entenderse, pero es capaz de hablar de ello todo el santo dia.

– Usted sabe tan bien como yo, padre -dijo Adamsberg con suavidad-, que el secreto de confesion ni es de recibo ni es legal en ciertas circunstancias.

– Solo en caso de asesinato -objeto el cura.

– Pienso que es el caso.

El cura volvio a encender su pipa. Se oyo a Danglard pasar una gruesa pagina mientras la mosca, apenas calmada, proseguia su estridente vuelo dandose trompazos contra los cristales. Danglard sabia que el comisario exageraba las cosas para forzar las defensas del cura. Adamsberg era un excelente superador de obstaculos, se deslizaba hasta el nucleo de las resistencias de los demas con la perfida potencia de un hilillo de agua. Habria sido un cura formidable, revelador de vocaciones, purgador de almas.

Veyrenc se levanto a su vez y rodeo la mesa para ir a ver el libro que acaparaba a Danglard. El comandante se lo mostro a reganadientes, como un perro que se resigna a compartir su hueso. De las reliquias sagradas y de todo uso que hacerse pueda de ellas, tanto para la salud del cuerpo como para la salubridad de la mente, y de las medicaciones utiles que de ellas se obtienen para prolongar la vida, edicion purgada de las erratas antiguas.

– ?Que tiene de especial este libro? -pregunto Veyrenc en voz baja.

– El De reliquis es muy conocido -susurro Danglard-, desde mediados del siglo XIV. La Iglesia lo condeno, y eso lo hizo enseguida muy popular. Muchas mujeres ardieron en la hoguera por haberlo consultado. Pero esta edicion es la de 1663, muy buscada.

– ?Por que?

– Porque restablece el texto original en que figura el remedio diabolico que habia proscrito la Iglesia. Lealo usted mismo, Veyrenc.

Danglard miro al teniente pasarlas canutas ante la pagina abierta. El texto, en frances, era tremendamente abstruso.

– Es complicado -dijo Danglard con una fina sonrisa de satisfaccion.

– Luego no puedo entenderlo y usted no va a explicarme nada.

Danglard se encogio de hombros.

– Hay otras cosas que habria que explicarle antes.

– Lo escucho.

– Haria mejor en irse, Veyrenc -murmuro Danglard-. Nadie atrapa a Adamsberg, como nadie atrapa el viento. Si le busca problemas, me encontrara a mi delante.

– Ya me lo imagino, comandante. Pero no busco nada.

– Los crios son crios. Usted ya no tiene edad de ocuparse de sus peleas, y el tampoco. Quedese y trabaje, o vayase.

Veyrenc cerro rapidamente los ojos y volvio a su sitio en el banco. La conversacion con el cura habia progresado, y Adamsberg parecia decepcionado.

– ?Realmente no habia nada mas? -insistia el comisario.

– Nada, salvo esa obsesion de la homosexualidad en Pascaline.

– ?No se acostaban juntas?

– No se acostaban con nadie, ni con hombres ni con mujeres.

– ?Nunca le hablaron de cervidos?

– No, nunca. ?Por que?

– Es Oswald, que lo lia todo.

– Oswald, y esto no es un secreto de confesion, es bastante peculiar. No hasta el punto de haber perdido la cabeza como su hermana, pero no tiene mucha perspectiva, no se si entiende lo que quiero decir.

– ?Y Hermance? ?Venia a verlo?

La mosca, provocadora e inconsciente, se aproximaba de nuevo a la tibia caja del ordenador, distrayendo la atencion del cura.

– Venia hace tiempo, cuando los del pueblo decian que era gafe. Y luego perdio la chaveta y no volvio a encontrarla nunca mas.

Como la vocacion, penso Adamsberg, preguntandose si un buen dia, al mirar la nieve en las ramas y una mujer en bicicleta, abandonaria la Brigada sin volver atras.

– ?Ya no viene a verlo?

– Si, claro -dijo el cura acechando de nuevo la mosca, que iba de tecla en tecla-. Eso me recuerda una cosa. Hara unos seis o siete meses. Pascaline tenia varios gatos. Alguien le mato uno y lo dejo en un charco de sangre delante de su puerta.

– ?Quien?

– Nunca lo supimos. Seguramente fue cosa de chavales, eso pasa en todos los pueblos. Yo ya no recordaba el incidente, pero a ella la afecto mucho. Ademas de que le dio pena, cogio mucho miedo.

– ?De que?

– De que alguien sospechara que era homosexual. Era su idea fija, ya se lo he dicho.

– No veo la relacion.

– Hombre -dijo el cura con un apice de irritacion-, era un gato macho, y le habian arrancado las partes genitales.

– Para ser un juego de ninos, es muy violento -comento Danglard torciendo el gesto.

– ?Elisabeth tambien tenia gatos?

– Solo uno. Pero no tuvo ningun problema con el, nada por el estilo.

Los tres hombres avanzaban en silencio hacia Haroncourt. Adamsberg conducia a paso caballuno, como si el coche tuviera que seguir el ritmo despacioso de sus pensamientos.

– ?Que opina de el, capitan? -pregunto Adamsberg.

– Un poco nervioso, bastante lunatico; es comprensible si esta dando el gran salto. Pero la visita ha valido la pena.

– Por el libro, claro. ?Es un inventario de reliquias?

– No, es el mayor tratado sobre su utilizacion. De las reliquias sagradas y de su uso. El ejemplar del cura esta en excelente estado. Yo no podria comprarmelo ni con cuatro anos de sueldo.

– ?Las reliquias se utilizaban?

– Para todo. Para el vientre suelto, el dolor de oidos, la fiebre, las hemorroides, las languideces, los vapores.

– Podriamos regalarselo al doctor Romain -dijo Adamsberg sonriendo-. ?Por que tiene tanto valor esa edicion?

– Se lo he dicho a Veyrenc. Porque contiene la medicacion mas extraordinaria, la que la Iglesia censuro durante siglos. De hecho resulta bastante chocante encontrarla en casa de un cura. Y curiosamente, deja el libro abierto precisamente en esa pagina. Una pequena provocacion sin duda.

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