– No lo recuerdo. Se la di a usted. No me acuerdo.
Robinson interrumpio suavemente:
– Pero podria mirar ahora en ese archivo, ?no es asi? Puede consultar la lista de eruditos e identificar a este hombre. ?Lo tiene en un Rolodex? ?En una agenda de direcciones? Ahora mismo, senorita Weiss, vamos, muevase.
– Me cuesta creer que…
– Ahora mismo, senorita Weiss.
La joven titubeo, pero termino cediendo.
– De acuerdo.
La directora del centro fue con paso inseguro hasta un archivador negro que habia en un rincon del exiguo despacho. Abrio el primer cajon y empezo a buscar entre los papeles. Al cabo de un momento musito:
– Hay mas de un centenar de personas autorizadas a examinar las grabaciones.
Mientras ella continuaba buscando, Winter le pregunto:
– ?Existe algun procedimiento para obtener esa autorizacion? Quiero decir, ?se encarga alguien de comprobar las credenciales?
– Si y no. Si las credenciales de una persona parecen en orden, la aprobacion es casi un mero tramite. El erudito ha de presentar una peticion en la que exponga el motivo de su interes y describir el uso que pretende hacer del contenido de las cintas. Tambien debe firmar una renuncia y una clausula de confidencialidad. Somos muy estrictos en la prohibicion de que se comercialicen los recuerdos que tenemos grabados en video. Pero lo que nos interesa evitar principalmente son los revisionistas.
– ?Los que? -pregunto Robinson.
– Los que niegan que haya existido el Holocausto.
– ?Es que estan locos? -exclamo Robinson impulsivamente-. Quiero decir, ?como puede alguien…?
Esther Weiss levanto la vista con una pequena carpeta de papel manila en la mano.
– Hay muchas personas que quieren negar la existencia del mayor crimen de la Historia. Gente que afirma que las camaras de gas eran modulos para desparasitar. Gente que diria que los hornos eran para cocer pan, no personas. Los hay que piensan que Hitler era un santo y que todos los recuerdos del horror nazi son meras conspiraciones. -Respiro hondo-. Las personas racionales dirian que opiniones como esas son propias de locos, pero no es tan sencillo. Supongo que usted lo entendera.
No lo entendia, pero no lo dijo.
La mujer se llevo una mano a la frente un instante, como si se protegiera los ojos de algo que no
– Este es el hombre que se asemeja al dibujo -dijo.
El antiguo policia lo abrio y extrajo varios papeles. El primero era un formulario en que se solicitaba acceso a las cintas. Llevaba adjuntos una carta, un curriculum vitae y una renuncia, todo firmado.
En la cabecera del curriculum figuraba un nombre: David Isaacson, y debajo una direccion de Miami Beach.
– ?Que recuerda de este hombre? -pregunto Robinson.
– Ha estado aqui muchas veces. Siempre muy silencioso y muy reservado. Solo hable con el una vez, la primera. Me dijo que el tambien era un superviviente, y yo le pedi que aportara sus propios recuerdos a las grabaciones. El accedio, pero dijo que lo haria cuando finalizara sus memorias. En eso estaba trabajando, en sus memorias. Dijo que tenia la intencion de que se publicaran en privado despues de su muerte. Que solo eran para su familia, para que siempre dispusieran de un relato por escrito que recordar. -Dudo un momento, y anadio-: Me parecio algo muy conmovedor.
– ?Existe un libro de registro que indique el numero de visitas efectuadas?
– Si reunimos a todo el personal, quiza pudieramos juntarlo entre todos. Pero una vez que una persona tiene acceso, se le permite intimidad para consultar los materiales.
– ?Como consiguio el la aprobacion?
– ?Ha visto la otra carta?
Winter y Robinson miraron la carta adjunta al expediente. Era de la organizacion Memorial del Holocausto, de Los Angeles, y estaba firmada por un subdirector. En ella se solicitaba que le fueran concedidos todos los requisitos de erudito al senor Isaacson, el cual ya habia realizado un trabajo similar con materiales de Los Angeles.
