Alli de pie, atenazada por el remordimiento, me costaba aceptar que hubiera ido a Siena en busca de esa estatua y su cuatro gemas. Ahora que las tenia delante no sentia el mas minimo deseo de poseerlas y, si hubieran sido mias, de buena gana las habria regalado mil veces a cambio de volver al mundo, a salvo de tipejos como Coceo, o incluso de poder ver a Alessandro otra vez.

– ?Crees que los enterraron juntos? -susurro Janice, estorbando mis pensamientos-. Ven… -Se abrio paso entre los hombres, tirando de mi y, cuando estuvimos junto al sepulcro, me quito la linterna e ilumino con ella la inscripcion esculpida en la piedra-. ?Mira! ?Recuerdas? ?Crees que este es el de verdad?

Nos acercamos para ver mejor, pero no logramos descifrar el italiano.

– ?Como era aquello? -dijo cenuda, tratando de recordar el texto traducido-. ?Ah, si! «Aqui yace la fiel Giulietta…, a la que, por amor y misericordia de Dios» -Hizo una pausa, no recordaba el resto.

– «Despertara Romeo, su legitimo esposo» -prosegui en voz baja, hipnotizada por el rostro dorado de Romeo, que me miraba desde lo alto- «en un instante de gracia absoluta».

Si la historia que el maestro Lippi nos habia traducido era cierta -y parecia que asi era-, el anciano maestro Ambrogio habia supervisado personalmente la creacion de la estatua en 1341. Sin duda el, amigo personal de Romeo y Giulietta, debio de esforzarse por lograr que aquella fuera una representacion fiel de su aspecto real.

Pero Coceo y los suyos no habian viajado desde Napoles para perderse en ensonaciones, y dos de ellos ya habian trepado al sepulcro con el fin de determinar que herramientas necesitaban para arrancar los cuatro ojos de la estatua. Al final, decidieron que hacia falta un taladro especial y, en cuanto los montaron y se los pasaron, se volvieron cada uno hacia su figura -uno a Romeo y el otro a Giulietta- dispuestos a proceder.

Al ver lo que pretendian, fray Lorenzo -que se habia mantenido sereno hasta entonces- se abalanzo sobre los matones y trato de detenerlos, rogandoles que no danaran la estatua, no solo por su valor artistico, sino porque estaba convencido de que, si robaban los ojos, se desataria sobre todos ellos un mal inefable que los fulminaria. Como a Coceo le sobraban las supersticiones de fray Lorenzo, lo aparto de un empujon y ordeno a sus hombres que procedieran.

Por si no habian tenido bastante con el estruendo de tirar la pared, el ruido de los taladros metalicos resulto ser un verdadero infierno. Janice y yo nos retiramos de aquel bullicio tapandonos los oidos con las manos, perfectamente conscientes de que se acercaba el amargo fin de nuestra busqueda.

Cuando salimos por el boquete a la parte principal de la cripta, seguidas de un angustiado fray Lorenzo, vimos en seguida que aquello se desmoronaba. Las enormes grietas de las paredes ascendian veloces hacia el techo abovedado, generando ramificaciones que, con la mas minima vibracion, se extenderian en todas las direcciones.

– ?Que tal si salimos por patas? -dijo Janice, mirando nerviosa alrededor-. Al menos en la otra cueva solo tendremos que lidiar con muertos.

– ?Y luego que? -pregunte-. ?Nos quedamos sentadas debajo del agujero del techo esperando a que estos… caballeros vengan a ayudarnos a salir?

– No -replico, frotandose la contusion que le habia hecho un cascote en el brazo-, pero una de las dos podria ayudar a la otra a subir y esta salir por el tunel en busca de ayuda.

Me la quede mirando, de pronto consciente de que tenia razon y de que yo habia sido imbecil de no caer en esa posibilidad antes.

– Bien -dije titubeante-, ?cual de las dos sale?

Janice me dedico una sonrisa amarga.

– Sal tu. Eres la que tiene algo que perder… -Luego anadio, con aire de suficiencia-: Ademas, yo soy la que sabe lidiar con Coceo-loco.

Estuvimos asi un momento, mirandonos. Luego vi a fray Lorenzo por el rabillo del ojo, arrodillado ante de uno de los altares de piedra vacios, rezandole a un Dios que ya no estaba alli.

– No puedo hacerlo -susurre-. No puedo dejarte aqui.

– Tienes que hacerlo -replico Janice con firmeza-. Si no lo haces tu, lo hare yo.

– Genial -conteste-, hazlo, por favor.

– ?Jo, Jules! ?Por que siempre tienes que ser tu la heroina? -espeto abrazandose a mi.

