Mas tarde, cuando la fascinacion de su vestimenta me era mas familiar, acostumbraba a divertirme observando los objetos de su habitacion. Jean-Jacques era coleccionista. En los estantes, en el suelo, debajo de la cama y en las esquinas de la habitacion, tenia cajas con extranos tesoros. En una caja, habia cientos de postales de fines de siglo, de bailarines de
Cuando habia terminado de vestirse, bajabamos a la calle. Al pasar frente al viejo y sordo conserje, este nunca dejaba de soltar algun triste y obsceno improperio como cumplido a Jean-Jacques. Ya en la calle, Jean- Jacques caminaba recatado, pero firmemente, y yo lo seguia a distancia. En general no debiamos esperar mas de media hora para que alguien, silenciosamente, se le uniera. Si hubiera estado preocupado unicamente por su propio placer, podria haber sido un conductor de camion, un inmaculado hombre de negocios italiano, un arabe o un estudiante; la primera condicion que imponia era que su acompanante fuera evidentemente varonil, en apariencia y gustos. Para satisfacer este proposito, podia aventurarse por cualquier parte de la ciudad y permanecer con quienquiera que encontrara, durante toda la noche. Pero si salia a obtener dinero, se limitaba a ciertos barrios y cafes donde encontraba a los homosexuales conocidos, invariablemente hombres de mediana edad o mayores que el, frente a los que se presentaba como un tipo rudo, y al que estaban dispuestos a pagar por unos minutos de su viril compania. El y su acompanante iban simplemente al muelle y desaparecian bajo un puente; si los pronosticos financieros eran mas favorables, Jean-Jacques se llevaba al hombre a su propia habitacion y no regresaba para continuar su itinerario hasta una o dos horas despues.
Yo, por lo tanto, no puedo hablar con demasiado conocimiento de lo que Jean-Jacques hacia para su propio placer; en estas excursiones iba, por supuesto, completamente solo. Pero en las sucesivas noches que, a lo largo de la semana, dedicaba al negocio, lo acompanaba durante toda la velada. Mientras el permanecia con un cliente, yo lo esperaba en diversos cafes, que eran el terreno especializado para la prostitucion masculina, llenos de muchachos de facciones delicadas, de rudos y rufianes como Jean-Jacques, o de travestis. Gradualmente empece a ser conocido y a sentarme en las mesas de la expectante y murmuradora congregacion de «hermanas», los rubios oxigenados y cargados de anillos, amigos de mi amigo. No conversaban mucho conmigo, pero me miraban siempre amistosamente; una educada conversacion en aquel circulo, una conversacion que no versara acerca de su vocacion, era impensable. Sus frases eran categoricas, nunca expositivas. No tenian opiniones, conocian tan solo dos emociones: los celos y el amor, y su conversacion, a menudo rencorosa, no salia de los limites de la belleza.
Cuando no estaba sentado en estos cafes, durante las noches de aquel verano, tambien yo recorria las calles -observando mas detalladamente como se emplean los hombres entre si para su placer. Frecuente las otras estaciones publicas de esta concupiscencia pasajera, donde aprendi a reconocer a los mas ocultos homosexuales que se citaban en los urinarios y en las ultimas filas de butacas de los cines. No puedo imaginar una forma mejor de entendimiento sin palabras que estos impecables encuentros. No cruzaban ni una sola palabra, sino que alguna misteriosa atraccion quimica los impulsaba a reunirse para estrecharse unos a otros en lugares publicos -nunca parecian cometer una equivocacion- y actuaban con tal prontitud como si cada hombre trabajara individualmente en soledad, mientras el otro parecia asistir invisible.
En cierta ocasion, presencie una de estas escenas, ya iniciada, entre algunos hombres reunidos en un
Otra vez, en un lavabo del Metro, presencie la escena desde el principio. Empezo con bromas y la lucha entre un africano y un negro, bien vestido; todo por un insulto que no llegue a oir. Comenzaron a luchar entre si, y los demas, animandolos, se colocaron cerca de los primeros, hasta que la lucha -que pronto comprendi era un delicado pretexto-, se extendio tambien a los espectadores, y cada hombre empujaba y agarraba a su vecino, lanzando obscenos insultos. Uno de ellos grito
«?No te atreveras!» y otro, «?Te desafio a que lo repitas fuera!» y otro aun, «Dejame salir de aqui», pero ninguno salio. El manoseo de los participantes continuaba al mismo nivel -el africano y el hombre de negocios estaban ya de rodillas- y me uni al grupo, cuidando de no superar ni estar por debajo de la vehemencia de mis vecinos. Me pregunte por que el griterio continuaba, si era tan reiterado, y ellos parecian cada vez menos enojados. Entonces se arrodillo otro hombre, y despues, otros. Ahora, el espiritu de grupo lo abarcaba todo y expulsaba las oscuras e inciertas muestras de personalidad de cada hombre. El silencio llego a cada uno, como por turno, parecido a una serie de velas extinguiendose.
Cuando comence a acompanar a mi amigo, el escritor, yo no tenia opinion sobre sus actividades e incluso de haberme sentido autorizado a presionarlo para abandonar una vida perversa y promiscua, me hubiera contenido. Jean-Jacques, sin embargo, no admitia mi silencio. A pesar de que yo no le atacaba, el era activo e ingenioso en su propia defensa, o, mejor, en la defensa de los placeres ocultos, secretos, tramposos y de ser-lo-que-uno-no- es.
Varias veces, aquel verano, trato de derrumbar mis calladas objeciones. «No seas tan solemne. Hippolyte, eres peor que un moralista.» Entretanto yo no podia dejar de observar ese mundo de lujuria ilicita como un sueno, habil pero a la vez pesado y peligroso; el lo veia simplemente como un teatro. «?Por que no podemos cambiarnos nuestras mascaras una vez cada noche, una vez cada mes, una vez cada ano?», dijo. «Las mascaras del propio trabajo, de la propia clase, nacionalidad, de las opiniones. Las mascaras de marido y mujer, padre e hijo, amo y esclavo. Hasta las mascaras del cuerpo -macho y hembra, feo y hermoso, viejo y joven-. Muchos hombres se las ponen sin resistencia para llevarlas durante toda su vida, pero no los hombres que nos rodean en este cafe. La homosexualidad, como puedes ver, es la principal forma del juego de mascaras. Pruebalo, y veras como produce un grato alejamiento de uno mismo.»
Pero yo no quiero alejarme de mi mismo, sino mas bien en mi mismo.
– ?Que es, en nuestro tiempo, un acto revolucionario? -me pregunto retoricamente, en otra ocasion-. Derribar una convencion es como responder a una pregunta. El que pregunta ya excluye mucho de lo que contendria la respuesta. Por lo menos, separa una zona y la excluye, la zona de las respuestas legitimas a la pregunta. ?Comprendes?
– Si, lo comprendo, pero no entiendo su aplicacion. -Mira, Hippolyte, ya sabes la poca audacia que se requiere hoy dia para no ser convencional. Las convenciones sexuales y sociales de nuestro tiempo prescriben la parodia homosexual.
– Se necesita coraje para parodiar la normalidad -dije-. Coraje y una gran capacidad de culpa. No encuentro humor en tus procedimientos, amigo mio. Seria mas facil para ellos -te excluyo a ti, Jean-Jacques, porque tu no eres como los otros- si las cosas fueran como dices.
– Estas equivocado -replico-. El precio no es tan exagerado como crees.
