fuerte deseo de volver a atraparlo. Mecida por el traqueteo del tren, Yseut pensaba en la inminente visita del autor a Oxford, y en la mejor forma de aprovechar la oportunidad. Hasta entonces opto por concentrar su atencion en un joven capitan de artilleria que viajaba en el extremo opuesto, embebido al parecer en la lectura de Miss Blandish no quiere orquideas y totalmente ajeno a la lentitud enloquecedora del tren. Varias veces intento entablar conversacion con el capitan, que al poco tiempo, empero, reanudaba la lectura con una sonrisa complacida, pero distante, y ella entonces, comprendiendo que no sacaria nada de alli, volvio a su rincon con una mueca de fastidio. «?Oh diablos!», protesto. «Si al menos este maldito tren se moviera.»

Helen era hermanastra de Yseut. El padre de ambas, experto en literatura francesa medieval y hombre que demostraba muy poco interes en todo lo que no fuera su especialidad, habia tenido, sin embargo, el suficiente criterio mundano como para casarse con una mujer rica, e Yseut fue el primer fruto del matrimonio. La madre murio a los tres meses de nacer Yseut, dejandole la mitad de su fortuna en fideicomiso para cuando la nina tuviera veintiun anos, con el resultado de que ahora Yseut era excesivamente rica. Antes de que la madre muriera, sin embargo, se habia suscitado una violenta discusion centrada en el exotico nombre de Yseut, punto en que el marido habia insistido con firmeza inesperada. Los mejores anos de su vida los habia pasado en un intensivo y totalmente infructuoso estudio de los romances franceses de Tristan, y estaba resuelto a dejar tras de si algun simbolo de esa inquietud; a la larga, fue el primer sorprendido al ver que se salia con la suya. A los dos anos volvio a contraer matrimonio, y dos anos despues nacia Helen; en el segundo bautizo los mas sarcasticos de sus amigos insinuaron que, de llegar nuevas hijas, se llamarian Nicolette, Heloise, Juliet y Cressida. Pero cuando Helen no tenia mas que tres anos, sus padres murieron en un accidente ferroviario, y a ella y a Yseut las crio una fria mujer de negocios, prima de su madre, que, cuando Yseut cumplio la mayoria de edad, la convencio (valiendose sabe Dios de que medios, ya que Yseut sentia viva antipatia por su hermanastra) de que firmara un acuerdo dejando a Helen, en caso de muerte, la totalidad de su fortuna.

Ahora bien, la antipatia era mutua. Para empezar, ambas hermanas eran diferentes en casi todo. Baja, rubia, delgada y bonita (con una belleza infantil que le hacia representar mucho menos edad de la que tenia), Helen miraba el mundo a traves de sus enormes ojos azules de expresion candorosa, y no tenia nada de hipocrita. Aunque no muy intelectual en sus gustos, sabia llevar una conversacion con inteligencia y humildad intelectual que complacia y halagaba a la vez. Era dada al flirteo, aunque solo cuando no interferia en su trabajo, considerado por Helen con seriedad justificada, pero ligeramente comica. En realidad para su juventud era una actriz bastante competente, y si bien carecia del brillante fulgor intelectual de la actriz de Shaw, en los papeles sencillos era encantadora, y dos anos antes habia obtenido exito resonante y merecido encarnando a Julieta. Yseut tenia plena conciencia de la superioridad artistica de su hermana, hecho que de ningun modo contribuia a crear una cordialidad adicional entre ellas.

Helen no habia hablado en todo el trayecto. Concentrada, con el ceno ligeramente fruncido, leia Cimbelino, sin terminar de hallarla de su agrado. De vez en cuando, si el tren se detenia demasiado tiempo, soltaba un leve suspiro y miraba por la ventanilla, para en seguida volver la atencion al libro. «Un mineral mortal», pensaba; ?que demonios querra decir eso? ?Y quien es hijo de quien, y por que?

Sir Richard Freeman, jefe de Policia de Oxford, regresaba de una conferencia de su especialidad celebrada en Scotland Yard. Comodamente reclinado en su asiento de primera, el pelo cano bien alisado y un brillo fiero en la mirada, sostenia en la mano un ejemplar de Los satiricos menores del siglo XVIII de Fen, y evidentemente estaba en categorico desacuerdo con las opiniones de ese experto sobre la obra de Charles Churchill. Enterado luego de esa critica, Fen no se dejo impresionar: en publico al menos no manifesto otra cosa que soberbia indiferencia hacia el tema. Y peculiar en verdad era la relacion existente entre los dos hombres, ya que el principal interes de sir Richard era la literatura inglesa, y el de Fen la labor policiaca. Solian estarse exponiendo fantasticas teorias sobre sus respectivos trabajos, y cada uno terminaba demostrando profundo desden por la idoneidad del otro; y cuando tocaban el tema de las novelas policiacas, de las que Fen era lector asiduo, casi siempre faltaba un tris para que llegasen a las manos, ya que Fen, con malicia, pero sin razon, insistia en que eran el unico tipo de literatura que sostenia la verdadera tradicion de la novelistica inglesa, en tanto sir Richard volcaba su furia contra los problemas ridiculos que planteaban esas novelas, y los metodos mas ridiculos aun empleados para resolverlos. Complicaba mas todavia los vinculos que unian a ambos personajes el hecho de que Fen habia solucionado varios casos en los que la policia habia llegado a un punto muerto, mientras que sir Richard habia publicado tres libros de critica literaria (sobre Shakespeare, Blake y Chaucer) que los semanarios mas entusiastas consideraron una critica academica convencional que tornaba anticuados los conceptos del tipo vertido por Fen. Sin embargo, precisamente su condicion de aficionados era la causa del exito admirable de ambos; si alguna vez cambiaban los papeles, como un travieso colega de Fen sugirio cierta vez, Fen habria hallado la rutina policiaca tan intolerable como sir Richard las sutilezas minuciosas de la critica de textos; asi, en cambio, sus respectivas aficiones tenian una amplitud gracil y mas bien indefinida que eliminaba esos detalles tediosos. Pese a todo, su amistad era de larga data, y cada uno disfrutaba enormemente en compania del otro.

