente.

– ?Y desde cuando esta muerto?

– Hace dieciseis anos.

– ?Y donde acaba de matar?

– Cerca de Estrasburgo, el sabado pasado por la noche. Una muchacha.

– ?No le habia hecho ningun dano, la muchacha?

– Ni siquiera la conocia. Es un monstruo, Clementine, un apuesto y terrible monstruo.

– Bueno, le creere. Esas no son maneras, nueve muertos que no te han hecho nada.

– Pero los demas no quieren creerlo. Nadie.

– Los demas tienen, a menudo, la cabeza muy dura. No hay que deslomarse para meterles algo en el craneo, si no quieren. Si es eso lo que intenta hacer, se esta destrozando los nervios inutilmente.

– Tiene usted razon, Clementine.

– Bueno, dejemos ahora a los demas -decidio Clementine encendiendo un grueso cigarrillo-, cuenteme usted su asunto. ?Puede acercar unos sillones delante de la chimenea? Esta ola de frio no la esperabamos, ?verdad? Al parecer viene del Polo Norte.

Adamsberg tardo mas de una hora en exponer tranquilamente los hechos a Clementine, sin saber en absoluto por que lo hacia. Solo fueron interrumpidos por la llegada de la vieja amiga de Clementine, una mujer casi tan mayor como ella, de unos ochenta anos. Pero, al contrario que Clementine, era flaca, menuda y vulnerable, con el rostro lleno de arrugas regulares.

– Josette, te presento al comisario del que te hable un dia. No temas, no es un mal tipo.

Adamsberg se fijo en su pelo tenido de rubio palido, en su traje sastre de senorona y en sus pendientes de perlas, tenaces recuerdos de una vida burguesa desaparecida hacia mucho tiempo. Como contraste, llevaba unas gruesas zapatillas deportivas en los pies. Josette saludo con timidez y se alejo a pasitos hacia el despacho, atestado con los ordenadores del chico de Clementine.

– ?De que se asusta? -pregunto Adamsberg.

– Ser poli no es cualquier cosa -suspiro Clementine.

– Perdon -dijo Adamsberg.

– Estabamos hablando de usted, no de Josette. Estuvo bien lo de decir que habia jugado a las cartas con su hermano. A menudo, las ideas simples son las mejores. Digame, el punzon no lo habra dejado usted todo ese tiempo en la poza, ?verdad? Porque algun dia subira.

Adamsberg prosiguio su relato, alimentando el fuego de vez en cuando, bendiciendo a dios sabe que inspiracion por haberle empujado hacia Clementine.

– Ese gendarme es un gilipollas -concluyo Clementine tirando su colilla al fuego-. Cualquiera sabe que un principe encantador puede transformarse en dragon. Hace falta ser un poli muy lerdo para no comprenderlo.

Adamsberg se tendio a medias en el sofa, con su brazo herido sobre el vientre.

– Diez minutos de descanso, Clementine, y me pondre en camino.

– Comprendo que eso le corroa, porque con ese muerto viviente no ha salido aun del embrollo. Pero siga con su idea, mi querido Adamsberg. No se si sera cierta, pero tampoco es que sea falsa.

A Adamsberg le basto con que Clementine se volviera y atizara el fuego para quedarse profundamente dormido. La anciana tomo una de las mantas que cubrian los sillones y la puso sobre el comisario.

Se cruzo con Josette al ir a acostarse.

– Duerme en el sofa -explico con un gesto-. Ese tipo nos esta enredando la madeja, Josette. Lo que me preocupa es que no le quede culo, ?te has fijado?

– No se, Clemie, no le conocia antes.

– Bueno, pues yo te lo digo. Habra que cebarlo.

El comisario bebia su cafe en la cocina, acompanado por Clementine.

– Lo siento, Clementine, no me di cuenta.

– No es ninguna molestia. Si se durmio, es que lo necesitaba. Tiene que comerse la segunda tostada. Y si debe ir a ver a su jefe, tendra que arreglarse un poco. Le dare un repaso con la plancha a la chaqueta y a los pantalones, no puede ir tan arrugado.

Adamsberg se paso la mano por la barbilla.

– Use la maquinilla de mi chico en el cuarto de bano -dijo ella llevandose la ropa.

XIV

A las diez de la manana, Adamsberg abandono Clignancourt con la panza llena, el rostro afeitado, la ropa planchada y el animo provisionalmente aliviado por los excepcionales cuidados de Clementine. A los ochenta y seis anos, la anciana sabia dar sin mesura. ?Y el? El le traeria algo de Quebec. Sin duda tendrian alli ropa de mucho abrigo que en Paris no habia. Una buena y gruesa chaqueta de andar por casa, de piel de oso a cuadros, o unos botines de piel de alce. Algo excepcional, como ella.

Antes de presentarse ante el jefe de division, recordo las ansiosas recomendaciones del teniente Noel, que Clementine no habia desautorizado: «Mentirte a ti mismo, es una cosa; pero mentir a la pasma es, a veces, pura necesidad. No vale la pena comerse el marron por una cuestion de honor. El honor es cosa de uno, no de la pasma».

El jefe de division Brezillon evaluaba, como si fuera un contable, los resultados de Adamsberg, que superaban con mucho los del resto de sus comisarios. Pero no sentia inclinacion alguna por el hombre y su modo de ser. Sin embargo, recordaba sus tormentos durante el reciente asunto de los Cuatro, que habia alcanzado tales proporciones que el Ministerio habia estado a punto de elegirle como chivo expiatorio. Hombre de leyes, que conocia bien la rigidez de la justicia, Brezillon sabia lo que le debia a Adamsberg. Pero aquella rina con un brigadier era embarazosa y, sobre todo, le sorprendia de parte de su indolente comisario. Habia escuchado el testimonio de Favre, y la obtusa vulgaridad del brigadier le habia disgustado soberanamente. Habia oido a seis testigos mas, y todos habian defendido obstinadamente a Adamsberg. El detalle de la botella rota era, sin embargo, especialmente grave. Adamsberg tambien tenia amigos en asuntos internos pero la voz de Brezillon iba a ser decisiva.

El comisario le expuso una version de los hechos. El vidrio roto para acabar con la altivez de Favre, un simple gesto de reconvencion. «Reconvencion», Adamsberg habia encontrado la palabra mientras caminaba y la habia considerado adecuada a su mentira. Brezillon le habia escuchado con aire preocupado y Adamsberg le habia notado mas bien dispuesto a sacarle de aquel avispero. Pero quedaba claro que el caso no estaba cerrado.

– Le advierto seriamente, comisario -le dijo al separarse de el-. Las conclusiones no estaran listas antes de uno o dos meses. Hasta entonces ni un incidente, ni una divagacion, ni un embrollo. Desaparezca, ?lo capta?

Adamsberg asintio.

– Y le felicito por el caso de Hernoncourt -anadio-. ?No le impedira esta herida asistir al cursillo en Quebec?

– No. El forense me ha dado ya instrucciones.

– ?Para cuando la partida?

– Para dentro de cuatro dias.

– Eso le viene al pelo. Al menos, lograra que se olviden de usted.

Tras esa ambigua despedida, Adamsberg abandono el muelle de los Orfebres pensativo. «Desaparezca, ?lo

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