no se ha hecho. Solo los bizantinos y sus proverbios pueden, a veces, arreglarle a una la vida casi a la perfeccion.

XXI

Los estupas se habian visto obligados a desistir, pero a Adamsberg tambien le habia faltado poco. Dondequiera que pusiera su mirada, la marcha se bloqueaba y las puertas se cerraban a la investigacion.

En el fondo, tampoco se estaba tan mal en esos taburetes suecos, porque no podias sentarte, pero si encaramarte como a caballo, con las piernas colgando. Adamsberg se habia instalado en uno, bastante a gusto, mirando por la ventana la triste primavera, tan embarrancada en su cielo encapotado como su investigacion.

Al comisario no le gustaba estar sentado. Tras una hora de inmovilidad, experimentaba la necesidad hormigueante de levantarse y andar, aunque fuera para dar vueltas. Ese taburete demasiado alto le abria nuevas perspectivas, una postura mixta, medio sentado medio en pie, que dejaba las piernas libres de balancearse suavemente, como si se meciera uno en el vacio, como si corriera por los aires, algo muy del agrado de un paleador de nubes. A sus espaldas, sobre los cuadrados de espuma, Mercadet dormia.

Por supuesto, el humus pegado a las unas de los dos hombres procedia de la tumba. ?Y que? Eso no ayudaba a saber quien los habia enviado a Montrouge, ni que habian ido a buscar en las profundidades de la tierra, acto lo suficientemente tragico como para que murieran dos dias despues. Adamsberg habia comprobado la altura de la enfermera a primera hora, un metro sesenta y cinco. Ni demasiado alta ni demasiado baja para eliminarla de la lista.

Las informaciones acerca de la muerta enredaban aun mas sus pensamientos. Elisabeth Chatel, de la aldea de Villebosc-sur-Risle, en la Alta Normandia, habia sido empleada en una agencia de viajes de Evreux. No se trataba de viajes turisticos sospechosos ni de peregrinaciones salvajes, sino de benignos circuitos en autocar para personas de la tercera edad. No se habia llevado el menor adorno funerario a la tumba. Las pesquisas en su domicilio no habian revelado ningun patrimonio oculto, ni pasion por ningun tipo de alhajas. Elisabeth habia vivido con sobriedad, sin maquillaje ni joyas. Sus padres dijeron que era creyente y, segun dieron a entender, siempre se habia mantenido fuera del alcance de los hombres. No se cuidaba, como no cuidaba su vehiculo, que fue lo que le causo la muerte en la peligrosa carretera de tres carriles que unia Evreux a Villebosc. Agotado el liquido de frenos, el coche fue arrollado por un camion. En cuanto al ultimo suceso que habia marcado a la familia Chatel, se remontaba a la Revolucion, cuando la tribu se escindio entre constitucionales y refractarios, dejando un muerto. Los representantes de las dos facciones enemigas habian dejado de frecuentarse a partir de entonces, incluso en la muerte, ya que unos se hacian enterrar en el cementerio de Villebosc-sur-Risle, y los otros en Montrouge.

Ese triste resumen parecia contener toda la vida de Elisabeth, desprovista de amigos, que no buscaba, desprovista de secretos, que no poseia. Asi, un unico hecho excepcional la habia afectado, pero ya en la sepultura. Lo cual, pensaba Adamsberg dejando flotar las piernas, no tenia sentido. Por esa mujer que nadie habia deseado en vida, habian muerto dos hombres despues de haberse esforzado por encontrar su cabeza en su ataud. Elisabeth habia sido introducida en el feretro en el hospital de Evreux, y nadie se deslizo hasta alli a esconder nada en la caja.

A las dos de la tarde, coloquio rapido en la Brasserie des Philosophes, ya que la mitad de los agentes no habian acabado de comer. Adamsberg no tenia muchas manias en lo relativo a los coloquios, ni con su regularidad, ni con su emplazamiento. Recorrio los cien metros que lo separaban de la Brasserie buscando en un mapa que se doblaba con el viento donde podia encontrarse Villebosc-sur-Risle. Danglard le indico un puntito en el mapa.

– Villebosc depende de la gendarmeria de Evreux -preciso el comandante-. Region con techos de paja y vigas vistas, ya conoce la zona, esta a quince kilometros de su Haroncourt.

