patentes de Noel. El teniente se subio la cremallera de la cazadora de un tiron brusco, como solia hacer cada vez que estaba a punto de cruzar la linea.
– Como quiera, comisario -dijo con una risita bajo la luz verde-. Pero para enfrentarse a un animal asi, lo que necesita usted es un tigre. Y hasta nueva orden -anadio senalando con la barbilla el pelo del Nuevo-, el pelaje nunca ha hecho al tigre.
Blanco neuralgico, tuvo tiempo de pensar Danglard antes de que Veyrenc se levantara, palido, ante Noel. Y volviera a caer sentado, como sin fuerza. Adamsberg leyo en el rostro del Nuevo un sufrimiento tal que se formo en su vientre una bola de pura rabia, relegando a la lejania su guerra de los dos valles. La ira era tan excepcional en Adamsberg que resultaba peligrosa, y Danglard, que lo sabia, se levanto a su vez y rodeo la mesa con celeridad, para intermediar. Adamsberg habia puesto a Noel en pie, habia colocado la mano en su torso y lo estaba empujando paso a paso hacia la calle.
Veyrenc, inmovil, se habia llevado involuntariamente una mano a su pelo maldito y ni siquiera miraba la escena. Solo sentia que tenia una mujer sentada a cada lado en silencio, Retancourt y Helene Froissy. Hasta donde le llegaba la memoria, y dejando aparte los caos sentimentales, las mujeres nunca le habian hecho dano. Ni un ataque, ni siquiera una burla facil. Desde los ocho anos, solo habia andado con ellas, sin contar un solo companero varon entre sus relaciones. No sabia hablar a los hombres y no le gustaba hacerlo.
Adamsberg volvio a entrar en la Brasserie seis minutos despues, solo. La tension aun no se habia disipado, confiriendo a su piel una luz velada, bastante similar a la luminosidad anormal que difundian las vidrieras.
– ?Donde esta? -pregunto con prudencia Mordent.
– Con las gaviotas y lejos de aqui. Y espero que vuele por mucho tiempo.
– Ya se ha tomado sus dias de asuntos propios -observo Estalere.
La interrupcion puntillosa de Estalere tuvo un efecto apaciguador, como si se hubiera abierto una ventanita pintada de amarillo en una estancia llena de humo.
– Pues se tomara unos cuantos mas -contesto con suavidad Adamsberg-. Formen los equipos -dijo consultando sus relojes-. Pasen por la Brigada a recoger las fotos de la enfermera. Danglard coordina.
– ?Usted no? -pregunto Lamarre.
– No. Voy de avanzada. Con Veyrenc.
La situacion, paradojica, escapaba parcialmente tanto a Adamsberg como a Veyrenc, que era incapaz de declamar el menor verso para restablecer su equilibrio. Veyrenc se encontraba protegiendo al comisario, y Adamsberg defendiendo a Veyrenc, unas deferencias que no habia querido ninguno de los dos. La provocacion pare efectos indeseables, penso Adamsberg.
Los dos hombres estuvieron dos horas dando vueltas por el mercado, arreglandoselas para no tener que dirigirse la palabra. Veyrenc se encargaba de la practica totalidad de los interrogatorios, mientras el comisario husmeaba con desidia en busca de un objeto impreciso. Atardecia, Adamsberg senalo con un gesto un cajon de madera abandonado, y decidio hacer una pausa. Se sentaron cada uno en un extremo del cajon, dejando el mayor espacio posible entre los dos. Veyrenc encendio un cigarrillo, el humo haria las veces de conversacion.
– Dificil colaboracion -dijo Adamsberg, con la barbilla apoyada en el puno.
– Si -admitio Veyrenc.
»Los dioses misteriosos forman juegos extranos
que ignoran nuestras ansias, trastornan nuestros fines.
– Sera eso, teniente, seran los dioses. Se aburren, y entonces se ponen a beber, y a jugar, y nosotros acabamos estupidamente entre sus pies. Los dos juntos, con nuestros fines totalmente trastornados por su mero capricho.
