– Aun ayer amaba el deber misionero

y en absoluto ansiaba abandonar el pulpito.

Mas todo se ha mudado en polvareda esteril,

mi sotana abandono cual triste cementerio.

– Si, eso es mas o menos.

– ?No le preocupa en realidad la perdida de las reliquias? -pregunto Adamsberg.

– ?Desea que me preocupe?

– Le habria propuesto un intercambio: encontramos a san Jeronimo, y usted nos dice algo sobre Pascaline Villemot. Pero supongo que el trato no le interesa.

– ?Quien sabe? A mi predecesor, el padre Raymond, lo apasionaban las reliquias, las de Mesnil y todos los fetiches en general. No estuve a la altura de sus ensenanzas, pero me dejo muchas cosas. Aunque solo sea por el, busco a san Jeronimo.

El cura se volvio para senalar la biblioteca que tenia a sus espaldas, asi como un grueso libro expuesto en lo alto de un atril, protegido con una vitrina de plexiglas. El vetusto volumen atraia irresistiblemente la atencion de Danglard.

– Todo eso me viene de el. Y ese libro tambien, por supuesto -dijo con un gesto deferente hacia el atril-. Al padre Raymond se lo dio el padre Otto, al morir en los bombardeos de Berlin. ?Le interesa? -anadio volviendose hacia Danglard, cuya mirada no se apartaba del libro.

– He de reconocer que si. Si se trata del libro en que estoy pensando.

El cura sonrio, oliendose al conocedor. Dio unas cuantas caladas a su pipa, haciendo durar el silencio como quien prepara la entrada de una celebridad.

– Es el De sanctis reliquis -dijo saboreando su anuncio-, en la edicion no purgada de 1663. Puede consultarlo, pero utilice la pinza para pasar las hojas. Esta abierto en la pagina mas famosa.

El cura lanzo una curiosa carcajada, y Danglard se dirigio inmediatamente hacia el atril. Adamsberg lo miro levantar la vitrina e inclinarse hacia el libro, sabiendo que el capitan ya no oiria ni una sola palabra de su conversacion.

– Una de las obras mas celebres sobre las reliquias -explico el cura al comisario con un gesto un tanto desenvuelto-. Vale mucho mas que cualquiera de los huesos de san Jeronimo. Pero solo lo vendere en caso de absoluta necesidad.

– O sea que le interesan la reliquias.

– Siento indulgencia por ellas. Calvino llamaba a los vendedores de reliquias «portadores de restos», y no se lo discuto. Pero esos restos dan gracia a un lugar santo, ayudan a la gente a concentrarse. No es facil concentrarse en el vacio. Por eso no me molesta que el relicario de san Jeronimo contuviera basicamente huesos de carnero, incluso un hueso de morro de cerdo. El padre Raymond bromeaba con eso y solo desvelaba ese secreto, con un guino muy suyo, a algunos descreidos capaces de soportar esa prosaica revelacion.

– ?Como? -se extrano Adamsberg-. ?Los cerdos tienen un hueso en el morro?

– Si -dijo el cura sin dejar de sonreir-. Es un huesecillo elegante, regular, un poco como un doble corazon. Poca gente lo conoce, lo que explica que se encuentre uno en las reliquias de Mesnil. Se consideraba que era un hueso misterioso y se le atribuia mucho valor. Igual que el diente del narval nos dio el unicornio. El universo fabuloso sirve para almacenar lo que los hombres ignoran.

– ?Y usted dejo esos huesos de animales en el relicario sabiendo lo que eran? -pregunto Veyrenc.

La mosca volvia a pasar, el cura levanto el brazo, preparando su mano en forma de cuchara.

– ?Que mas da? -respondio-. Los huesos humanos tampoco pertenecen a san Jeronimo. En aquellos tiempos, las reliquias se vendian como golosinas, le proveian a uno de lo que fuera por encargo, de tal modo que san Sebastian se encuentra dotado de cuatro brazos, santa Ana de tres cabezas, san Juan de seis indices, y asi sucesivamente. En Mesnil no somos tan ambiciosos. Nuestros huesos de carnero datan del siglo XV, lo cual ya es bastante honorable. Restos de hombres o de animales, en el fondo ?que mas da?

– O sea que el ladron de la iglesia se llevo las sobras de un asado -dijo Veyrenc.

