por la radio.
Contemplo la calle. Cuatro de los ninos ya habian dejado de jugar y se habian marchado a casa, mientras que los otros dos se habian quedado en la calle lanzando la pelota de un lado a otro, envueltos en la noche. Jimmy apenas alcanzaba a verlos, pero sentia el furor de su energia en los golpes que daban y en su alocada forma de correr.
Toda esa vitalidad juvenil tenia que salir de un modo u otro. Cuando Jimmy era nino (de hecho, hasta casi los treinta y tres anos) aquella energia habia dictado cada una de sus acciones. Y despues… Despues, uno sencillamente aprendia a canalizarla de algun modo, o a esconderla. Eso suponia el.
Su hija mayor, Katie, estaba pasando por ello en aquel momento. Tenia diecinueve anos, una belleza fuera de lo normal y todas las hormonas agitadas y en estado de alerta roja. Sin embargo, se habia percatado recientemente de que su hija tenia cierto aire de elegancia. No estaba muy seguro de donde procedia (algunas chicas se convertian en mujeres elegantes, mientras que otras seguian siendo chicas el resto de sus vidas), pero Katie habia adquirido de repente un aire de tranquilidad, incluso de serenidad.
Esa misma tarde, en la tienda, al marcharse, le habia dado un beso a Jimmy en la mejilla y le habia dicho: «Hasta luego, papa», y cinco minutos mas tarde Jimmy se dio cuenta de que aun oia su voz en el pecho. Advirtio que era la misma voz de su madre, aunque le parecia recordar que su hija tenia la voz un poco mas aguda y mas segura; Jimmy se encontro preguntandose cuando habrian ocurrido los cambios en las cuerdas vocales y por que el no lo habia notado hasta entonces.
La voz de su madre. Hacia casi catorce anos de la muerte de la madre de Katie, y regresaba a el a traves de su hija, y le decia: «Jim, ahora es una mujer. Es una adulta».
Una mujer. ?Caramba! ?Como habia sucedido?
Dave Boyle ni siquiera se habia propuesto salir esa noche.
Claro, era sabado por la noche, despues de una larga semana de trabajo, pero habia llegado a una edad en que el sabado no le parecia muy diferente del martes, y beber en un bar no le parecia mas divertido que beber en casa; alli, por lo menos, tenia el control del mando a distancia.
Asi pues, mas tarde, cuando hubo acabado todo, se dijo a si mismo que el destino habia tenido algo que ver. El destino ya habia hecho acto de presencia con anterioridad en la vida de Dave Boyle, o como minimo la suerte, aunque casi siempre mala, pero nunca habia tenido la sensacion de que fuera una mano que le guiara, sino mas bien una mano colerica y caprichosa. Como si el destino hubiera estado sentado entre las nubes y alguien le hubiera preguntado: «?Te aburres hoy, destino?», y este hubiera respondido: «Si, es cierto, pero creo que voy a ir fastidiar un poco a Dave Boyle para ver si me animo. ?Tu que vas a hacer?».
Por lo tanto, Dave reconocia al destino cuando lo veia.
Es posible que aquel sabado por la noche el destino estuviera celebrando su cumpleanos o algo asi, y decidiera por fin darle un respiro al viejo Dave, dejar que se desahogara sin tener que sufrir las consecuencias. Como si el destino le dijera: «Dale un golpe al mundo, Dave. Te prometo que esta vez no se desquitara». Como si Lucy sostuviera la pelota de futbol de Charlie Brown, y se comportarse como es debido por una vez, y le permitiera darle un puntapie a sus anchas. Porque no fue premeditado, no lo fue. Dave, solo y a altas horas de la noche en los dias posteriores, extendia las manos como si estuviera hablando a un jurado, y le decia con dulzura a la cocina vacia: «Tienes que comprenderlo porque no ha sido deliberado».
Aquella noche, acababa de bajar las escaleras despues de darle el beso de buenas noches a su hijo, Michael, y se dirigia hacia el frigorifico para coger una cerveza cuando su mujer, Celeste, le recordo que era la noche de las chicas.
– ?Otra vez?- Dave abrio la nevera
– ?Ya han pasado cuatro semanas! -exclamo Celeste con aquel sonsonete alegre tan suyo y que a veces le corroia la columna vertebral de arriba abajo a Dave Boyle.
– ?De verdad? -Dave se apoyo en el lavavajillas y abrio la cerveza-. ?Que programa teneis para esta noche?