Podriamos habernos ahorrado el trastorno emocional de disputarnos el martirio, porque, cuando quisimos darnos cuenta, los taladros ya no sonaban y los hombres salian de la capilla, riendo y bromeando sobre su hazana y pasandose de unos a otros las cuatro gemas del tamano de una nuez. El ultimo en salir fue Umberto, y en seguida vi que pensaba lo mismo que nosotras: ?seria ese el fin de nuestro trato con los manosos napolitanos o decidirian que querian mas?

Como si nos hubieran leido el pensamiento, ceso de pronto su algarabia y nos miraron de arriba abajo a Janice y a mi, aun abrazadas. Coceo, sobre todo, parecia muy complacido de vernos y, por su sonrisa de satisfaccion, crei saber como pensaba rematar exactamente la gran faena. Entonces, tras desnudar a Janice con la vista y decidir que, a pesar de su conducta provocadora, no era mas que otra ninita asustada, sus ojos calculadores se enfriaron y dijo algo a sus hombres que hizo que Umberto saliera disparado a interponerse entre ellos y nosotras.

– No! Ti prego! -le suplico.

– Vaffanculo! -dijo Coceo con desden, apuntandolo con la ametralladora.

Los dos hombres mantuvieron un agitado intercambio de lo que a todas luces parecian suplicas de un lado y obscenidades del otro, hasta que Umberto decidio pasarse a nuestro idioma.

– Amigo mio -dijo, casi poniendose de rodillas-, se que eres un hombre generoso. Y que tambien eres padre. Por favor, se clemente. Prometo que no lo lamentaras.

Coceo no respondio en seguida. A jugar por su gesto cenudo, no le hacia mucha gracia que le recordaran su propia humanidad.

– Por favor -prosiguio Umberto-. Las chicas jamas se lo contaran a nadie. Te lo juro.

Al fin, Coceo hizo una mueca y dijo con su acento italiano:

– Las mujeres lo cuentan todo. No paran de hablar. Bla-bla-bla.

Detras de mi, Janice me apretaba la mano con tanta fuerza que me dolia. Sabia, igual que yo, que Coceo no iba a dejarnos salir vivas de alli por nada del mundo. Tenia las joyas, y le bastaba. No le hacian ninguna falta los testigos oculares. No obstante, me costaba creer que aquello fuera a terminar asi: a pesar de todo lo que habiamos pasado por ayudarlo, ?seria capaz de matarnos? En vez de miedo senti rabia, rabia de que fuera tan capullo, y de que el unico hombre con valor para hacerle frente y defendernos fuera nuestro padre.

Hasta fray Lorenzo andaba rezando el rosario tranquilamente, con los ojos cerrados, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera que ver con el. Claro que, ?como iba a saberlo? No entendia ni el mal ni nuestro idioma.

– Amigo mio -repitio Umberto empenado en mantener la calma, con la esperanza de contagiar a Coceo, quiza-. Yo te perdone la vida una vez, ?recuerdas? ?Eso no cuenta?

Coceo fingio meditarlo un instante, luego respondio con una mueca de desprecio.

– Tu me perdonaste la vida una vez, asi que yo te perdonare una vida -dijo senalandonos a Janice y a mi-. ?Cual prefieres, lastronza o el angelo?

– ?Jules! -gimoteo Janice, abrazandome con tanta fuerza que no podia respirar-. ?Te quiero! Pase lo que pase, ?te quiero!

– No me hagas elegir, por favor -le dijo Umberto con una voz casi irreconocible-. Coceo, conozco a tu madre. Es una buena mujer. Esto no le gustaria.

– ?Mi madre bailara sobre tu tumba! -espeto Coceo-. Ultima oportunidad: ?lastronza o el angelo? Elige una o las mato a las dos.

Al ver que Umberto no respondia, Coceo se acerco a el.

– Eres muy estupido -le dijo despacio, clavandole en el pecho el canon de la ametralladora.

Aterradas, ni Janice ni yo fuimos capaces de abalanzarnos sobre Coceo para evitar que disparara y, dos segundos despues, un solo disparo atronador sacudio la cueva entera.

Seguras de que le habia disparado, nos acercamos en seguida a Umberto, esperando que se desplomara, muerto, en el suelo, pero, cuando llegamos a el, seguia en pie, rigido y pasmado. En el suelo, desparramado de forma grotesca, se encontraba Coceo. Algo -?un rayo del cielo?- le habia atravesado el craneo y se habia llevado consigo la mitad posterior de la cabeza.

– ?Madre mia! -gimoteo Janice, palida como un cadaver-, ?que ha sido eso?

– ?Al suelo! -grito Umberto, tirando con fuerza de las dos-. ?Tapaos la cabeza!

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