– No, porque figurese que selecciono. Se llevo solo los fragmentos humanos, la parte de abajo de una tibia, una segunda vertebra cervical y tres costillas. Un especialista, o quiza un tipo del lugar que estuviera al corriente del vergonzoso secreto del relicario. Esa es otra de las razones por las que lo busco -anadio senalando la pantalla del ordenador-. Me pregunto que tiene en mente.

– ?Piensa venderlos?

El cura sacudio la cabeza.

– Navego por Internet en busca de anuncios, pero no veo una sola palabra sobre la tibia de san Jeronimo. Ya no cotiza. ?Y ustedes? ?Que buscan? Dicen que han desenterrado el cuerpo de Pascaline. Los gendarmes ya investigaron la caida de la piedra. Un accidente, en resumidas cuentas. Pascaline nunca habia hecho dano a nadie y no tenia un duro que dejar en herencia.

El cura abatio la mano y, esta vez, la mosca quedo presa en la trampa, emitiendo inmediatamente un zumbido acentuado.

– ?La oyen? -dijo-. ?Su respuesta al estres?

– En efecto -dijo educadamente Veyrenc.

– ?Dirige una senal a sus congeneres? ?O pone en funcionamiento la energia necesaria para la huida? ?O existe una emocion en el insecto? Esa es la cuestion. ?Han oido alguna vez el sonido de una mosca que agoniza?

El cura habia aproximado el oido a su mano, como si estuviera contando los miles de aleteos por segundo de la joven mosca.

– No la desenterramos -dijo Adamsberg tratando de volver a Pascaline-. Intentamos averiguar por que alguien se tomo la molestia de abrir su ataud tres meses despues de su muerte para despejar la cabeza.

– ?Por los clavos de Cristo! -susurro el cura soltando la mosca, que huyo en vertical-. Eso es una abominacion.

– Otra mujer de por aqui sufrio la misma suerte. Elisabeth Chatel, de Villebosc-sur-Risle.

– Tambien la conocia, Villebosc forma parte de mis parroquias. Pero Elisabeth esta enterrada en Montrouge, debido a un cisma familiar.

– Alli fue donde abrieron la tumba.

El cura aparto de un golpe la pantalla y se froto el ojo izquierdo para detener el parpadeo. Adamsberg se pregunto si, perdida de vocacion aparte, el hombre no habia tenido una depresion real, si su comportamiento caprichoso no indicaria todavia sus efectos. Danglard, concentrado en consultar su tesoro con la pinza, no le era de ninguna ayuda para canalizar la atencion de su anfitrion.

– Que yo sepa -dijo el cura levantando el pulgar y el indice-, la profanacion solo tiene dos causas, ambas igual de espantosas. O bien el odio salvaje, y en ese caso los cuerpos quedan destrozados.

– No -dijo Adamsberg-, no los tocaron.

El cura doblo el pulgar, abandonando esa pista.

– O bien el amor salvaje, que por desgracia no se le diferencia mucho, con fijacion sexual morbosa.

– ?Suscitaron Elisabeth y Pascaline amores apasionados?

El cura doblo el indice, renunciando tambien a esa hipotesis.

– Las dos eran virgenes, y muy resistentes, creame. Una virtud de hierro, como para quitarle a uno las ganas de predicarles nada.

Danglard aguzo el oido, preguntandose como interpretar ese «creame». Su mirada se cruzo con la de Adamsberg, que le hizo senal de callarse. El cura volvia a frotarse el parpado con un dedo.

– Hay hombres que se sienten especialmente atraidos por las virgenes de hierro -dijo Adamsberg.

– Indiscutiblemente, es un desafio -confirmo el cura-, con el acicate de un premio que consideran mas valioso que otros. Pero ni Elisabeth ni Pascaline se quejaban de verse acosadas.

– ?Que venian a contarle a usted tan a menudo? -pregunto el comisario.

– Secreto de confesion -respondio el cura levantando la mano-. Lo siento.

– Lo que significa que realmente tenian algo que decir -intervino Veyrenc.

– Todo el mundo tiene algo que decir, y ese algo no necesariamente merece ser sabido, y menos aun que uno sea profanado. ?Han dormido en casa de Hermance? ?La han oido? No vive nada, en el sentido en que suele

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