viaje fue para el una tortura. Volvia a Oxford despues de una de las tantas conferencias educativas que proliferan como hongos y atienden al objetivo de decidir respecto del futuro de esta o aquella institucion, y de cuyas decisiones, si las toman, nadie se acuerda al cabo de un par de dias, y mientras el tren serpenteaba a lo largo de la via, el profesor recordo entre resignado y dolorido la serie de conferencias que debia dar sobre William Dunbar, y fumo un cigarrillo tras otro y se pregunto si le permitirian investigar otro crimen, en caso de que ocurriera. Posteriormente habria de recordar aquel deseo sin satisfaccion, puesto que estaba escrito que le seria concedido en esa forma tan abrumadoramente ironica en que los dioses tanto parecen complacerse.

El profesor viajaba en primera, porque siempre habia querido darse ese lujo, pero ahora ni siquiera en eso hallaba placer. Ocasionales remordimientos de conciencia le reprochaban aquel despliegue de opulencia relativa; sin embargo habia logrado darle cierto justificativo moral, esgrimiendo un debil argumento economico, sacado a relucir ex tempore para beneficio de un imprudente que le echo en cara el despilfarro. «Mi estimado amigo», le habia replicado Gervase Fen, «la empresa ferroviaria tiene gastos fijos; si aquellos de nosotros que pueden costearselo no viajasen en primera, entonces las tarifas de tercera tendrian que subir, y eso no beneficiaria a nadie. Primero hay que alterar el sistema economico», anadio magnanimo, «y entonces no habra problema». Tiempo despues repitio el razonamiento con cierto orgullo en presencia del profesor de Economia, recibiendo en cambio, mortificado, solamente balbuceos de duda.

Ahora, cuando el tren se detuvo en Culham, encendio un cigarrillo, dejo a un lado el libro y exhalo un hondo suspiro. «?Un crimen!», murmuro. «?Un crimen dificil y muy complicado!» Y comenzo a inventar crimenes imaginarios para luego resolverlos con increible rapidez.

Sheila McGaw, la joven directora de la compania de repertorio de Oxford, viajaba en tercera. La razon era que opinaba que el arte debe volver al pueblo para recobrar la vitalidad perdida, y en ese momento estaba empenada en mostrar un volumen de dibujos de Gordon Craig al granjero sentado a su lado. Era una mujer alta, vestida con pantalones, de rasgos faciales bien definidos, nariz prominente y melena corta, rubia y lacia. El granjero no parecia muy interesado en la tecnica de la escenografia contemporanea; una corta exposicion de las desventajas de un escenario giratorio tampoco logro impresionarlo; en realidad, no demostro la menor emocion, salvo quiza repugnancia momentanea al enterarse de que en la Union Sovietica los actores se llamaban Artistas Meritorios del Pueblo y de que Jose Stalin les pagaba grandes sumas de dinero. Poco antes de llegar a Stanislavski, no viendo posibilidad de fuga, abandono la defensiva y probo en cambio un movimiento de flanco. Describio los metodos empleados en su granja; se dejo llevar por su entusiasmo al hablar de los silos, del servicio de las vacas, del tizon, el anublo y otras enfermedades transmitidas por la semilla, de las rastras de cadena de tipo mejorado, y temas similares; critico, dando profusion de detalles, las actividades del Ministerio de Agricultura. La arenga duro hasta que el tren penetro por fin en Oxford, y entonces se despidio con calor de Sheila y partio levemente sorprendido de su propia elocuencia. En cuanto a la propia Sheila, tomada desprevenida por semejante estallido de oratoria, acabo tratando de convencerse a si misma mediante una especie de autohipnosis de que todo habia sido muy interesante. Por mas que reflexiono pesarosa, era muy poco probable que la vida en una granja guardase algun parecido con Deseo bajo los olmos de Eugene O'Neill.

Robert Warner y su amante judia, Rachel West, viajaban juntos para asistir al estreno de la nueva obra del primero, Metromania, en el Teatro de Repertorio de Oxford. Para sus amigos habia sido una sorpresa que un dramaturgo satirico tan conocido como Warner tuviera que estrenar una obra en el interior, pero dos o tres razones motivaban el hecho. En primer lugar, pese a su fama, la ultima obra representada en Londres no habia sido un exito, y los empresarios, minados por una quiebra teatral de primera clase, se habian puesto sumamente pesados; y segundo, la obra contenia ciertos elementos experimentales de cuyo resultado no estaba muy seguro. Desde cualquier punto de vista se imponia la obra, con la compania tal como estaba, pero con Rachel, cuya reputacion en el West End aseguraba comodamente un exito de taquilla, en uno de los papeles protagonicos. Las relaciones entre Robert y Rachel eran apacibles y duraderas, habiendose transformado practicamente en platonicas durante el ultimo ano; por otra parte, intereses comunes y una genuina estima y simpatia mutua la respaldaban. De Didcot en adelante la pareja no hablo. Robert estaba en el umbral de los cuarenta, un hombre alto, mas bien delgado, de hirsuto pelo negro (un mechon rebelde le caia sobre la sien), ojos vivarachos de mirar inteligente tras las gafas de gruesa armadura, que vestia un traje oscuro harto convencional. Pero su porte tenia cierto aire autoritario, y sus movimientos daban la impresion de severidad, de ascetismo casi. Soporto las continuas demoras apelando a un autocontrol puesto a prueba muchas veces, levantandose solamente una vez para ir al lavabo. Al pasar por el corredor distinguio a Yseut y Helen Haskell, dos o tres compartimientos mas alla, pero se apresuro a pasar de largo sin intentar hablarles y confiando en que no lo hubieran visto. Al volver dijo a Rachel que las muchachas viajaban en el mismo tren.