Sir Richard, absorto en el autor del Rosciad, ni siquiera por equivocacion se percato del excentrico comportamiento del tren. Despues de apearse en Oxford con aire digno, consiguio un mozo y un taxi sin dificultad. Al subir al automovil le vino a la mente el aforismo de Johnson sobre Churchill, «Un enorme y fertil majuelo», murmuro, con gran sorpresa del chofer, «un enorme y fertil majuelo». Despues, con tono brusco, anadio: «?No se quede papando moscas, hombre! A Ramsden House.» El automovil arranco velozmente.

Donald Fellowes volvia de un entretenido fin de semana en Londres, dedicado a asistir a servicios religiosos e intervenir en esas interminables polemicas sobre musica sacra, organos, coros liturgicos y los pecadillos y excentricidades de otros organistas: esa clase de debate que surge cada vez que se reunen musicos de iglesia. Cuando el tren salio de Didcot, cerro los ojos, pensativo, y reflexiono sobre la conveniencia de modificar la puntuacion del Benedicto, preguntandose hasta cuando podria seguir atacando el final del Te Deum pianissimo sin que alguien protestara. Donald era bajo y moreno, de temperamento tranquilo, aficionado a las corbatas de lazo y a la ginebra, de aspecto completamente inofensivo (si acaso un poco demasiado indeciso), que se ganaba la vida como organista en el colegio de Fen, que he dado en llamar St. Christopher's. De estudiante dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a la musica que sus profesores (entonces estudiaba historia) desesperaban de sacar algo de el, y el tiempo les daria la razon. A la cuarta tentativa el propio interesado y sus maestros desistieron, con gran alivio por ambas partes. Actualmente Fellowes se limitaba a matar el tiempo con su trabajo de organista, preparando vagamente algun examen, haciendo sus practicas para obtener algun dia el diploma de bachiller en Musica, y esperando a que lo llamaran a filas. Interrumpia con frecuencia su distante contemplacion de los canticos, una contemplacion mucho menos remota de Yseut, de quien estaba, segun palabras posteriores de Nicholas Barclay, «muy seriamente enamorado». En cierta forma abstracta percibia los defectos del objeto de su adoracion, pero cuando estaba con ella esos defectos perdian toda importancia; no habia nada que hacer, Yseut Haskell lo habia hecho su esclavo. Pensando en ella se sintio de pronto profundamente desdichado, y las continuas paradas del tren sumaban irritacion a su infortunio. «?Maldita mujer!», dijo para sus adentros. «Y maldito tren… ?Podra Ward con ese solo el domingo? Malditos sean todos los compositores por poner La agudos en los solos.»

Nicholas Barclay y Jean Whitelegge partieron de Londres juntos, despues de almorzar malhumorados y silenciosos en Victor's. Los dos estaban interesados en Donald Fellowes, Nicholas porque lo consideraba un musico brillante que permitia que una mujer lo manejase a su antojo; Jean porque estaba enamorada de el (con el resultado logico de que le sobraban razones para odiar a Yseut). Verdad es que Nicholas no era quien para criticar a los demas por malograr su talento. De estudiante le habian pronosticado una carrera academica sobresaliente, y entonces habia comprado, y leido, todas esas voluminosas ediciones anotadas de los clasicos ingleses que traen la mayor parte de las paginas llenas de comentarios (con un leve reconocimiento hacia el autor en la forma de dos o tres lineas de texto arriba, cerca del numero de la pagina), y cuyo estudio se considera esencial para cuantos tienen la audacia de poner los ojos en un titulo universitario. Por desgracia, varios dias antes del ultimo examen, Nicholas tuvo la aciaga ocurrencia de poner en duda los verdaderos objetivos de la erudicion academica. A medida que un libro siguiera a otro, y que las investigaciones se sucediesen, ?llegaria el dia en que se hubiera dicho la ultima palabra en un tema determinado? Y de no ser asi, ?para que tanto esfuerzo? Eso no seria nada, razonaba Nicholas, si por lo menos proporcionara placer, pero en su caso no era asi. Entonces, ?que objeto tenia continuar?

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