– Usted no esta obligado a hacer trabajo de campo, ?por que no se ha quedado en la Brigada?
– Porque busco un parafuegos.
– Ah. ?Tienen una chimenea?
– Si. Y cuando Tom sepa andar, sera peligrosa. Busco un parafuegos.
– Habia uno en la calle de la Roue. Con un poco de suerte, el puesto seguira abierto.
– Podria haberlo dicho antes.
Media hora despues, de noche, los dos hombres enfilaban una avenida sujetando entre ambos un pesado parafuegos antiguo cuyo precio habia regateado Veyrenc largo y tendido mientras Adamsberg comprobaba la estabilidad del artilugio.
– Esta bien -dijo Veyrenc, depositandolo junto al coche-. Bonito, solido y bien de precio.
– Esta bien -confirmo Adamsberg-. Pongalo en el asiento trasero, que yo tiro desde el otro lado.
Adamsberg volvio a sentarse al volante. Veyrenc se abrocho el cinturon a su lado.
– ?Puedo fumar?
– Claro -dijo Adamsberg arrancando-. Yo fui fumador muchos anos. Todos los crios fumaban a escondidas en Caldhez. Supongo que en Laubazac harian lo mismo.
Veyrenc abrio la ventanilla.
– ?Por que dice «en Laubazac»?
– Porque alli es donde vivia usted, a dos kilometros del vinedo de Veyrenc de Bilhc.
Adamsberg conducia con suavidad, tomando las curvas sin sacudidas.
– ?Y que importancia tiene eso?
– Fue alli, en Laubazac, donde fue agredido. Y no en el vinedo. ?Por que miente, Veyrenc?
– No miento, comisario. Fue en el vinedo.
– Fue en Laubazac. En el Prado Alto, detras de la capilla.
– ?A quien atacaron, a usted o a mi?
– A usted.
– Entonces se lo que digo. Si digo que fue en el vinedo, es que fue en el vinedo.
Adamsberg se detuvo en el semaforo y echo una ojeada a su colega. Veyrenc era sincero, sin lugar a dudas.
– No, Veyrenc -dijo Adamsberg volviendo a arrancar-, fue en Laubazac, en el Prado Alto. Alli aparecieron los cinco chavales del valle de Caldhez.
– Los cinco cabronazos de Caldhez.
– Exactamente. Pero nunca pusieron los pies en el vinedo. Fueron al Prado Alto, llegaron por el camino de las rocas.
– No.
– Si. La cita era en la capilla de Camales. Alli se le echaron encima.
– No se que esta intentando hacer -gruno Veyrenc-. Fue en el vinedo, y me desmaye, y mi padre vino a recogerme, y me llevaron al hospital de Pau.
– Eso fue tres meses antes. El dia en que solto la yegua y ella lo arrollo. Le rompio la tibia, su padre lo recogio y lo llevaron a Pau. A la yegua la vendieron.
– Es imposible -murmuro Veyrenc-. ?Como lo sabe?
– ?Y usted? ?No sabia todo lo que pasaba en Caldhez? Cuando Rene se cayo del tejado y se salvo de milagro, ?no se enteraron en Laubazac? Y cuando ardio la tienda de ultramarinos, ?no se enteraron?
– Si, claro.
– ?Lo ve?
– Pero fue en el vinedo, joder.
– No, Veyrenc. La huida de la yegua y el ataque de los de Caldhez, dos desmayos seguidos con tres meses de distancia, dos hospitalizaciones en Pau. Mezcla usted las dos cosas. Confusion postraumatica, que diria la forense.
Veyrenc se desabrocho el cinturon y se inclino hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. El coche se embarrancaba en un embotellamiento.
– No entiendo adonde quiere ir a parar, pero no.
– ?Que habia ido a hacer al vinedo cuando llegaron los chavales?
– Habia ido a ver como estaba la uva, habia caido una tormenta fuerte esa noche.
– Pues es imposible. Porque eso fue en febrero, y ya habia pasado la vendimia. Cuando lo de la yegua si, eso