– ?Que Haroncourt? -pregunto Adamsberg tratando de volver a plegar el mapa, que resistia como una vela.

– El Haroncourt del concierto, adonde acompano usted cortesmente a alguien.

– Ah si, habia olvidado el nombre del pueblo. ?Ha notado que pasa con los mapas de carreteras lo mismo que con los periodicos, las camisas y las ideas peregrinas? Una vez desplegados, ya no hay quien vuelva a doblarlos.

– ?De donde ha sacado este mapa?

– De su despacho.

– Demelo, voy a guardarlo -dijo Danglard tendiendo una mano inquieta.

Danglard, por el contrario, apreciaba los objetos -y las ideas- que le imponian una disciplina. Dia si dia no, encontraba su periodico ya consultado por Adamsberg y, por lo tanto, mal doblado, hecho un paquete apresurado encima de su mesa.

Si no pasaba nada mas grave, eso era para el motivo de contrariedad. Pero no podia sublevarse contra ese desorden porque el comisario llegaba a la oficina al alba, que era cuando consultaba el periodico, y nunca habia emitido un solo reproche acerca de los horarios laxos de Danglard.

Los agentes estaban apretujados en la Brasserie, en su zona habitual, un largo reservado iluminado por dos grandes vidrieras que arrojaban sobre ellos luces azules, verdes y rojas, segun el sitio que ocuparan en la mesa. Danglard, que encontraba feas esas vidrieras y se negaba a tener la cara azul, se ponia siempre de espaldas a las ventanas.

– ?Donde esta Noel? -pregunto Mordent.

– En un cursillo a orillas del Sena -explico el comisario mientras se sentaba.

– ?Que hace?

– Observa las gaviotas.

– Vivir para ver -dijo con suavidad Voisenet, un positivista indulgente, y zoologo.

– Vivir para ver -confirmo Adamsberg depositando un paquete de fotocopias encima de la mesa-. Estos dias vamos a trabajar con logica. Les he preparado hojas de ruta, con la nueva descripcion del asesino. De momento, buscamos una mujer mayor, de un metro sesenta y dos aproximadamente, convencional, que podria llevar zapatos de cuero azul y que tiene algunos conocimientos de medicina. Volvemos a empezar la investigacion en el Mercado de las Pulgas sobre esta base, en cuatro equipos. Cada uno se lleva un juego de fotos de Claire Langevin, la enfermera de las treinta y tres victimas.

– ?El angel de la muerte? -pregunto Mercadet, que se tomaba su tercer cafe antes que los demas para aguantar despierto-. ?No esta en la carcel?

– Ya no. Hace diez meses paso sobre el cadaver de un carcelero y volo. Podria haber aterrizado en las costas del canal de La Mancha, es probable que este de nuevo en Francia. Ensenen la foto solo al final de los interrogatorios, para no influir en los testigos. Es una simple posibilidad, solo es una sombra.

Noel entro en ese momento en la Brasserie y se hizo un sitio, en luz verde, entre dos agentes. Adamsberg consulto sus relojes. A estas horas, Noel deberia haber estado bajando hacia las gaviotas a la altura de Saint- Michel. El comisario vacilo, pero se callo. Por su expresion cerrada y sus ojos irritados de insomnio, estaba claro que Noel buscaba algo, lanzar un globo sonda por ejemplo, con fines de pacificacion, o de provocacion, y valia mas esperar.

– En cuanto a esa sombra, vamos a ir hacia ella con cautela, el terreno es peligroso. Debemos averiguar si Claire Langevin llevaba zapatos de cuero azul, a ser posible recien abrillantados, a ser posible recien abrillantados por debajo.

– ?Por debajo?

– Asi es, Lamarre, con betun en las suelas. Como se pone cera de vela debajo de los esquis.

– ?Para que sirve?

– Para aislarse del suelo, para deslizarse por encima sin tocarlo.

– Ah, no lo sabia -dijo Estalere.

– Retancourt, usted ira a la antigua casa de la enfermera. Trate de averiguar, a traves de la agencia inmobiliaria, donde se depositaron sus cosas. Puede que las hayan tirado, o recuperado. Vaya a ver tambien a sus ultimos pacientes.

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