– ?Llamo usted? ?Comprobo esta credencial?
– No -admitio Esther Weiss-. Iba firmada por el subdirector.
Robinson asintio.
– No se preocupe -dijo lentamente-. Da igual.
Winter levanto la vista.
– Asi que estas otras cosas que figuran en el curriculum, las titulaciones de la Universidad de Nueva York y la de Chicago, las publicaciones y todo eso, no las comprobo…
– ?Para que iba a hacerlo, por Dios! ?Estaba claro que no era un revisionista! ?Hasta me enseno el tatuaje que lleva en el brazo! -La mujer tenia el rostro congestionado. Habia palidecido y parecia al borde del panico-. Yo no lo sabia… ?Como iba a saberlo?
Winter no contesto. Solo podia pensar en la Sombra. Un hombre educado, silencioso, que no hacia nada para llamar la atencion, que examinaba una cinta tras otra, buscando a alguien que pudiera haberlo conocido.
«Cazando», penso.
Robinson estaba pensando lo mismo, pero aun asi respondio a la atribulada Esther Weiss:
– Usted no tenia por que saberlo. -Hizo una pausa y agrego en tono firme-: Pero no se preocupe. Esto esta tocando a su fin.
Leyo la direccion y cogio el telefono. Marco el numero de la comisaria de Miami Beach, se identifico en tono energico y pidio hablar directamente con el capitan encargado de Operaciones Especiales.
25 El tatuaje
Tanto Simon Winter como Walter Robinson habian subestimado el impacto que el anuncio iba a causar en la comunidad de supervivientes, Al anochecer comenzaron a sonar telefonos por todo Miami Beach. En los pocos hoteles de estilo art deco que no habian sido acaparados por la juventud y todavia atendian a una clientela entrada en anos, los vestibulos y porches al aire libre estaban atestados de corrillos de personas que, aunque era mas tarde de la hora habitual de irse a la cama, hablaban acaloradamente de lo que acababan de enterarse. En el restaurante Wolfie's, no muy lejos del centro comercial de Lincoln Road, se sostenia una encendida y estridente discusion. Hizo que varios clientes jovenes y turistas extranjeros que visitaban aquel local tan conocido volvieran la cabeza, extranados de que aquellos ancianitos, por lo general callados y tranquilos, alzaran tanto la voz. Los que presenciaban por casualidad aquella acalorada conversacion veian la colera reflejada en varios rostros, y si prestaban atencion veian ademas miedo. Un miedo profundo y oscuro, surgido de recuerdos muy antiguos; aunque eran pocos los que habian oido hablar de la Sombra, todos llevaban la cicatriz del recuerdo de un terror similar, ya fuera de la Gestapo o las SS, o simplemente del horroroso hecho de saber que aquellos hombres, cumpliendo ordenes, se habian entregado voluntariamente a la maquinaria del mal.
Asi pues, la idea de que un piston de dicha maquinaria estuviera viviendo entre ellos provocaba un intenso nerviosismo a las puertas del panico, que volvia a traer las pesadillas de siempre y que se notaba en sus voces, matices inapreciables para los jovenes y la gente a la moda que ocupaban Miami Beach de camino a las discotecas y los locales nocturnos, pero que para aquellos ancianos era en extremo significativos.
Espy Martinez era una testigo indirecta del revuelo creado. Estaba sentada en la sala del rabino, viendo como este y Frieda Kroner atendian una llamada telefonica tras otra. No eran llamadas que aportaran informacion, sino que buscaban una respuesta tranquilizadora. En eso el rabino era un experto: hablaba en tono calmado y practico, escuchaba y a su alrededor dejaba caer recuerdos como petalos invisibles de plantas marchitas.
Mientras escuchaba le oyo decir cosas como: «No, Sylvia, no hay otros, es solo este hombre…», «Si, las autoridades lo estan buscando. Daremos con el…», «Estoy de acuerdo, es terrible. ?Quien iba a pensarlo?»