– ?Cuanto lleva enterrada esta mujer?

– Cuatro meses.

– Pues te dejo -dijo Mathias con una mueca.

– ?Como esta el feretro? -pregunto Justin.

– La tapa esta hundida. No he mirado mas.

Curioso contraste, pensaba Adamsberg, ver a ese gigante rubio regresar hacia el coche que lo llevaria a Evreux, mientras Ariane avanzaba para relevarlo, poniendose el mono sin acusar la menor aprension. No habian traido escalera, y Lamarre y Estalere bajaron a la forense hasta el fondo del hoyo. La madera del ataud crujio en varias ocasiones, y los agentes retrocedieron ante la emanacion pestilente que ascendio hacia ellos.

– Os dije que os pusierais las mascarillas antes -dijo Adamsberg.

– Enciende los proyectores, Jean-Baptiste -dijo la voz tranquila de la forense-, y bajame una antorcha. Aparentemente, todo esta intacto, como con Elisabeth Chatel. Como si hubieran abierto los ataudes solo para echar una ojeada.

– Quiza un adepto de Maupassant -murmuro Danglard, que, con la mascarilla bien pegada a la nariz, se esforzaba en no alejarse demasiado de los demas.

– ?Es decir, capitan? -pregunto Adamsberg.

– Maupassant imagino un hombre obsesionado por la perdida de su amada y desesperado por no volver a ver nunca mas los rasgos unicos de su amiga. Decidido a contemplarlos por ultima vez, cava en la tumba hasta el rostro adorado. Que ya no se parece a la que idolatraba. No obstante, la abraza en la pestilencia y, al no llevar ya el perfume de su amante, lo acompana el olor de la muerte.

– Bien -dijo Adamsberg-. Es muy agradable.

– Es Maupassant.

– Pero sigue siendo una historia. Y las historias se escriben para impedir que sucedan en la vida.

– Nunca se sabe.

– Jean-Baptiste -llamo la forense-. ?Sabes como murio?

– Todavia no.

– Te lo voy a decir: por aplastamiento de la parte trasera del craneo. Le dieron un golpe formidable, o algo le cayo encima.

Adamsberg se alejo, pensativo. Un accidente en el caso de Elisabeth, un accidente en este, o asesinatos. La mente del comisario se enturbiaba. Matar mujeres para abrir sus tumbas tres meses despues superaba el entendimiento. Espero, sentado en la hierba humeda, a que Ariane acabara su inspeccion.

– Nada mas -dijo la forense mientras la sacaban del hoyo-. No le han quitado ni un diente. Tengo la impresion de que la exhumacion se centro mas en la parte superior de la cabeza. Es posible que el excavador quisiera cortar un mechon de pelo del cadaver. O un ojo -anadio tranquilamente-. Pero a estas alturas ya…

– Lo se, Ariane -interrumpio Adamsberg-. Ya no tiene ojos.

Danglard fue a refugiarse a la iglesia, al borde de la nausea. Se cobijo entre dos contrafuertes, obligandose a estudiar el aparejo tipico de la pequena iglesia, en escaques de silex negro y rojizo. Pero las voces atenuadas le llegaban a pesar de todo.

– Si se trata de cortar un mechon de pelo -decia Adamsberg-, mejor habria sido hacerlo antes de enterrarla.

– De haber tenido acceso al cuerpo.

– Me pareceria concebible un fervor asi mas alla de la muerte, a la Maupassant, si se tratara de un solo cadaver de mujer; pero no tratandose de dos. ?Puedes ver si han tocado el pelo?

– No -dijo la forense quitandose los guantes-. Llevaba el pelo corto y no se puede detectar ningun corte. Es posible que estes ante una profanacion fetichista, una obsesion tan desquiciada que no duda en alquilar los servicios de dos excavadores para satisfacerla. Cuando quieras, puedes volver a tapar, Jean-Baptiste, hemos visto todo lo que habia que ver.

Adamsberg se aproximo al hoyo y releyo el nombre de la difunta. Pascaline Villemot. La solicitud de informacion sobre las causas del deceso estaba en curso. Se enteraria probablemente de muchas cosas por los rumores del pueblo, antes de que le llegaran los datos oficiales. Levanto las cuernas del ciervo que se habian quedado en la hierba e hizo senas de volver a tapar.

– ?Que haces con esto? -pregunto Ariane quitandose el mono.

– Son cuernas de ciervo.

– Si, ya lo veo. Pero ?por que las llevas?

– Porque no puedo dejarlas aqui, Ariane, ni aqui ni en el cafe.

– Como quieras -dijo la forense sin insistir. Ya veia en los ojos de Adamsberg que su humor habia zarpado rumbo a alta mar, y de nada servia hacerle preguntas.

XXVII

Habiendo el rumor hecho su efecto, saltando de arbol en matorral, bordeando las carreteras entre Opportune-la-Haute y Haroncourt, Robert, Oswald y el marcador entraron en el pequeno cafe donde cenaba el equipo de policias. Era aproximadamente lo que esperaba Adamsberg.

– Me cago en la mar, nos persigue la negra -dijo Robert.

– Mas bien se os adelanta -dijo Adamsberg-. Sentaos -dijo dejandoles sitio junto a el.

Esta vez, la asamblea de hombres era la de Adamsberg, y los papeles mudaban sutilmente. Los tres normandos lanzaron una mirada discreta a la bellisima mujer que comia audaz en un extremo de la mesa, tomando sorbos alternos de vino y agua.

– Es la forense -explico Adamsberg para evitarles perder tiempo con sus circunvoluciones.

– Que trabaja contigo -dijo Robert.

– Que acaba de examinar el cadaver de Pascaline Villemot.

Robert indico moviendo la barbilla que habia entendido y que desaprobaba esa actividad.

– ?Sabias que habian profanado esa tumba? -le pregunto Adamsberg.

– Solo sabia que Gratien habia visto la Sombra. Dices que se nos adelanta.

– Se nos adelanta el tiempo, Robert, desde hace varios meses. Llegamos mucho despues de los sucesos.

– Pues eso no parece meterte mas prisa -dijo Oswald.

Veyrenc, concentrado en su plato en la otra punta de la mesa, confirmo con un ligero gesto de cabeza.

– Mas guardaos del rio que nunca se apresura,

que progresa indolente y huelga bajo el viento,

y temed que supere los deseos de guerra,

que implacables las aguas venceran siempre al hierro.

– ?Que farfulla el medio panocha? -pregunto Robert en voz baja.

– Cuidado, Robert, nunca lo llames asi. Es personal.

– De acuerdo -dijo Robert-. Pero no entiendo lo que dice.

– Que no hay prisa.

– No habla como todo el mundo, tu primo.

– No, le viene de familia.

– Ah, si le viene de familia ya es otra cosa -dijo Robert respetuoso.

– Esta claro -murmuro el marcador.

– Y no es primo mio -anadio Adamsberg.

Robert rumiaba una contrariedad. Adamsberg lo descifraba sin dificultad por su manera de empunar el vaso y de mover la mandibula de izquierda a derecha, como mascando forraje.

– ?Algo va mal, Robert?

– Has venido por la sombra de Oswald, y no por el ciervo.

– ?Como puedes saberlo? Los dos llegaron al mismo tiempo.

– No mientas, bearnes.

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