– Pues ahora lo es -dijo Robert depositando el hacha entre las manos de Adamsberg.
Este se encontro empunando la herramienta y conducido hacia la cabeza del ciervo.
– Cortalas por mi -le dijo a Robert-, no quiero hacerle un estropicio.
– No puedo. El que se las lleva es el que se las corta. Tienes que hacerlo tu mismo.
Bajo la direccion de Robert, que sujetaba la cabeza del animal en el suelo, Adamsberg asesto seis hachazos a ras de craneo, en los sitios que el normando le senalaba con el dedo. Robert recupero la herramienta, alzo las cuernas y las deposito en manos del comisario. Cuatro kilos por cuerna, estimo Adamsberg sopesandolas.
– No las pierdas -dijo Robert-, dan vida.
– Bueno -matizo Oswald-, no es seguro que influya, pero dano no hace.
– Y no las separes nunca -completo Robert-, ?me oyes? La una no va sin la otra.
Adamsberg asintio en la oscuridad, aferrando las cuernas perladas del Gran Rufo. No era ese el momento de dejarlas caer. Veyrenc le lanzo una mirada ironica.
– Que el peso del trofeo no os haga vacilar.
– No habia pedido nada, Veyrenc.
– Os lo han ofrecido, y vos lo habeis cortado.
»No querais renegar del gesto de esta noche,
que os hace portador de luz y de esperanza.
– Ya esta bien, Veyrenc. Llevelas usted o deje de hablar.
– No, senor. Ni lo uno ni lo otro.
XXIII
La hermana de Oswald, Hermance, respetaba dos mecanismos que supuestamente la protegian de los peligros del mundo: no quedarse despierta pasadas las diez de la noche y prohibir la entrada a su casa a toda persona calzada. Oswald y los dos policias subieron la escalera con paso silencioso y los zapatos terrosos en la mano.
– Solo hay una habitacion -susurro Oswald-, pero es grande. ?Les va bien?
Adamsberg asintio, poco impaciente por pasar la noche con el teniente. Al unisono, Veyrenc se sintio aliviado al comprobar que la estancia tenia dos altas camas de madera separadas por una distancia de dos metros.
– Hondo ha de ser el valle que separe los lechos,
para que almas y cuerpos no se confundan nunca.
– El cuarto de bano esta al lado -anadio Oswald-. No olviden ir descalzos. Si por desgracia se calzaran, la matarian del disgusto.
– ?Incluso si no se entera?
– Todo acaba sabiendose, sobre todo lo que se oculta. Te espero abajo, bearnes. Tenemos que hablar tu y yo.
Adamsberg lanzo su chaqueta humeda al pie de la cama de la izquierda y deposito sin ruido las grandes cuernas en el suelo. Veyrenc se habia tumbado vestido de cara a la pared, y el comisario se reunio con Oswald en la pequena cocina.
– ?Duerme tu primo?
– No es mi primo, Oswald.
– Lo de su pelo supongo que es personal -inquirio Oswald.
– Muy personal -confirmo Adamsberg-. Y ahora cuentame.
– La idea de contartelo no es tanto mia como de Hermance.
– Pero si no me conoce, Oswald.
– Sera que se lo han aconsejado.
– ?Quien?
– Puede que el cura. No te rompas la cabeza, bearnes. Hermance es lo contrario de la razon. Tiene sus ideas, pero no siempre se sabe de donde las saca.
La voz de Oswald se habia entristecido, y Adamsberg abandono el tema.
– No importa, Oswald. Hablame de la Sombra.
– No la vi yo, fue mi sobrino Gratien.
– ?Cuanto hace de eso?
– Mas de cinco semanas, un martes por la noche.
– ?Donde?
– En el cementerio, bearnes, ?donde va a ser?
– ?Que hacia tu sobrino en el cementerio?
– El no estaba en el cementerio, estaba en el caminito que sube por arriba. Bueno, el que sube o el que baja, segun como se mire. Todos los martes y viernes queda alli con su novia a medianoche, cuando ella sale de trabajar. Todo el pueblo esta al corriente salvo su madre.
– ?Que edad tiene?
– Diecisiete anos. Con Hermance que se va a dormir a las diez como un reloj, lo tiene facil. Cuidado, no se tiene que enterar.
– ?Y entonces, Oswald?
Oswald lleno dos vasitos de Calvados y se sento dando un suspiro. Alzo sus ojos transparentes hacia Adamsberg y se bebio la dosis de un trago.
– A tu salud.
– Gracias.
– ?Quieres que te diga una cosa?
A ver si lo dice de una vez, penso Adamsberg.
– Es la primera vez que un forano se va a llevar honores fuera de la region. Despues de esto, ya no me queda nada por ver.
«Nada por ver» era exagerado, penso Adamsberg. Pero estaba claro que el asunto de las cuernas era cosa seria. Os
– ?Te molesta que me las lleve? -pregunto.
Confrontado a una pregunta intima y directa, Oswald desvio la respuesta.
– Robert tiene que apreciarte muchisimo para habertelas dado. Pero supongo que sabe lo que hace. Normalmente, Robert no se equivoca.
– Entonces, las cosas no estan tan mal -dijo Adamsberg sonriendo.
– A fin de cuentas, no.
– ?Y entonces, Oswald?
– Lo que te he dicho. Entonces, vio la Sombra.
– Cuenta.
– Una especie de mujer alta, si se puede llamar eso una mujer, gris, toda envuelta, sin cara. La muerte, vamos. No te lo contaria asi delante de mi hermana, pero estamos entre hombres y podemos decirnos las cosas como son, ?no?
– Si.
– Pues las decimos. La muerte. No andaba como nosotros. Iba deslizandose por el cementerio, toda tiesa y lenta. No llevaba prisa, iba paso a paso.
– ?Tu sobrino bebe?
– Todavia no. Una cosa es que se acueste con esa chavala, y otra que sea un hombre. Lo que hizo la Sombra no sabria decirtelo. Ni a quien venia a buscar. Despues estuvimos esperando una muerte en el pueblo. Pero no, no paso nada.
– ?No vio nada mas?