– Me gusta Helen -comento Rachel, en tono reposado-. Es una chica encantadora, y muy buena actriz.

– A Yseut la detesto.

– Bueno, sera facil hacernos los desentendidos cuando lleguemos a Oxford. Crei que Yseut te era simpatica.

– En absoluto.

– De cualquier manera tendras que dirigirlas a las dos el jueves. No veo que haya mucha diferencia entre que nos reunamos con ellas ahora o despues.

– Por mi, cuanto mas tarde, mejor. Con mucho gusto le retorceria el pescuezo a Yseut -dijo Robert Warner, desde su rincon-. Nada me daria mas placer.

Yseut Haskell estaba decididamente aburrida; y, como era su costumbre, no trataba de ocultarlo. Pero mientras la impaciencia de Fen era un estallido espontaneo, inconsciente, en Yseut parecia mas bien una ostentacion. En grado considerable todos nos preocupamos forzosamente de nosotros mismos, pero en su caso la preocupacion era exclusiva, y como si eso fuera poco, tenia en gran parte naturaleza sexual. Todavia era joven - andaria por los veinticinco-, de pechos llenos y caderas acentuadas casi con crudeza por la ropa que llevaba, y una esplendida mata de pelo rojo que era la nina de sus ojos. Ahi, no obstante -al menos para la mayoria de la gente-, terminaba su atractivo. Los rasgos de su rostro, de una belleza convencional, no trasuntaban nada de su verdadero temperamento: una pizca de egoismo, una pizca de vanidad; desde el punto de vista intelectual, su conversacion era presuntuosa y nunca hueca; su actitud para con el sexo opuesto demasiado abiertamente provocativa para agradar a mas de unos pocos, y a las demas mujeres las miraba con malicia y rencor. Pertenecia a ese enorme contingente de mujeres que en edad temprana adquieren conocimientos sexuales, pero no experiencia, y en ella el aspecto adolescente persistia aun. Dentro de ciertos limites era caritativa, y hasta cierto punto responsable en su trabajo de actriz, pero tambien en esto lo que mas le interesaba era la oportunidad de destacarse. Titulada en el conservatorio de arte dramatico, su carrera habia sido una sucesion de papeles de reparto, si bien su fugaz amorio con cierto empresario londinense le habia supuesto en un tiempo el papel protagonista en una obrita representada en el West End que disto mucho de ser un exito. Dos anos antes habia ido a Oxford, y alli se habia quedado entonces, hablando de su agente y de la situacion del teatro en Londres y de la probabilidad de que volviera a la capital en cualquier momento, y demostrando en general una superioridad condescendiente no solo injustificada por los hechos, sino que, ademas, y por causas perfectamente naturales, tenia la virtud de enfurecer a la gente. En nada mejoraba las cosas una deslumbrante serie de romances que le granjeaban la enemistad de las demas actrices de la compania, hacian que los menores tuvieran que abandonar la habitacion sin comprender lo que pasaba, pero molestos, y dejaban en los hombres esa sensacion de «y- bueno-al-fin-de-cuentas-todo-es-experiencia» que en general es el unico resultado discernible de la promiscuidad sexual. En el teatro seguian tolerandola porque esa clase de compania, gracias a sus especiales y tornadizos metodos de trabajo y precedencia, existe emocionalmente en un plano muy complejo y excitable, que la menor conmocion puede inclinar; con el resultado de que sus miembros mas sensibles se abstenian de toda expresion abierta de desagrado, sabiendo como sabian que a menos que mantuvieran relaciones amistosas entre si, aunque solo fuera en apariencia, la tortilla se da la vuelta de una vez y para siempre, se forman camarillas hostiles, y entonces vienen los cambios al por mayor.

Yseut habia conocido a Robert Warner un ano antes de los acontecimientos que nos ocupan, intimamente, dicho sea de paso; pero por ser uno de esos hombres que exigen de sus romances mas que un menor estimulante corporal, la relacion se habia interrumpido en seco. Naturalmente Yseut siempre preferia ser quien rompiese esa clase de sociedades, y el hecho de que Robert, harto de ella hasta la saciedad, se le hubiera adelantado en esta ocasion, le habia inspirado un odio profundo por el hombre y, como consecuencia logica, un

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