Edmund Crispin

El caso de la mosca dorada

Titulo original: The Case of the Gilded Fly

Traductor: Elena Torres Galarce

Para

MURIEL Y JOHN

donum memoriae causa

Por estar el presente relato situado en un lugar real, descrito en forma mas o menos realista, cabe recalcar que los personajes son del todo imaginarios y no guardan relacion con ningun ser viviente. Tambien son ficticios el colegio, el hotel y el teatro en que se desarrolla la mayor parte de la accion, y la compania de repertorio que he pintado no tiene nada que ver con la de Oxford, ni para el caso con la de ningun otro lugar que conozco.

E. C.

1

PROLOGO DURANTE UN VIAJE EN TREN

?Por que cada sabor engendra una agonia? ?Los mataste? ?Habla!

Marlowe.

Para el viajero incauto, Didcot significa la inminencia de su llegada a Oxford; para los mas experimentados, por lo menos, otra media hora de desengano y sinsabor. Y, por regla general, los viajeros se dividen en esas dos categorias; deshaciendose en disculpas, los primeros bajan sus maletas del portaequipajes al asiento, donde quedan estorbando hasta el final del viaje, una masa de salientes agudos, inesperados; los segundos siguen con la mirada perdida en el paisaje, contemplando aburridos la vasta extension de bosques y prados donde, vaya uno a saber por que capricho tonto, alguien puso inexplicablemente la estacion, y las filas de camiones que traen mercancias de los cuatro puntos del pais, reunidos alli como la isla de los buques perdidos del mito vulgar, en medio de un Mar de los Sargazos. Un persistente acompanamiento de oscuros murmullos y gritos, junto con fuertes crujidos de madera y metal desgarrado reminiscentes de una noche de brujas pasada en el cementerio, sugieren a los pasajeros mas imaginativos que estan desarmando y volviendo a armar la locomotora. Comunmente la demora en la estacion de Didcot llega por lo menos a veinte minutos.

Despues vienen unas tres fauses sorties, que involucran un estrepito infernal; bruscas sacudidas de la maquina abofetean a los viajeros hasta dejarlos sumidos en un estado de abyecta sumision. De infinita mala gana, el cortejo se pone por fin en marcha, llevando a su infortunada carga en forma por demas desconsiderada a traves del llano. Antes de llegar a Oxford hay una cantidad sorprendente de estaciones y paradas, y el tren no desperdicia ninguna, deteniendose a veces sin que medie razon para ello, ya que nadie sube ni baja; pero tal vez el guarda ha visto que alguien viene corriendo por el camino de la estacion, u observado a un lugareno dormido en una esquina y no quiere despertarlo; quiza hay una vaca en las vias, o la senal no nos favorece; sin embargo, una investigacion demuestra que no hay tal vaca, ni siquiera senal, en pro o en contra.

Mas cerca de Oxford el panorama cobra un poco de animacion, cuando queda a la vista, digamos, el canal, o el Tom. Comienza a sentirse un proposito en el ambiente; y solamente apelando a toda nuestra voluntad nos quedamos sentados, sin sombrero ni abrigo, con las maletas todavia en el portaequipajes y el billete en el bolsillo del chaleco, en tanto los pasajeros mas optimistas vuelcan su impaciencia en los pasillos. Pero con toda seguridad el tren se detiene justo en las afueras de la estacion, entre apariciones monoliticas de un gasogeno de un lado, un cementerio del otro, donde la locomotora se demora con insistencia vampiresca, emitiendo grititos esporadicos y gemidos de deleite necrofilico. Entonces los pasajeros se sienten salvajes, dolorosamente frustrados: alli esta Oxford; alli, a pocos metros, la estacion, y aqui esta el tren, sin que les este permitido adelantarse por la via, en el supuesto caso de que alguien tomara la iniciativa en ese sentido; es un verdadero suplicio de Tantalo en el infierno. Este interludio de memento mori, durante el que la compania ferroviaria recuerda a la juventud dorada a su custodia que inevitablemente en polvo se convertira, dura por lo general diez minutos, al cabo de los cuales el tren reanuda con desgana su marcha hacia la estacion que, como con tanta propiedad senalo Max Beerbohm, «todavia susurra al turista los ultimos encantos de la Edad Media».

Pero si cualquiera de los turistas que oyen ese susurro imagina que eso es el final, se equivoca de plano. Al llegar a la estacion, cuando hasta los mas escepticos se han puesto en movimiento, viene el pavoroso descubrimiento de que el tren no esta junto al anden, sino en una de las vias centrales. A ambos lados, amigos y parientes esperan frustrados en la hora undecima del encuentro, corren de aqui para alla agitando panuelos y soltando exclamaciones de alegria, o escudrinan ansiosos los rostros buscando a los viajeros que se supone han ido a esperar. Es como si la barca de Caronte quedase inextricablemente a la deriva en medio de la Estigia, sin poder avanzar hacia los muertos ni regresar junto a los vivos. Mientras tanto se producen temblores internos de magnitud sismica que arrojan al impotente pasaje y sus bartulos al suelo de los pasillos, suscitando un coro de gritos y rezongos. A los pocos minutos, quienes aguardan en el anden ven sorprendidos que el tren desaparece en direccion a Manchester, dejando en su lugar una nube de humo y un olor espantoso. Pero, a su tiempo, el tren vuelve y, milagrosamente, el viaje termina.

Los pasajeros cruzan orgullosos la verja y se dispersan en todas direcciones en busca de automoviles de alquiler, que en tiempo de guerra cobran tarifas sin distincion de rango, edad o procedencia, pero adhiriendose incondicionalmente a alguna oscura logica de su invencion. La multitud se disemina y disgrega en la conejera de reliquias, monumentos, templos, colegios, bibliotecas, hoteles, tabernas, sastrerias y librerias que es Oxford, los mas listos en busca de un trago, los obstinados batallando con su equipaje rumbo a su ultimo destino. Del mar humano no quedan a la larga mas que algunos solitarios que a falta de algo mejor holgazanean entre los cantaros de leche descargados en la plataforma.

A la prueba de Dios descrita anteriormente, las once personas que, en distintas oportunidades y por motivos diversos, viajaron de Paddington a Oxford en la semana del 4 al 11 de octubre de 1940, reaccionaron en forma diferente y caracteristica.

Gervase Fen, profesor de Lengua y de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, no ocultaba su disgusto. Impaciente por naturaleza, las continuas demoras lo inducian a la distraccion. Tosia y grunia y bostezaba y movia los pies, y su cuerpo delgado no hallaba posicion comoda en el rincon que ocupaba. Su rostro animoso, rubicundo, de barba bien rasurada, aparecia mas congestionado que de costumbre; el pelo oscuro, cuidadosamente peinado con agua, se abria en mechones descontentos hacia la coronilla. En las circunstancias actuales su excedente normal de energia, que siempre lo mueve a emprender toda clase de tareas para despues quejarse amargamente de que no tiene un minuto libre y de que eso no parece importante a nadie, era lisa y llanamente un estorbo. Y como por unica distraccion tenia uno de sus propios libros, sobre los escritores satiricos menores del siglo dieciocho, que esforzadamente releia a fin de recordar que opinion le merecian esas personas. La etapa final del

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