Una vez al mes, Celeste y tres companeras de trabajo de la peluqueria Ozma se reunian en el piso de Dave y Celeste Boyle para echarse las cartas de Tarot, beber un poco de vino y cocinar algo nuevo. Terminaban la velada con alguna pelicula de moda; a menudo se trataba de peliculas sobre alguna mujer con personalidad y estudios pero que se sentia sola y que encontraba el amor verdadero y una ardiente vida sexual con algun viejo vaquero al que ya le colgaban las pelotas; otras veces iba sobre dos mujeres que descubrian el significado de la feminidad y hasta que punto eran amigas en el preciso momento en que una de ellas contraia una enfermedad incurable en el tercer acto, y moria de lo mas guapa y repeinada en una cama del tamano de Peru.
Esas noches, Dave tenia tres opciones: sentarse en el dormitorio de Michael y mirar como dormia su hijo, esconderse en el dormitorio trasero que compartia con Celeste y hacer
Dave a menudo escogia la opcion numero tres.
Hizo lo mismo aquella noche. Acabo la cerveza y se despidio de Celeste con un beso; sintio un ligero retortijon en el estomago cuando ella le asio el culo y le devolvio el beso con entusiasmo; despues salio por la puerta, bajo las escaleras por delante del piso del senor McAllister y, atravesando la puerta principal, se adentro en el sabado noche de las marismas. Pensaba ir dando un paseo hasta Bucky's o Tap, pero se quedo delante de la casa para pensarselo bien y luego decidio coger el coche. Tal vez podria subir hasta la colina y echar un vistazo a las estudiantes universitarias y a los ejecutivos que ultimamente iban alli en tropel; de hecho, en la colina habia tanta gente que tenian que apartarse a codazos y algunos ya habian optado por irse al barrio de las marismas.
Habian comprado los bloques de ladrillo de tres plantas a precio de ganga y estos de repente se convirtieron en Queen Annes. Los rodearon de andamios, echaron abajo el interior de las casas y pusieron gente a trabajar las veinticuatro horas del dia; tres meses mas tarde, aquellos aficionados al deporte de aventura aparcaban los Volvos delante de la entrada principal y entraban sus cajas repletas de objetos de ceramica por la puerta. Las notas de jazz se escapaban suaves por los cristales de sus ventanas, compraban mariconadas tales como vino de Oporto en las tiendas de licores, paseaban a sus perros-rata por el barrio y modelaban sus pequenos jardines. Solo quedaban los edificios de ladrillo de tres plantas que habia entre las avenidas Galvin y Twoomey, pero si la colina marcaba las pautas, bien pronto se verian coches Saab y bolsas de tiendas caras de comestibles por todas partes, incluso alrededor del Pen Channel en la parte mas baja de las marismas.
La semana anterior sin ir mas lejos, el senor McAllister, el casero de Dave, habia dicho a este, como quien no quiere la cosa: «El precio de las casas esta subiendo. Lo que le quiero decir es que esta subiendo de forma desorbitada».
– Pues no de su brazo a torcer- le contesto Dave, contemplando la casa en que hacia diez anos que vivia-, y ademas un poco mas adelante…
– ?Un poco mas adelante! -McAllister le miro-. Dave, es posible que bien pronto ya no pueda pagar los impuestos de propiedad. Tengo unos Ingresos fijos, ?por el amor de Dios! Si no vendo pronto, de aqui a dos anos, tal vez tres, Hacienda me embargara las casas.
– ?Y adonde ira? -pregunto Dave-. ?Y adonde ire yo?
McAllister se encogio de hombros y contesto:
– No lo se. Es posible que a Weymouth. Tengo algunos amigos en Leominster.
Lo dijo como si ya hubiera hecho unas cuantas indagaciones y hubiera ido a ver algunas casas en alquiler.
Mientras Dave conducia su Accord por la colina, intentaba recordar si conocia a alguien de su edad o mas joven que siguiera viviendo alli. Se detuvo poco a poco delante del semaforo en rojo y vio a dos ejecutivos que llevaban sueteres de cuello redondo de color arandano a juego y pantalones cortos abombados de color caqui; estaban sentados delante de lo que habia sido Primo’s Pizza. Ahora se llamaba Cafe Society y los dos ejecutivos, asexuados y fuertes, se llevaban cucharadas de helado o de yogur frio a la boca, las piernas bronceadas estiradas en la acera, con los tobillos cruzados, sus relucientes bicicletas de montana apoyadas en el escaparate de la tienda bajo una luz de neon blanca resplandeciente.